13 mayo 2022

Comienzo de libro... Hoy: de José Jiménez Lozano; El viaje de Jonás

 Jonás era un profeta muy pequeño. Es decir, que, además de ser hombre más bien bajito y delgadito, ejercía como profeta muy pocas veces, y se pasaban años enteros sin que dijese esta boca es mía, e incluso cuando pronunciaba una profecía, ésta era minúscula. Por lo que respectaba al porvenir, era muy prudente, y, si pronosticaba grandes calores para el verano, siempre apostillaba que, sin embargo, no sólo por las noches habría un vientecillo de refrigerio, sino que, al caer el sol o por las mañanitas, habría días en que convendría echarse algo a la espalda. Y cuando criticaba la situación política, o los abusos sociales, o los desmanes de los poderosos, siempre lo hacía con mucha mesura, y decía por ejemplo:
—¡Hombre, no! ¡Esto no! Esto es un abuso y una indignidad, y no puede ser.
Entonces se ponía su túnica de profeta, cogía su cayado con empuñadura de plata que había comprado en una joyería de Nínive verdaderamente esplendorosa que se llamaba Tiffany’s, y era mayor y estaba mejor surtida que el mejor bazar de toda Babilonia, y así se sentía con mayor seguridad en sí mismo para ir a donde tuviese que ir de ordinario, naturalmente, a ver a sátrapas o a sus cortesanos que habían ordenado o cometido aquellos desaguisados. Y a veces estos sátrapas y cortesanos le recibían, y otras no. Algunas veces incluso pasó desde la sala de audiencia de ellos a un calabozo, y allí quedaba encerrado un tiempo, y otras le oían como si oyeran llover. Pero un día, en Nínive, hacía algunas lunas, le detuvieron unos esbirros en la calle misma, simplemente porque no tuvo la suficiente prudencia, y cuando todo el mundo decía que corría una brisa muy fresca e incluso bastante fría, Jonás comentó sin pensárselo dos veces:
—Pues esto en mi pueblo se llama aire solano y bochornoso.
Nunca lo hubiera dicho. Enseguida vio el espanto en el rostro de los que estaban con él, y uno de ellos le reconvino:
—¿Es que no sabes que el sátrapa ha dicho que hace un día muy frío, y hemos llegado a un consenso en cuanto lo ha dicho? ¿Cómo te atreves a mover la lengua de otro modo?
Y Jonás ya había comenzado a pedir excusas, pero no encontraba bien las palabras adecuadas para decir que efectivamente aquel viento solano era más bien fresco, cuando se presentaron dos esbirros, y, en cuanto se enteraron de lo que Jonás había dicho, le ordenaron de mal temple que se fuera de la ciudad inmediatamente, y no volviera por allí, para nada, nunca jamás.
—O te flagelaremos con juncos llenos de nudos.
—O te asaremos a una parrilla como a un cordero.
—O te despellejaremos.
Y Jonás contestaba:
—¡Hombre, no! ¡No lo decís en serio!
Echaron mano de él entonces de muy malos modos, y le retorcieron el brazo; y además se hizo un esguince en un tobillo cuando salió corriendo ya de la muralla para afuera, al tropezar con un pedrusco. Así que, cuando estaba a cierta distancia, alzó su mano derecha haciendo un puño, se besó el pulgar y dijo:
—¡Pues punto y raya con esta Nínive de las fosas nasales! ¡A mí ya como si baja fuego del cielo y deja a este maldito poblachón como la palma de la mano!
Luego, algunas gentes aseguraron que Jonás en realidad había dicho «esta Nínive de las narices», pero que enseguida se corrigió a sí mismo porque era muy bien hablado, un poeta realmente, e incluso lo de las fosas nasales lo encontró más tarde de mal gusto, y explicaba que casi prefería lo de la nariz en singular, porque narices bonitas había. Aunque, cuando le dolía el brazo y cojeaba, volvía a decir lo de «esta Nínive de las narices».
—¿Y esa túnica púrpura y ese bastón de plata tan bonitos que se compró en Nínive, señor Jonás? —le preguntaban cuando oían que se le escapaba ese exabrupto al hablar de Nínive.
—Es que esta maravilla no la han hecho los ninivitas. Este bastón es egipcio, y esta empuñadura de plata semeja una caña. ¿De dónde iban a poner los de Nínive una peonía o un papiro en un bastón? Ésos son muy absolutos, y sólo labran figuras de culebras y bestias feroces.
Y matizaba que, aunque los israelitas también trabajaban muy bien la plata, tenían tendencia al minimalismo[1], y las cosas eran siempre lisas. ¿Cómo no iba a decidirse por aquella maravilla egipcia, necesitando como necesitaba un bastón?
Pero éste y otros incidentes de su oficio de profeta habían ocurrido muchos años atrás, y, ya fuera porque Jonás había dejado prácticamente el oficio, o porque todo iba bien, y las primaveras, los veranos, los otoños y los inviernos del futuro no ofrecieran ninguna cosa digna de mención a sus ojos, salvo un eclipse de luna que predijo pero que luego no se pudo ver porque esa noche estuvo llena de nubarrones, su vida siguió desarrollándose pacífica y tranquilamente. O hasta cierto punto por lo menos, porque desde el asunto de la compra del bastón en Nínive, y del brazo retorcido, y el esguince en la huida, las relaciones entre Jonás y su mujer estaban algo tensas, o, más bien, aunque fueran normales, se encrespaban de repente, en cualquier momento, con el recuerdo de lo que había ocurrido a propósito de estas cuestiones. Primero, por el asunto del bastón, porque el hecho fue que Jonás había ido a Nínive entonces a algunos asuntos, y de repente, según había asegurado, se le había ocurrido comprar unos pendientes o un dije para su mujer Micha, e incluso un velo de color azul índigo; pero ya en Nínive, apenas había andado unos pasos por el centro, lo primero que vio fue aquel bastón de empuñadura de plata como el de los faraones, y una túnica de color púrpura realmente majestuosa, y ¿acaso no necesitaba él todo eso precisamente para aparecer como un profeta respetable? Era realmente una obligación profesional comprarlo, y entró en Tiffany’s, y luego en la otra tienda de telas de mercaderes de más allá de las montañas que tenían todos los secretos de la textura y el teñido, y los compró.
Luego vio otras muchas mercaderías por todas partes, y se decidió, en fin, a comprar unos pendientes de lapislázuli, que eran un elefantito con los ojos rojos, y un chador de seda blanco como la nieve para Micha, y los días que estuvo en Nínive, yendo de acá para allá, porque la ciudad había ensanchado mucho y se tardaba en recorrer tres días, los dedicó a componer, en la biblioteca, un poema para ella, como para dar lustre y sabor personal a los otros regalos, que así ganarían mucho; y al fin volvió tan contento.
Cuando llegó a casa y los desenvolvió, la alegría de Micha fue enorme. Enseguida se puso los pendientes y se probó el chador frente a un espejo, y comenzó a hacer aspavientos acerca de lo hermosos que eran, le echó a Jonás los brazos al cuello, le dio un beso, y le dijo que era el mejor esposo del mundo.
—Pues todavía hay más —dijo Jonás.
—¿Más?
Entonces sacó Jonás un papiro de un bolsillo, pidió a Micha que se sentase y escuchase, y leyó:
Yo he conquistado tus jugosos labios,
yo he conquistado tus hermosos ojos,
he conquistado tu pubis,
he saltado el jardín de la luna,
y talado el árbol de la luz del día.
Micha escuchó con los ojos entornados, y luego los abrió y dijo
—Es una maravilla. ¡Gracias!
Tomó el papiro de manos de Jonás, se quitó el chador y los pendientes, y dijo que, de momento, iba a guardarlos en su cosero de ébano. Y luego comerían, porque él debía de estar hambriento del viaje, y luego dormirían juntos mucho tiempo, pero no debajo de la sombra del ricino, que era donde se acostaba Jonás a dormir la siesta, sino en el lecho de alcatifas de seda.
—¿Y ese bulto? —preguntó de repente Micha, viendo un envuelto que Jonás había dejado junto a la puerta al entrar.
—Es que compré un par de cosas que necesitaba.
Jonás lo desenvolvió con mucho tiento, como si fuese vidrio lo que estaba descubriendo, y allí aparecieron el hermoso bastón y la hermosa túnica.
—¿Y esto? —preguntó Micha.
Jonás explicó lo necesarias que eran ambas cosas para su dignidad y honorabilidad de profeta.
—¡Ya! —contestó Micha—. Y el bastón tenía que ser de Tiffany’s precisamente, y de plata; y la púrpura, de los mercaderes de más allá de las montañas, según veo por las etiquetas.
Calló un instante, y añadió:
—Pero los pendientes y el chador seguro que te los encontraste en un mercadillo en la calle.
—¿Y el poema? —preguntó Jonás.
—¿Qué poema?
—¿Cómo que qué poema, si lo acabas de escuchar, y acabas de decir que es maravilloso?
—En realidad, querido —dijo Micha—, me dejé llevar por una actitud crítica impresionista, pero, si aplicamos al poema cualquier método de crítica objetiva[2], resulta una mierda. Y, lo que es peor, es un plagio intolerable de un poema obsceno.
Jonás se quedó perplejo, porque hacía años que no había oído decir a su mujer palabras tan atrevidas y contundentes. Y mucho más porque, a seguido, Micha le dijo que, si tenía hambre, podía encontrar todavía sobras de la cena de ella de la noche anterior, y, si tenía sueño, podía sacarse sus alcatifas a la sombra del famoso ricino, que cualquier día, por lo demás, iba a mandar que lo cortasen porque ya estaba harta de que estuviese allí como un quitasol barato, cuando en todas las casas que se preciaban había hamacas de seda colgadas de los troncos o ramas de los árboles, y bajo la sombra de un quitasol de papiro, que a veces llevaba un pájaro de oro en el remate como en Nínive; y luego lanzó Micha una sonrisa sardónica sobre Jonás, y calló.
Calló en realidad durante setenta y siete semanas con sus días y sus noches. Si Jonás la hablaba, era como si hablara con las paredes, y nunca ella le dirigió la palabra. Hizo un atado con el chador y los pendientes, y algunos retales de tela que había por la casa, y dijo en voz alta a las esclavillas, para que Jonás lo oyera bien, que aquel envuelto era para la basura, aunque las esclavillas y ella eran uña y carne, y sólo con mirarse sabía lo que querían decir con lo que decían, aunque las palabras dijesen lo contrario; y, finalmente, rompió el papiro con el poema en mil pedazos. Y, cuando Jonás salió el primer día con su túnica de púrpura y el bastón de plata a la calle, oyó que Micha decía a esa misma esclavilla que le miraba con ojos admirativos:
—¡Nosotras a lo nuestro, a lo que estamos haciendo! ¿Es que no has visto nunca a un presumido satisfecho de sí mismo?
Y pegó luego un portazo.

José Jiménez Lozano
El viaje de Jonás

Como en algunas de sus narraciones anteriores, José Jiménez Lozano recrea aquí, a modo de fábula, una historia bíblica que reluce con la luz y los colores del antiguo Medio Oriente.
Jonás, que estuvo en Nínive y en el estómago de una ballena, hace, en estas páginas, mucho más que siete leguas de viaje terrestre y submarino, o hasta astral, por muchos mundos; pero él, y los otros personajes de la narración, nos hablan en realidad, y con mirada irónica, y divertida, y también profundamente seria, de nosotros mismos, y de nuestro mundo de ahora. Y el autor nos lo cuenta con la misma intensidad literaria de siempre.

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