CORO. Diez años
desde que el magno adversario de Príamo, —el noble Menelao y Agamenón, potente
junta de los Atridas, por Zeus honrados con doble cetro y trono, lanzaron a la
mar, desde esta tierra argiva, escuadra con sus mil navios —expedición armada,
de castigo— lanzando con poderosa voz, desde el fondo del pecho, el grito de
«¡Guerra!», como buitres que, en solitario dolor por sus polluelos, revolotean
en torno de su nido bogando con los remos de sus alas, perdido sin remedio ya el
trabajo de proteger el nido de sus crías. Pero un dios, en la altura, —¿un
Apolo, quizás, un Pan, o un Zeus acaso?— al escuchar los gritos de esas aves
avecindadas en su reino, contra el culpable envía unas Erinias, tardía
vengadora. De igual modo, el prepotente Zeus hospitalario contra Alejandro
manda a los hijos de Atreo, y por una mujer de muchos hombres dispónese a
imponer a dánaos y a troyanos igualmente numerosos combates que extenúan los
miembros, rota la pica en el primer asalto la rodilla apoyada ya en el polvo.
Todo está como está
y acabará tal como fue fijado: ni avivando la llama por debajo ni el aceite
vertiendo por arriba si rehúsan las víctimas el fuego nadie podrá acallar furia
inflexible.
Nosotros,
incapacitados por la vejez de nuestro cuerpo, de esta acción vengadora
descartados, aquí quedamos, guiando con el báculo nuestro vigor de niños: el
ímpetu mozuelo que late en sus entrañas es igual al del viejo: Ares no está en
su puesto.
Y la vejez extrema,
su follaje agostado, marcha sobre tres pies, y no más fuerte que un niño, cual
espectro en plena luz del día, va de acá para allá.
Esquilo
Orestíada