Gerard dijo enérgicamente:
—Hora de irse. Dejaré un sobre para el asistente de Levsquit.
A Rose le habría gustado volver a Londres con Gerard, pero había llevado su coche, en parte porque Gerard había dicho que iba a llevar a Jenkin, y en parte porque ella quería tener la opción de irse antes si se hubiera sentido cansada. Recogió el abrigo, que había dejado en el dormitorio de Levsquit. Hicieron una limpieza rápida y superficial de la estancia, sin poner verdadero empeño. Bajaron las escaleras, cruzaron el claustro y caminaron bajo la cálida luz del sol, rodeados por el ensordecedor coro de aves y el fuerte canto del cuco.
Gulliver estaba teniendo un sueño maravilloso. Una chica preciosa, de ojos negros, enormes y oscuros, pestañas largas y espesas, y boca húmeda y sensual, se inclinaba hacia él. Sintió su aliento cálido y dulce cuando los suaves labios de la chica tocaron su mejilla y su boca. Se despertó. Había una cara junto a la suya, y unos ojos negros y preciosos le devolvían la mirada. Un ciervo que se había topado con aquel bulto ovillado al pie de un árbol le había acercado su hocico negro y húmedo. Gulliver se incorporó de golpe. El ciervo retrocedió, le dedicó una última mirada y se alejó con un trote digno. Gulliver se frotó la cara, que el ciervo había humedecido con su hocico. Se puso en pie. Se encontraba fatal, y su aspecto era el fiel reflejo del malestar que sentía. Echó a caminar. Estaba tan mareado que veía luces brillantes danzando a su alrededor y una especie de jeroglíficos negros cuando miraba hacia los lados.
Iris Murdoch.
El libro y la hermandad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario