VERO dei Pranzi se dirigió hacia donde tenían los suyos atado a un roble a Fanto Fantini della Gherardesca, y durante largo rato contempló a este en silencio. Vero se había puesto sus mejores ropas, con cintas de colores en la esclavina, y llevaba tras él a uno de sus pajes, dándole aire en la amolletada y colorada nuca. Era casi enano, mofletudo de rostro, estrecho de frente bajo la que, pasando un selvático bosque de cejas, se hundían unos ojos negros que las más de las veces miraban coléricos. Los brazos, en demasía largos, le llegaban hasta las rodillas, balanceándolos al andar, con lo cual parecía que marchaba tordeando un borracho. Le hacían zapatos de tacón doble en Bolonia, y para dar más alto, usaba además sombrero de pico con plumas, una moda que trajo a Italia aquel inglés Giovanni Acutto. Que anduvo con Catalina de Siena en las batallas que devolvieron el papa a Roma desde su palacio de Aviñón. Vero dei Pranzi era un capitán de reconocida dureza, cruel en los saqueos, generoso con sus soldados, sufriendo con ellos la aspereza del campo, pero sin ahorrarles la muerte. Vero mismo podía exhibir una docena larga de cicatrices. Se decía que estaba casado en tres lugares diferentes. Andaría por los cuarenta años. Los suyos habían entrado, nocturnos, en una granja, a robar un ternero para asarlo en el campo, que era dos días después la fiesta de San Crisógono de Aquilea, que es santo a la jineta, y tropezaron con Fanto, que iba secreto a Borgo San Sepolcro, y dormía a pierna suelta. Nito había llevado, en Lionfante, al can Remo, a que le curasen unas anginas en Parma, y el capitán estaba solo, que dejara su gente en Rávena, en cuarteles de invierno venecianos. Fanto amaba pasar, cuando podía, en su ciudad natal los últimos días del otoño, no regresando a sus tropas hasta que cataba el vino nuevo.
—Corren por ahí noticias, amigo Fanto —dijo Vero al prisionero—, de que has hecho dos canciones, una en la que alabas la hermosura de tu dama en un campo, en mayo, despidiéndote para la guerra, y otra en la que comparas tu vida con las hojas del bosque en otoño, que el viento lleva de aquí para allá. Busca en tu memoria la primavera pasada, porque otra ya no verás. ¿Por dónde andabas?
Fanto recordó, y sonrió.
—Por Adria, cabalgando por caminos entre cerezos, pasando el río de Julieta por vados en cuyas orillas florecía el manzano, cargando en Copparo contra los señores de Guastalla, y haciendo paces por Venecia en el claro de una robleda, en Carpi, donde nos saludó el cuco. Florecían las viñas, y los prados de Viadana eran una alfombra verde bordada en oro y carmesí.
—No verás otra, Fanto. Tengo para ti en los montes más allá del Paso della Cisa, una torre cuadrada. Antes, pasaba a sus pies un río que iba tumultuoso al Secchia, pero lo desviaron los duques de Módena para hacer leguas abajo, y a media jornada de su ciudad, un jardín de septiembre. La torre se llama Aquilasola. Y habiéndose ido el agua, todo el país es de tierra arenisca donde no nace una hierba. No volverás a ver verde en tu vida. Ya no hay prados en la vallina, y han muerto los chopos de la ribera. ¡Tierra rojiza, arenisca, tierra y solamente tierra! Te dejaremos allí con víveres para un mes. Oveja salpresa, claro, y un jarro de agua que administrarás prudentemente.
Vero rió, rieron los suyos.
—Las propias ratas abandonaron Aquilasola, Fanto, por ir a cualquier lugar de fuentes.
VIDA Y FUGAS DE FANTO FANTINI DELLA GHERARDESCA
Álvaro Cunqueiro
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