Merlín en Carmarthen
Un amigo que no quiere decirme su nombre, me envía un recorte de «L’Osservatore Romano» del 23 de septiembre en el que figura una fotografía del famoso roble de Merlín en la pequeña villa galesa de Carmarthen y se comenta la polémica entablada entre el concejo municipal carmarthiano y el ministro de Transportes del Gobierno británico, Mr. Marples. Éste, por facilitar el tráfico automovilista, quiere que el roble —un muñón hueco, una cachopa de la que por milagro sale una rama viva, única, que en mayo se cubre de hojas—, sea arrancado de su asiento, en el cruce de dos carreteras. El concejo municipal de Carmarthen le recuerda al ministro que Merlín ha profetizado que el día que aquel roble sea abatido, muerte y destrucción vendrán sobre Gales y el universo mundo, y pruebas terribles se abatirán sobre el reino de Bretaña. Mr. Marples puede objetar que el universo mundo ya ha conocido mucha más muerte y destrucción que la que ha podido profetizar Merlín sentado en odres llenos de agua de fuente virgen, en la que ningún humano bebió, y que el reino de Bretaña ya no lo hay. Se podrá aceptar la primera proposición, pero se podrá responder a la segunda con Gaufrido de Monmouth en su Historia Britonorum, y con Las Crónicas de Raphael Holinshed, que el actual Reino de la Gran Bretaña es continuación del reino de Arturo —rey perpetuo y futuro—, que como es sabido, y desde los días mismos de Merlín, está en figura de cuervo en la isla de Avalón, y un día regresará vistiendo espléndida armadura a recobrar su corona. Los concejales de Carmarthen, por mayoría, han decidido mantener el roble de Merlín, aunque ello suponga que los coches den un rodeo o amengüen su velocidad y que los progresistas de la villa les llamen ridículos paganos, reaccionarios y supersticiosos, y alrededor del viejo tronco han construido un sostén de cemento coronado por una verja de hierro. El ministro Mr. Marples, afortunadamente, y por la completa legislación galesa, no tiene poder para hacer quitar el tronco, ni aun usando la Ley de los Tres Vellones, que rige en Gales —es decir, en Gaula, ¡oh, Amadís!—, desde antes del año mil.
El roble de Carmarthen es todo lo que queda de la famosa selva de Llwyddccroth —Lidanda de las setenta encrucijadas, cabalgada en las mañanas artúricas por los famosos paladines— Un grabado de un famoso manuscrito que se halla en la Folger Shakespeare Library, de Nueva York, nos muestra el roble de Carmarthen, cuando ya había desaparecido la selva y aún no había sido fundada la villa, y en el tiempo de la siembra del centeno venían a él, a convidarse con el menudo y oscuro grano que caía en el surco, desde Avalón, el gran Arturo y sus irreprochables compañeros. Ahí están, cuervos de agria parla y brillantes alas. En este tronco apoyó su frente al sabio Merlín cuando declamó sus siempre cumplidas profecías y lo puso por testigo ante los siglos. Es, por otra parte, un roble célebre en la filosofía de la mitología. Mircea Elíade lo pone como ejemplo del famoso «mito del centro» —de esos mágicos objetos sobre los cuales descansa, viga de oro, árbol de los gasikas, cuernos del toro Uznul, etc., el Cosmos, el Buen Orden—, y hay que pensar muy seriamente si al arrancarlo o al cambiarlo de sitio, no provocaremos una grande e inútil catástrofe, y se derrumbarán sobre los mortales y sus reinos efímeros —los peritura regna—, los siete cielos con todas sus lámparas. Y punto final. Y tengo que decir que me alegra que el periódico vaticano se haya preocupado de la cuestión, que no es trivial.
NOTICIA VARIA DE LUGARES Y CIUDADES
Álvaro Cunqueiro
Viajes imaginarios y reales
Leyendo a Álvaro Cunqueiro todo se resuelve en viajar, pues él es amable guía, propicio siempre a conducirnos por los inabarcables territorios de su sabiduría e imaginación. «Viajamos con nuestras imaginaciones y recuerdos», escribe, «y lo que vamos creando o soñando son memorias y nostalgias. Quizá sea verdad que el fin último de toda cultura es la invención y la melancolía». Si así fuera, tendríamos que reconocer en Cunqueiro al hombre culto por excelencia, incomparable en el arte de fundir un insólito caudal de conocimientos a un talante cordial y humanístico, que hace de sus artículos piezas ejemplares de precisión y amenidad.
El viaje entendido como recorrido de la fantasía, el viaje entendido como experiencia intelectual, cobra en el gran polígrafo gallego una envergadura extrovertida, deliciosamente extravagante, y ello sin caer nunca en la erudición, pues, como el propio Cunqueiro escribe, «yo no soy un erudito, por eso pido perdón si alguna vez me encuentran como tal; a mí lo que me gusta es contar llano y seguido, fantástico y sentimental a la vez; lo que pasa es que a veces está uno distraído».
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