05 septiembre 2021

5 de septiembre

Morrel e hijos

El que hubiera abandonado Marsella algunos años antes, conociendo a fondo la casa de Morrel, y hubiese vuelto en la época a que hemos llegado con nuestros lectores, la habría encontrado muy cambiada.

En vez de ese aroma de vida, de felicidad y de holgura que exhalan, por decirlo así, las casas en estado próspero, en lugar de aquellos alegres rostros que se veían detrás de los visillos de los cristales, en vez de aquellos corredores atareados que cruzaban por los pasillos con la pluma detrás de la oreja, en vez de aquel patio lleno de fardos, retumbando a los gritos y a las carcajadas de los mozos, hallara a primera vista un no sé qué de triste, un no sé qué de muerto.

En aquellas oficinas sólo quedaban dos de los numerosos empleados. Uno era un joven de veintitrés o veinticuatro años, llamado Manuel Raymond, que enamorado de la hija de Morrel, permanecía en el escritorio, a pesar de todos los esfuerzos que hacía en contrario su familia. El otro era un viejo empleado en la caja; llamábase por apodo Cocles, apodo que le habían dado los jóvenes que en otro tiempo henchían aquella casa poco menos que desierta, y apodo en fin, que había sustituido tan por completo a su propio nombre, que según todas las probabilidades no habría vuelto ahora la cabeza si le llamaran por aquél…

Cocles permanecía al servicio del señor Morrel, habiéndose verificado en la situación de aquel hombre un cambio muy singular. Había ascendido a cajero y descendido a criado. No por esto dejaba de ser siempre el mismo Cocles, bueno, leal, sufrido, pero inflexible en cuanto a la aritmética, en lo cual se las tenía tiesas hasta con el mismo señor Morrel, aunque no conociese otra teoría que su tabla de Pitágoras, que se sabía de memoria, ya de corrido, ya salteado, y a pesar de cuantas artimañas se emplearan para hacerle cometer un error.

Cocles era el único que se mostraba impertérrito en medio de la general desgracia que pesaba sobre la casa de Morrel, pero no se juzgue mal de esta impasibilidad, que no era falta de cariño, sino todo lo contrario, una convicción invencible.

Así como las ratas, que según dicen, van abandonando poco a poco el buque sentenciado de antemano por las borrascas a irse a pique, así como estos animales egoístas cuando leva el ancla ya lo han abandonado del todo, así la turba de agentes y corredores que vivía de la casa del armador, habían ido poco a poco desertando del despacho y de los almacenes como ya se ha dicho, pero Cocles los vio marcharse sin pensar siquiera en la causa. Todo en él, repetimos, se reducía a cuestión de números, y como en los veinte años que llevaba en el escritorio de Morrel había visto siempre efectuarse los pagos con tanta exactitud, no comprendía que pudiera faltar aquella exactitud, ni suspenderse aquellos pagos, como el molinero que posee un molino en un río muy caudaloso no comprende que pueda secarse el río. Hasta la fecha, en efecto, nada había podido destruir la creencia de Cocles. Los pagos del fin del mes anterior se efectuaron con rigurosa puntualidad. Cocles había rectificado una equivocación de ochenta sueldos cometida por el naviero contra su bolsillo, y el mismo día se los había devuelto. Morrel, con una sonrisa melancólica, los tomó y los echó en un cajón casi vacío, diciéndole:

—Bien, Cocles: sois el non plus ultra de los cajeros.

Y Cocles se marchó reventando de orgullo, porque un elogio del señor Morrel, el non plus ultra de los hombres honrados de Marsella, lo apreciaba más que una gratificación de cincuenta escudos.

Pero desde ese fin de mes tan glorioso, había pasado el señor Morrel horas muy crueles. Para atender a aquellos pagos agotó todos sus recursos, y hasta había hecho personalmente un viaje a la feria de Seaucaire a vender algunas alhajas de su mujer y de su hija y una parte de su plata, temeroso de que el recurrir en Marsella a tales extremos hiciera dar por segura su ruina. Con tal sacrificio pudo salir del apuro la casa de Morrel, pero la caja quedó completamente exhausta.

Con su habitual egoísmo, el crédito iba alejándose de ella por los rumores que circulaban, y para hacer frente a los cien mil francos del señor de Boville a mediados del mes actual, y a otros cien mil que iban a vencer el 15 del mes siguientes, no contaba en verdad el señor Morrel sino con la vuelta del Faraón, cuya salida había anunciado un buque que acababa de llegar, y que había salido al propio tiempo que él.

Pero la llegada de este buque, procedente, como El Faraón, de Calcuta, fue quince días atrás, mientras que del Faraón no se tenía noticia alguna.

Este era el estado de la casa de Morrel e hijos, cuando en la misma mañana en que hemos dicho ajustó con el señor de Boville su importantísimo negocio el agente de Thomson y French, de Roma, se presentó en casa del señor Morrel.

Manuel salió a recibirle, y como toda cara nueva le asustaba, porque en cada cara nueva veía un nuevo acreedor que inquieto por la fortuna de la casa venía a sondear al comerciante, Manuel, repetimos, quiso evitar esta visita al señor Morrel, e hizo mil preguntas al recién venido, el cual le manifestó que nada podía decir al señor Manuel, pues necesitaba entenderse con el señor Morrel en persona.

Llamó el joven suspirando a Cocles, que apareció al punto, recibiendo la orden de llevar al extranjero al gabinete del naviero. Cocles salió y el extranjero le siguió.

En la escalera tropezaron con una joven muy linda, de dieciséis a diecisiete años, que miró al extranjero con visible inquietud. Cocles no reparó en esta mirada, pero sí, al parecer, el extranjero.

—El señor Morrel está en su despacho, señorita Julia, ¿no es verdad? —le preguntó el cajero:

—Sí…, creo que sí —respondió la joven vacilando—. Cercioraos antes, Cocles, y si está, anunciad a este caballero.

—Será inútil anunciarme, señorita; el señor Morrel no conoce mi nombre —respondió el inglés—. Este caballero sólo tiene que decir que soy el comisionista principal de la casa Thomson y French, de Roma, con la cual está en relaciones la de vuestro padre.

La joven se puso pálida y siguió bajando, mientras Cocles y el extranjero seguían subiendo. Ella entró en el despacho de Manuel, y Cocles, con una llave que poseía para entrar a todas horas en el de su amo, abrió una puerta situada en un rincón del rellano del piso segundo, condujo al extranjero a una antesala, abrió otra puerta, que volvió a cerrar detrás de sí, y dejando un instante a solas al comisionado de la casa de Thomson y French, regresó al punto, haciéndole señas de que podía entrar.

Halló el inglés al señor Morrel sentado delante de una mesa, palideciendo al contemplar las columnas de números de su pasivo.

Al ver al extranjero, cerró el señor Morrel el libro de caja y se levantó para acercar una silla; luego que le vio sentado, se volvió él también a sentar.

Catorce años habían cambiado al digno negociante a quien conocimos de edad de treinta y seis al principio de esta historia. Ahora frisaba en los cincuenta; sus cabellos habían encanecido, su frente, poblada de melancólicas arrugas, y su mirada, en otro tiempo tan firme, era a la sazón irresoluta y vaga, como si temiera a cada momento verse obligado a bajarla ante una idea o ante un hombre.

El inglés lo contempló con un sentimiento de curiosidad mezclado de interés.

—Caballero —le dijo Morrel, a quien parecía molestar el examen de que estaba siendo objeto—. Caballero, ¿deseáis hablarme?

—Sí, señor. Sabéis de parte de quién vengo, ¿no es verdad?

—De parte de la casa Thomson y French, según me ha dicho mi cajero.

—Os ha dicho la verdad. En todo este mes y el próximo necesita la casa de Thomson y French pagar en Francia unos cuatrocientos mil francos, y conociendo vuestra probidad, ha reunido todo el papel que corría vuestro, encargándome que lo hiciera efectivo a medida que venciera.

Morrel exhaló un profundo suspiro y se pasó la mano por la frente, cubierta de sudor.

—¿Entonces tenéis pagarés míos? —preguntóle al inglés.

—Sí, caballero, pagarés que importan una suma considerable.

—¿Cuánto? —preguntó Morrel con acento que en vano quería que pareciese firme.

—Ahí los tenéis —respondió el inglés sacando un legajo de su bolsillo—. Aquí tenéis un endoso de doscientos mil francos hecho a nuestra casa por el señor de Boville, inspector de cárceles. ¿Reconocéis deber esta cantidad al señor de Boville?

—Sí, caballero. Son unos fondos que colocó en mi casa al cuatro y medio por ciento hará pronto cinco años.

—¿Y debéis reembolsársela…?

—La mitad el 15 de este mes, y la otra mitad el 15 del próximo.

—Muy bien. Ved ahora valores importantes: treinta y dos mil quinientos francos, pagaderos a fin de este mes. Son pagarés vuestros que nos han traspasado sus tenedores.

—Los reconozco —dijo Morrel, poniéndose colorado de vergüenza al pensar que por primera vez en su vida no podría hacer honor a su firma—. ¿Es esto todo?

—No, caballero, que tengo aún unos cincuenta y cinco mil francos, traspasados a nuestra casa por las de Pascal y Wild y Turner de Marsella. Importan estas sumas doscientos ochenta y siete mil quinientos francos.

Era indescriptible lo que estaba sufriendo en aquellos momentos el pobre Morrel.

—¡Doscientos ochenta y siete mil quinientos francos! —repitió maquinalmente.

—Sí, señor —repuso el comisionista—. Ahora, pues —prosiguió después de una breve pausa—, no debo ocultaros, señor Morrel, que aun reconociendo vuestra probidad sin tacha hasta el presente, dícese por Marsella que no estáis en disposición de hacer frente a vuestros créditos.

A esta salida casi brutal, palideció Morrel.

—Caballero —dijo—, hasta el presente, y hace ya veinticuatro años que recibí la casa de manos de mi padre, que a su vez la había regentado treinta y cinco, hasta el presente ni una firma de Morrel e hijos se ha desairado en mi caja.

—Ya lo sé —respondió el inglés—, pero habladme de hombre honrado a hombre honrado: ¿pagaréis éstas con la misma exactitud?

Morrel se estremeció, mirando al que le hablaba así con una firmeza que antes no había tenido.

—A preguntas hechas con tal franqueza hay que responder necesariamente de la misma manera. Caballero, pagaré si mi buque llega sano y salvo, como espero, pues con su llegada recobraré el crédito que me han quitado las desgracias de que he sido víctima, pero si me faltase El Faraón, si me faltase mi último recurso…

Las lágrimas se agolparon a los ojos del desdichado armador.

—¿De modo que si os faltase ese último recurso…? —le preguntó su interlocutor.

—Pues bien —repuso Morrel—, mucho me cuesta decirlo…, pero acostumbrado ya a la desgracia, necesito acostumbrarme también a la vergüenza… Pues bien…, me parece que me vería en la precisión de suspender los pagos…

—¿No contáis con amigos que puedan ayudaros en esta ocasión?

Morrel se sonrió con tristeza.

—Bien sabéis, caballero —contestó—, que en el comercio no hay amigos, sino socios.

—Es cierto —murmuró el inglés—. ¿Luego no tenéis más que una esperanza?

—Una sola.

—¿Que es la última?

—La última.

—De suerte que si os sale defraudada…

—¡Estoy perdido, caballero, completamente perdido!

—Cuando yo me dirigía a vuestra casa, entraba un buque en el puerto.

—Ya lo sé. Un joven que me ha permanecido fiel, a pesar de mi desgracia, pasa mucha parte del día en un mirador de esta casa, con la idea de poder traerme alguna buena noticia. Por él me enteré de que había llegado ese navío.

—¿Y no es el vuestro?

—No, es La Gironda, buque bordelés, que viene también de la India, como el mío.

—Tal vez haya visto al Faraón y os traiga noticias suyas.

—¿Queréis que os diga una cosa, caballero? Casi tanto temo saber noticias de mi bergantín, como estar en incertidumbre… la incertidumbre encierra algo de esperanza.

Luego añadió el señor Morrel con voz sorda:

—Esta tardanza no es natural. El Faraón salió de Calcuta el 5 de febrero, hace más de un mes que debía haber llegado.

—¿Qué es eso? —dijo el inglés aplicando el oído—. ¿Qué es ese barullo?

—¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¿Qué ocurrirá ahora? —exclamó Morrel, palideciendo.

En efecto, en la escalera se oía un ruido extraordinario, gentes que iban y venían y hasta lamentos y suspiros. Levantóse Morrel para abrir la puerta, pero le faltaron las fuerzas, y volvió a caer sobre su sillón. Los dos hombres estaban frente a frente. Morrel temblando de pies a cabeza, el extranjero mirándole con profunda compasión. Aunque había cesado el ruido, Morrel al parecer aguardaba alguna cosa. En efecto, el ruido debía tener su causa y además un resultado. Al extranjero le pareció oír que subían muy quedito la escalera, y que los pasos, que eran como de muchas personas, se paraban en el descansillo.

Alguien introdujo una llave en la cerradura de la primera puerta, cuyos goznes se oyeron rechinar.

—Sólo dos personas tienen la llave de esa puerta: Cocles y Julia —murmuró el naviero.

Al mismo tiempo abrióse la segunda puerta, apareciendo la joven, pálida y bañada en llanto. Morrel se levantó temblando de su asiento, teniendo que apoyarse en el brazo de su sillón para no caer. Quería preguntar, pero le faltaba la voz.

—¡Oh, padre mío! —dijo la joven juntando las dos manos—, perdonad a vuestra hija el ser portadora de una triste nueva.

Morrel palideció intensamente y Julia se echó en sus brazos.

—¡Oh, padre mío! ¡Padre mío! —murmuraba—. ¡Valor!

—¿De modo que El Faraón se ha perdido? —balbuceó Morrel.

La joven no respondió, pero con la cabeza, que reclinaba en el seno de su padre, hizo una señal afirmativa.

—¿Y la tripulación? —inquirió Morrel.

—Se ha salvado —respondió la joven—. La ha salvado el navío bordelés que acaba de llegar.

El bueno del señor Morrel levantó las manos al cielo, con un sublime ademán de gratitud y resignación.

—¡Gracias, Dios mío! —exclamó—. Al menos sólo me herís a mí con este golpe.

No obstante su impasibilidad, el inglés se sintió afectado por la escena; una lágrima humedeció sus ojos.

—Entrad —añadió Morrel—, entrad, pues me presumo que estáis todos a la puerta.

En efecto, pronunciadas apenas estas palabras, apareció sollozando la señora Morrel, seguida de Manuel. En el fondo de la antecámara se percibían las rudas facciones de siete a ocho marineros medio desnudos.

La vista de estos hombres hizo estremecerse al inglés. Dio un paso como para salirles al encuentro, pero se detuvo, ocultándose, por el contrario, en el rincón más oscuro del gabinete. La señora Morrel fue a sentarse en el sillón, cogiendo una de las manos de su marido, mientras Julia reclinaba la cabeza sobre el pecho de su padre. Manuel se había quedado en medio de la estancia, como lazo que uniese a la familia de Morrel y a los marineros de la puerta.

—¿Cómo sucedió? —preguntó el naviero.

—Acercaos, Penelón —dijo el joven—, y contadnos cómo ocurrió la desgracia.

Un marinero viejo, tostado por el sol del ecuador, adelantóse dando vueltas entre sus manos a los restos de su sombrero.

—Buenos días, señor Morrel —dijo, como si hubiera salido de Marsella la víspera o si llegase de Aix o de Tolón.

—Buenos días, amigo —contestó Morrel, no pudiendo menos de sonreírse, a pesar de sus lágrimas—. Pero ¿dónde está el capitán?

—Por lo que al capitán se refiere, señor Morrel, se ha quedado enfermo en Palma, pero si Dios quiere, aquello no será nada, y dentro de pocos días le veréis volver tan bueno y sano como vos y como yo.

—Está bien… Hablad ahora, Penelón.

Penelón mudó la mascada de tabaco del carrillo derecho al carrillo izquierdo, púsose la mano sobre la boca, volvió la cabeza para arrojar a la antesala una gran dosis de saliva negruzca, adelantó una pierna y contoneándose dijo:

—Poco antes del naufragio, señor Morrel, estábamos así como quien dice entre el cabo Blanco y el cabo Bojador, con una buena brisa sudsudoeste tras ocho días de calma y contraventeo, cuando el capitán Gaumard se me arrima, porque yo estaba en el timón, y me dice: «Compadre Penelón, ¿qué me dices de aquellas nubes que se van formando allá abajo?».

»Justamente yo las atisbaba en aquel momento.

—¿Lo que yo os digo, capitán? Pues creo que suben más de prisa que lo que deben y que son más negras que lo que conviene a nubes de buena intención.

—Yo también opino lo mismo —me respondió el capitán—, y voy a tomar mis precauciones. Tenemos muchas velas para el viento que correrá pronto… ¡Atención! ¡Eh! ¡Cerrad las escotillas! ¡Halad los foques!

»Ya era tiempo. No bien se había ejecutado la orden, cuando el aire se nos echó encima, poniendo al buque de costado.

—Bueno —dijo el capitán—, todavía tenemos mucha vela. ¡Carga la grande!

—Seis minutos más tarde estaba cargada la vela mayor, y navegábamos con la mesana, las gavias y los juanetes.

—¿Qué es eso, compadre Penelón? —me dijo el capitán—. ¿Por qué mueves la cabeza?

—Porque en vuestro lugar, es un decir, yo no haría tan poca cosa.

—Me parece que tienes razón, perro viejo —me contestó—; vamos a tener una bocanada de aire.

—¡Ah, capitán! —le respondí—. El que cambiara una bocanada de aire por aquello que pasa allá abajo, no saldría perdiendo, a buen seguro. Es una tempestad en regla, o yo soy un topo.

»Es como si dijéramos que se veía venir el viento como se ve venir el polvo en Montedrón. Afortunadamente se las había cara a cara con un hombre bien templado.

—¡Cada cual a su puesto! —gritó el capitán—. ¡Coged dos rizos a las gavias! ¡Largad las bolinas! ¡Brazas al aire! ¡Recoged las gavias! ¡Pasad los palanquines por las vergas!

—Poco era eso aún para aquellos sitios —dijo el inglés—. En su lugar yo habría cogido cuatro rizos, y me habría deshecho de la mesana.

Aquella voz firme, inesperada y sonora, estremeció a todo el mundo. El marino miró al que con tanto aplomo criticaba las maniobras de su capitán.

—Hicimos otra cosa, caballero —le contestó con algún respeto—. Cargamos la mesana y pusimos el timón al viento, para dejarnos llevar de la borrasca. Diez minutos más tarde, cargadas también las gavias, navegábamos a palo seco.

—Muy viejo era el buque para atreverse a tanto —dijo el inglés.

—Eso fue precisamente lo que nos perdió. Hacía ya doce horas que andábamos de aquí para allá dados a los demonios, cuando el barco empezó a hacer agua.

—Penelón, viejo mío —me dijo el capitán—, me parece que nos vamos a fondo. Dame el timón, y baja a la sentina.

—Dile el timón, bajé en efecto… ya había tres pies de agua… Vuelvo a subir gritando: ¡A las bombas! ¡A las bombas! —aunque era ya un poco tarde. Pusimos manos a la obra, pero cuanta más agua sacábamos más entraba.

»¡Ah! —dije al cabo de cuatro horas de trabajo—, puesto que nos vamos a fondo, dejémonos ir, que sólo una vez se muere.

—¿De ese modo das el ejemplo, maese Penelón? —me dijo el capitán—. Espera, espera un poco.

—Y se fue a su camarote a coger un par de pistolas y salió diciendo:

—Al primero que se aparte de la bomba le pego un tiro.

—Bien hecho —dijo el inglés.

—Nada hay que reanime tanto como las buenas razones —prosiguió el marinero—, sin contar que en este intervalo el tiempo se había ido aclarando y calmándose el aire. Sin embargo, el agua no cesaba de subir, poco, es verdad, unas dos pulgadas por hora, pero subía. Dos pulgadas por hora, ya veis, parece cosa despreciable, pues a las doce horas suman veinticuatro pulgadas, y veinticuatro pulgadas hacen dos pies. Dos pies, con tres que ya teníamos, sumaban cinco…, ¿eh? ¿Si podrá pasar por hidrópico un buque que tiene en el estómago cinco pies de agua?

—Vamos —dijo el capitán—, me parece que el señor Morrel no se quejará. Hemos hecho por salvar el barco cuanto estaba en nuestro poder. Pensemos ahora en salvar a los hombres. Muchachos, a la lancha, ¡pronto!

—Habéis de saber, mi amo —dijo Penelón—, nosotros queríamos mucho al Faraón, pero por mucho que el marinero quiera a su barco, quiere más a su pellejo. Conque no nos lo dijo dos veces. Y reparad que también el buque, lamentándose, parecía que nos dijese: «¡Idos pronto, pronto!». No se engañaba el pobre Faraón. Materialmente lo sentíamos hundirse bajo nuestros pies.

»En un instante echamos la chalupa al mar, y nosotros saltamos a ella.

»El capitán fue el último, o por mejor decir no lo fue, pues que no quería abandonar el navío. Yo, yo fui el que le cogí a brazo partido, y se lo eché a mis camaradas, saltando detrás de él. Ya era tiempo. No bien había yo saltado, cuando el puente se abrió con un ruido semejante al de las bordadas de un navío de a cuarenta y ocho.

»Diez minutos después se hundió por delante, luego por detrás, púsose a dar vueltas como un perro que quiere morderse la cola, y por último…, ¡adiós, mundo…! ¡Prrrrrrum…! ¡Adiós, Faraón!

»En cuanto a nosotros, estuvimos tres días sin comer ni beber…, como que ya hablábamos de echar suertes a ver a quién le tocaba servir de alimento a los otros, cuando vislumbramos a La Gironda. Le hicimos las señales consabidas, nos vio, se dirigió a nosotros y nos echó su chalupa y nos recogió. Este es el caso, señor Morrel, tal como ha pasado, a fe de marino, bajo la palabra de honor. ¿No es verdad, muchachos?

Un murmullo general de aprobación manifestó que el orador reunía todos los sufragios, así por lo verdadero del fondo, como por lo pintoresco de la forma.

—Bien, amigos míos —dijo el señor Morrel—, fuisteis valientes y muy bien me figuraba yo que no tendríais la culpa de esta desgracia, sino mi destino. Es voluntad de Dios y no culpa de los hombres. Decidme ahora, ¿cuánto se os debe de sueldo?

—¡Bah!, no hablemos de eso, señor Morrel.

—Al contrario, hablemos —repuso el naviero con una triste sonrisa.

—Pues bien se nos deben tres meses —añadió Penelón.

—Entregad doscientos francos a cada uno de esos valientes, Cocles. En otros tiempos, amigos míos —prosiguió Morrel—, hubiera yo añadido: Dad a cada uno doscientos francos de gratificación, pero estos tiempos son muy malos, amigos míos, y no me pertenece el poco dinero que me queda. Perdonad, y no por eso me queráis menos.

Penelón hizo un gesto de enternecimiento y volviéndose a sus compañeros, cambió con ellos algunas frases.

—En cuanto a eso, señor Morrel —añadió luego, trasladando al otro carrillo su mascada de tabaco, y arrojando a la antesala otro salivazo, que fue a hacer compañía al primero—, en cuanto a eso…

—¿A qué?

—Al dinero…

—Y bien, ¿qué?

—Que dicen los camaradas, señor Morrel, que por lo de ahora les bastan cincuenta francos a cada uno, que esperarán por lo demás.

—¡Gracias, amigos míos, gracias! —exclamó el naviero, conmovido hasta el fondo del alma—. ¡Qué gran corazón tenéis todos! Pero tomad los doscientos francos, tomadlos, y si encontráis un buen empleo, aceptadlo, porque estáis sin ocupación.

Esta última frase causó una impresión singular a aquellos dignos marineros, que se miraron unos a otros con aire de espanto. Falto de respiración el viejo, por poco se traga el tabaco, pero por fortuna acudió a tiempo con su mano a la garganta.

—¿Cómo, señor Morrel, nos despedís? —murmuró con voz ahogada—. ¿Estáis descontento de nosotros?

—No, hijos míos —contestó Morrel—, sino todo lo contrario. No os despido…, pero… ¿qué queréis?, ya no tengo barcos, ya no necesito marineros.

—¿Que no tenéis barcos? —dijo Penelón—. Pues construiréis otros…, esperaremos. Gracias a Dios, ya sabemos lo que es esperar.

—No tengo dinero para construir otros, Penelón —repuso Morrel con su melancólica sonrisa—; por lo tanto no puedo aceptar vuestra oferta, aunque me sea muy satisfactoria.

—Pues si no tenéis dinero, no debéis pagarnos. Haremos como el pobre Faraón, navegar a palo seco.

—Callad, callad, amigos míos —respondió Morrel con voz entrecortada por la emoción—. Os ruego que aceptéis ese dinero. Ya nos volveremos a ver en mejores circunstancias. Manuel, acompañadlos —añadió—, y haced que se cumplan mis deseos.

—¿Volveremos a vernos, señor Morrel? —dijo Penelón.

—Sí, amigos míos, por lo menos así lo espero. Id.

E hizo una señal a Cocles, que salió delante, seguido de los marineros y de Manuel.

—Ahora —dijo el armador a su mujer y a su hija—, dejadme solo un instante, que tengo que hablar con este caballero.

Y con la mirada indicaba al comisionista de la casa de Thomson y French, que durante la escena había permanecido inmóvil y de pie en un rincón, sin tomar otra parte en ella que las palabras que ya hemos dicho.

Las dos mujeres miraron al extranjero, de quien ya se habían olvidado completamente, y al retirarse la joven le dirigió una mirada de súplica, mirada a la que él contestó con una sonrisa que parecía imposible en aquel semblante de hielo.

Los dos hombres quedaron a solas.

—Ea, caballero —dijo Morrel dejándose caer de nuevo en su sillón—, ¡ya lo habéis visto! ¡Ya lo habéis oído! Nada tengo que añadir.

—Ya he visto, caballero —respondió el inglés—, que os viene otra desgracia, tan inmerecida como las anteriores. Esto me afirma más y más en mi propósito de seros útil.

—¡Oh, caballero! —murmuró Morrel.

—Veamos —prosiguió el comisionista—. Yo soy uno de vuestros principales acreedores, ¿no es cierto?

—Sois al menos el que posee créditos a plazo más corto.

—¿Deseáis una prórroga para pagarme?

—Una prórroga me podría salvar el honor, y por lo tanto la vida —repuso Morrel.

—¿De cuánto tiempo la queréis?

Morrel, vacilante, dijo:

—De dos meses.

—Os concedo tres —respondió el extranjero.

—¿Pero creéis que la casa de Thomson y French…?

—Eso corre de mi cuenta. Hoy estamos a 5 de junio.

—Sí.

—Renovadme entonces todo ese papel para el 5 de septiembre a las once de la mañana. A esa hora vendré a buscaros. (El reloj marcaba en aquel momento las once de la mañana.)

—Os esperaré, caballero —dijo Morrel—, y, o vos quedaréis pagado…, o muerto yo.

Renováronse los pagarés, rompiéronse los antiguos, y el desgraciado naviero tuvo por lo menos tres meses de respiro para allegar sus últimos recursos.

Acogió el inglés sus muestras de gratitud con la flema peculiar a los de su nación, y despidióse de Morrel, que le acompañó hasta la puerta, bendiciéndole.

En la escalera encontró a Julia, que hizo como si bajara, pero que en realidad estaba esperándole.

—¡Oh, caballero! —dijo juntando las manos.

—Señorita —respondió el inglés—, si en alguna ocasión recibís una carta… firmada por… por Simbad el Marino…, efectuad al pie de la letra lo que os encargue, aunque os parezca extraño mi consejo.

—Lo haré, caballero —respondió Julia.

—¿Me prometéis hacerlo?

—Os lo juro.

—Bien. Adiós, entonces, señorita. Proseguid como hasta ahora, siendo tan buena hija, que confío que Dios os recompensará dándoos a Manuel por marido.

Julia exhaló un grito imperceptible y púsose encarnada como una cereza, apoyándose en la pared para no caer.

El inglés prosiguió su camino, haciéndole un ademán de despedida.

En el patio halló a Penelón con un paquete de cien francos en cada mano, como dudando si debía llevárselos o no.

—Seguidme, amigo mío, tengo que hablaros —le dijo.


Alexandre Dumas - Villers-Cotterêts, 24 de julio de 1802-Puys, cerca de Dieppe, 5 de diciembre de 1870
El conde de Montecristo

El conde de Montecristo (Le comte de Montecristo) es una novela de aventuras clásica de Alexandre Dumas (padre) y Auguste Maquet. Éste último no figuró en los títulos de la obra ya que Alexandre Dumas pagó una elevada suma de dinero para que así fuera. Maquet era un colaborador muy activo en las novelas de Dumas, llegando a escribir obras enteras, reescribiéndolas Dumas después. Se suele considerar como el mejor trabajo de Dumas, y a menudo se incluye en las listas de las mejores novelas de todos los tiempos.

Edmundo Dantés ha pasado veinte años encarcelado en el castillo de If. Allí conoce al padre Faria que le desvela la existencia de un tesoro oculto en la isla de Montecristo. Dantés huye de la prisión y encuentra el tesoro. A partir de ahora su objetivo es vengarse de las personas que lo encarcelaron. Tras un año en Oriente, regresa a Francia con una nueva identidad: el Conde de Montecristo.

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