08 septiembre 2021

VII - La tregua

La enfermedad de Dolores provocó la tregua al odio, la reacción en favor suyo. Una enferma grave era una diversión para todas aquellas señoras que no sabían hablar más que de sus partos, de sus hijos y de sus enfermedades, en las conversaciones, llenas de revelaciones matrimoniales, que a Dolores le daba vergüenza seguir, y en las que se complacían las virtuosas casadas, que no tenían más que pensar en cumplir los deberes que el Sacramento del matrimonio les había impuesto, y encontraban el hablar de las intimidades con los esposos la cosa más sencilla y natural.

La casa en donde había alguna dolencia era un punto de reunión para encontrarse todas las vecinas, que no dejaban escapar la buena ocasión de penetrar en las intimidades ajenas, criticar todo lo que veían: la buena disposición de la dueña de la casa, la limpieza, el orden o la abundancia.

Algunas, como Juanita, tenían todo su placer en visitar enfermas y parturientas. Un parto difícil, una enfermedad grave, eran, para ellas, una felicidad.

Cuanto más trágica y melodramática era la situación, cuanto más ocasión de compadecer y de conmoverse ofrecía, cuanto más pudiese despertar la lástima su relato patético, más dichosas se sentían.

Su felicidad llegaba a su colmo cuando, merced a la tribulación de una familia, podían sorprender un secreto, que dejaba de serlo para toda la dudad.

Casi siempre, abusando del estado de cansancio y de debilidad de las familias, se erigía Juanita en directora de todo. Desde el primer momento se instaló en casa de Dolores y empezó a dar órdenes, y a mandar, como si en la suya propia se encontrase.

Juanita dispuso el médico que se había de llamar, las medicinas que debían darse a la enferma, y el plan que se debía seguir, con gran contento de Antonio, que se libraba así de molestias y cuidados.

Manuela y María Luisa, por su parte, hallaron el pretexto para no ir más que rara vez a ver a su cuñada, mostrándose ofendidas por la intromisión de Juanita en la casa de su hermano, donde ellas eran las llamadas a disponer, como sí esto fuese culpa de la enferma.

Pero Juanita no se apuraba por eso, seguía muy ufana mandando en todo y reservándose hasta el derecho de cumplir o no las órdenes del doctor.

—Los médicos mandan, mandan todo lo que se les antoja —decía— pero luego una sabe mejor que ellos lo que conviene. Yo no estoy conforme con todas esas pamplinas de desinfección —porque a nadie se le pega nada si Dios no quiere—; ni con esa exageración de matar al enfermo de hambre. El cuerpo necesita resistencia.

Así, caprichosamente, a veces le hacía comer a la enferma, a pesar de la desgana, que era como una protesta del organismo a ingerir lo que le perjudicaba, y otras la dejaba sentir los tormentos de la sed, en las horas de fiebre, negándose a darle la limonada que la podía atemperar. Gracias a que le propinaba un famoso acetomiel, preparado por ella, al que creía la triaca magna.

Era incomparable para, en momentos de apuro, disponer emplastos, preparar botellas llenas de agua caliente, sinapismos y reactivos de toda clase, excepto inyecciones, que le parecían una invención inútil. Se multiplicaba para cuidar, no sólo al enfermo, sino a toda la familia: que no faltase la tila y el azahar para unos, ni la leche o la taza de café para los otros.

Pero su gran preocupación era salvar el alma del paciente, a lo que concedía más importancia que a salvar el cuerpo. No perdía ocasión de aconsejar al enfermo que se pusiera bien con Dios y ordenase sus asuntos, sin sentir piedad de la impresión que producía aquella especie de comunicación de una sentencia de muerte.

Daba vueltas en torno del lecho, arreglando las ropas, preparando el altar, introduciendo en la habitación flores y luces, contra toda higiene, con su afición de sacristana.

Cada Viático que preparaba era una fiesta. Hasta que llegaba otro tenía materia de conversación, y se hacía lenguas de la unción con que los pobres enfermos recibían los Sacramentos, porque en la mayoría de los casos confundía el fervor con el miedo a la muerte.

En toda la ciudad existía el deporte de visitar a los enfermos o el de estar enfermos. Era como una especie de lujo de las casas ricas. Las señoras se aburrían demasiado sin una enfermedad suya o de alguien de su familia.

Se hacían más interesantes así. Gozaban con la visita de los médicos, con las consultas, con los regímenes difíciles de seguir, que, cuanto más costosos y llenos de privaciones, las seducían más.

La conversación favorita de las damas distinguidas versaba sobre sus medicamentos raros, sus inyecciones carísimas, las enormes cantidades gastadas en operaciones en baños, aguas medicinales o viajes para ver especialistas. No tenían ese pudor de las gentes verdaderamente distinguidas, que ocultan sus miserias físicas. Allí la medida de la importancia de la familia la daba su lujo de enfermedades. Señora había que se compraba aparatos ortopédicos sólo por el gusto de tenerlos, por si alguna vez hacían falta, y otras que se mandaban sacar toda la dentadura para poder decir lo que les costaba el oro que llevaban en la boca. No faltó quien, muy seriamente, quiso que le cortasen una pierna reumática y le pusieran una pierna articulada, para poder tener uno de los últimos inventos.

El aplicarse los rayos X, tomar baños de luz o corrientes eléctricas, era para aquellas señoras, que consideraban la enfermedad de buen tono, cosa habitual. Había verdaderas fanáticas, observantes, que se morían de hambre por seguir un régimen. Se quejaban del estómago, del hígado, de los riñones y de la matriz, y hacían gala de alimentarse sólo con chupar huesecitos de pollo o cabezas de salmonete frito.

Juanita, gorda y mofletuda, metida dentro de un corsé próximo a estallar, quería aparecer como una de las grandes observantes de la dieta, sin perjuicio de comerse a escondidas kilogramos enteros de jamón y embutidos.

—Es una desgracia —solía exclamar—. Como no se me pone mala cara, nadie cree en mi padecimiento, ni se da cuenta de las noches y los días que yo paso. ¡Dios, nuestro Señor, me lo tomará en cuenta!

El estado de Dolores no le permitió a Juanita tener a costa suya la fiesta del Viático. La joven pasó los días de peligro privada de conocimiento, delirando y lanzando de vez en cuando aquella terrible queja de la meningitis, aquel grito agudo, aquella cosa desesperada, especie de graznido bestial, arrancado por el dolor punzante del cerebro, que se aniquila.

Se creía que Dolores no iba a salir de aquellas noches de fiebre, de insomnio, de agitación y de delirio. Parecía que su espíritu se iba escapar en uno de aquellos lamentos, que salían por la ventana abierta e iban, rasgando el silencio, como flechas que se alejaban entre la sombra.

En aquellos días las mujeres olvidaban sus celos, se solidarizaban con ella y condenaban a Antonio.

—¡Qué hombre!

Juanita se sentía feliz con su soltería al oír las quejas de todas las casadas. Después del exordio de:

Yo no me puedo quejar, pero…

Aparecían las quejas, el descontento: eran en su mayoría malcasadas, resignadas, como seres en los que no se había definido la personalidad; pero que sufrían con paciencia bovina la carga de una vida vulgar, sin ideales, sin satisfacción, sin aspiraciones.

—Yo —solía exclamar Juanita—, para estar casada y comer poco, más vale ser soltera y tender el hopo.

Pero cuando Dolores comenzó a mejorar y entró en el período de una convalecencia lenta y penosa, dejó de despertar el interés. Las amigas de los días de peligro se alejaron, como si les hubiese estafado su sensibilidad al no morirse.

Antonio, que había empezado a sentirse viudo por anticipado, y que le guardaba rencor a su mujer por lo que él llamaba la exageración de ponerlo en ridículo, apenas entraba en la alcoba, con prisa de irse. Sus diálogos eran muy breves.

—¿Te sientes mejor?

—Sí.

A veces solía decir brutalmente:

—¡A ver si te pones buena pronto! Hay para desesperarse al lado de una mujer siempre enferma, que no le sirve a uno para nada. ¡Y lo que esto cuesta!

La debilidad y el agotamiento de Dolores contribuían a la indiferencia y la resignación con que ella lo soportaba todo.

Su rostro, afilado por la enfermedad, había tomado la expresión de una virgen bizantina, serena y traslúcida; los ojos parecían perder color con el brillo de la fiebre y aparentaban ser más grandes y expresivos sobre lo azulino de las ojeras.

Ella se sentía dichosa. Experimentaba una placidez de transfiguración, de no sentir el cuerpo, una alegría, una superabundancia de espíritu. Se alzaba, frente a sus dolores reales, la riqueza de su ensueño; al lado de su miseria física, el tesoro de su fiebre, que al aniquilar el cuerpo le producía el bienestar de la liberación.

Por la ventana abierta veía a lo lejos el mar. Jamás la había atraído tanto el mar; parecía que su alma volaba del lecho al mar. De noche pedía que abriesen el balcón para ver aquel paisaje lleno de luna. La luna, con su luz blanca, penetraba hasta la cama y bañaba las flores que la monja había colocado en el alabastrón, puesto delante de la imagen de la Purísima.

Se sentía Dolores protegida, tranquila, bajo el amparo de la Sierva de María, que la cuidaba y hacía su alcoba casta. Parecía que la monja dejaba caer la paz en torno suyo con la blancura de su toca. Así que la sierva plegaba lentamente su manto, se ponía los manguitos y el gran delantal y se sentaba de espaldas al balcón, para mascullar su rezo incomprensible, Dolores se sentía segura de que no había de llegar hasta ella aquel marido que le repugnaba. Sin saber por qué permanecía atenta a los ruidos de la calle, hasta oír los pasos aquellos que se le habían hecho familiares: los pasos amigos. Después de oírlos se dormía dulcemente.

Su marido no volvía hasta después de salir el sol, rendido de sus noches de juerga, e iba directamente a su cuarto, sin preocuparse de su mujer.

El día lo pasaba entretenido con el cuidado de sus gallos. Oía Dolores, desde su alcoba, la voz campanuda de César Lope y de los otros amigos y aficionados, que discutían acerca del valor de los gallos que iban a tomar parte en las próximas riñas. Gritaban, acalorados, como si ellos también fueran a pelearse. Por la noche, cuando se marchaban, oía Dolores las guitarras y los cantos y decires de las mujeres, que llegaban hasta su misma puerta. La querida, prevalida de la enfermedad de la esposa y de la publicidad de la aventura, no se recataba para irlo a buscar y llamarlo o enviarle cartas a su casa. Hasta un día, que Dolores se hizo llevar el teléfono para contestar a una insistente llamada, oyó venir, cabalgando por el hilo, una ronquiza voz de hembra que decía familiarmente:

—Pero Antoñico de mis entrañas, no tardes más, que te esperamos para irnos a roer cáscaras a Monserrote.

Aquellas palabras le recordaron la fecha. Era el 8 de Septiembre, el aniversario de su casamiento, día que se celebraba en la ciudad, con la romería al pequeño santuario de la Virgen de Monserrat, a cuyo alrededor se establecía el mercado de las apetitosas sandías, llegadas de Adra, famosas por su tamaño y por el dulzor de su pulpa roja.

Una lágrima subió del corazón a los ojos de Dolores. No sufría ya por el amor de su marido, sino por su amor propio de mujer, por la pérdida de las ilusiones pasadas y por el miedo al porvenir.

Ahora la enfermedad la protegía. Pasaba el tiempo sola. Su falta de confidencias con las demás mujeres, su reserva, su silencio, quitaban, a las que se llamaban sus amigas, el interés de ir a verla. Las cuñadas y las parientas apenas iban, demostrando en sus cortas frases una gran compasión hacia el pobre Antonio, sujeto a la pesada carga de una enferma.

Rosalía aparecía algunas veces, siempre de prisa; su intriga iba dando resultado. El viejo militar picaba en el cebo. Desde que vio a Glorita se había prendado de ella. Lo malo era que ya tenía una novia en Almería. Por eso, aunque le paseaba la calle, la chica no abría la ventana.

—Pero la cosa va bien; seguramente riñe con la novia. Con tal de que Glorita no se ablande, él caerá. Para estos cotorrones no hay nada mejor que el juego de la perdiz.

Aturdía con su charla y sus proyectos casamenteros a Dolores y se iba con la misma prisa con que había venido, siempre ocupada en sus tareas de juntas de San Vicente, o de la comisión de señoras de la Agencia Exprés, que, a cambio de ciertos ejercicios y ofrendas, expedían billetes para ir al cielo en tercera, segunda y primera clase, según la cuantía de sus donativos.

Dolores, frente a todo aquello, pensaba si no sería mejor morir que volver a tomar su papel entre aquellas gentes, para continuar siendo la esposa de un hombre que se le había hecho aborrecible. Deseaba ardientemente que ya no la amase, que no volviera a desear ejercer sus derechos de marido.

La enfermedad, que ponía una tregua de paz en su vida, era para Dolores un bien tan grande, que sentía miedo de ver tornar la salud.

Carmen de Burgos "Colombine"
La malcasada

Con el título de La malcasada, Carmen de Burgos daba pistas muy fiables sobre la índole temática de su novela. La historia situaba en un primer plano a Dolores, personaje cuya onomástica acaso posee un valor simbólico, pues las imaginadas mieles del matrimonio pronto se trocaron para ella en decepción y cárcel opresiva. Sin embargo, el relato trasciende la anécdota conyugal que asfixia a una mujer de gran sensibilidad para convertirse en crítica mordaz de una sociedad provinciana remisa a desprenderse de sus miserias. A través del caso personal que irá tiñendo de sombras la existencia de la protagonista, empujándola irremisiblemente hasta los abismos del dolor, la autora propone un retrato lleno de claroscuros, del que apenas se libra un paisaje al que la autora ha insuflado su ternura evocativa. La malcasada, es quizá la obra más autobiográfica de Carmen de Burgos; pero también se trata de la historia de una Almería bárbara, por donde desfilan una serie de criaturas en las que todavía estaban arraigados los vicios ancestrales y contra las que se rebela la autora con impulso caricaturesco y vocación demostrativa.

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