06 septiembre 2021

6 de septiembre

Aquella mañana, por primera vez, Fähmel estuvo descortés con ella, casi grosero. La telefoneó a eso de las once y media, y ya el timbre de su voz le hizo presentir algo desagradable; no estaba acostumbrada a aquellas modulaciones, y precisamente porque sus palabras se mantenían perfectamente correctas, la asustó el tono de la voz: toda su cortesía quedaba reducida a fórmulas, como si, en lugar de agua, le hubiese ofrecido H2O.

—Por favor —dijo—, ¿quiere buscar en su escritorio la tarjeta encarnada que le di hace cuatro años? Con la mano derecha, Leonore tiró del cajón de su escritorio, empujó a un lado una tableta de chocolate, el paño de lana y el limpiametales, y sacó la tarjeta encarnada. —Por favor, lea en voz alta lo que dice la tarjeta—. Y ella leyó con voz temblorosa: «Estoy en todo momento a disposición de mi madre, mi padre, mi hija, mi hijo y el señor Schrella; no estoy para nadie más».

—¿Quiere repetir la última frase, por favor? —y ella repitió—: No estoy para nadie más. Y además, ¿cómo sabía usted que el número de teléfono que le di era el del hotel Prinz Heinrich? —Leonore no contestó—. Perdone, pero insisto en que se atenga usted a mis indicaciones aunque se las diera hace cuatro años…, por favor.

Ella no contestó.

—Fue una tontería… —¿Se había olvidado de añadir esta vez «por favor»?

Leonore oyó murmullos, luego una voz que gritaba «taxi, taxi», el silbido del guardia de la circulación, dejó el auricular, puso la tarjeta en el centro del escritorio y se sintió casi aliviada; aquella rudeza, la primera en el transcurso de cuatro años, resultaba algo así como un gesto cariñoso.

Cuando no podía fijar la atención o estaba cansada del ritmo extremadamente preciso de su trabajo, salía fuera a limpiar la placa de latón: «Dr. Robert Fähmel, Oficina de cálculos estáticos, cerrado por las tardes». Los vapores del ferrocarril, los gases de escape, el polvo de la calle, le daban cada día ocasión de sacar el paño de lana y el limpiametales del cajón, y a Leonore la encantaba prolongar aquellos minutos de limpieza hasta un cuarto de hora o incluso media hora. Al otro lado de Modestgasse, en el número 8, detrás de las ventanas polvorientas, podía ver las prensas que, incansables, imprimían cosas edificantes sobre papel blanco; las sentía trepidar y creía hallarse transportada a bordo de un buque que navegaba o que está a punto de zarpar. Camiones, aprendices, monjas; vida en la calle, cajas en la puerta de la tienda de verduras: naranjas, tomates, coles. Y en la casa contigua, ante la tienda de Gretz, dos aprendices colgaban, en aquel momento, un jabalí: la sangre oscura goteaba sobre el asfalto. Leonore amaba el bullicio y la suciedad de la calle. Un sentimiento de rebeldía le subía, por momentos, a la cabeza y la hacía pensar en abandonar el empleo; trabajar en cualquier tienda sucia, confinada en un patio interior, donde se vendieran cables eléctricos, especias o cebollas, donde un dueño desaseado, con los tirantes de los pantalones colgando, preocupado por los vencimientos, se permitiría franquezas que, por lo menos, se podrían rehusar; donde habría que sostener una batalla para obtener una hora de permiso para ir al dentista, donde se haría una colecta para el regalo de boda de una compañera, para comprar un cuadrito de bendición del hogar o un libro sobre el amor; donde las bromas groseras de los compañeros le recordarían a una que había permanecido intachable. Vida, y no ese orden inmaculado, ese jefe, impecablemente vestido e impecablemente correcto, pero que a ella le infundía miedo; Leonore sospechaba desprecio detrás de aquella cortesía de la que participaban todos cuantos tenían tratos con él. Pero ¿con quién tenía tratos, además de con ella? Hasta donde podía recordar, jamás le había visto hablar con nadie, salvo con su padre, su hijo y su hija. Jamás había visto a su madre, que vivía en otro sitio: en un sanatorio para enfermos mentales; y ese señor Schrella, que figuraba también en la tarjeta encarnada, jamás había preguntado por él. Fähmel no tenía hora de visita; a los clientes que llamaban por teléfono, ella estaba encargada de rogarles que se le dirigieran por carta.

Si descubría algún error en su trabajo, se limitaba a hacer un ademán como si tirara algo a la papelera y decía: «Bueno, vuélvalo a hacer, por favor». Eso no ocurría a menudo, porque los escasos errores que se le escapaban, los descubría ella misma. En todo caso, él no se olvidaba nunca de decir «por favor». Cuando Leonore le pedía una hora, un día, se lo concedía; cuando murió su madre, le dijo: «Cerraremos la oficina durante cuatro días… si le conviene una semana, dígalo, por favor». Pero Leonore no quiso una semana, ni siquiera cuatro días; solo tres, e incluso estos se le hicieron demasiado largos en el piso vacío. Al entierro y a los funerales compareció él, naturalmente, vestido de negro; asistieron también su padre, su hijo y su hija, todos con enormes coronas que colocaron personalmente sobre la tumba; escucharon el responso, y el padre, que la apreciaba, le dijo en voz baja: «Nosotros los Fähmel sabemos lo que es la muerte, estamos familiarizados con ella, hija mía».

Se mostraba tan comprensivo para todas sus peticiones que, a medida que pasaban los años, cada día se le hacía más difícil pedirle un favor. Fähmel había ido reduciendo las horas de trabajo; el primer año, Leonore trabajaba de las ocho a las cuatro; pero desde hacía dos años, su trabajo estaba racionalizado de tal manera que lo podía hacer perfectamente de ocho a una e incluso le quedaba tiempo para aburrirse y para prolongar hasta media hora los minutos de limpieza. Ya no se veía ni siquiera la más leve nubecita en la placa de latón. Leonore suspiró, enroscó el tapón de la botella de limpiametales y dobló el paño; las máquinas de imprimir seguían martilleando, imprimiendo incansablemente cosas edificantes sobre papel blanco; el jabalí seguía sangrando. Aprendices, camiones, monjas: vida en la calle.

Encima del escritorio, la tarjeta encarnada; impecable caligrafía de arquitecto: «… para nadie más». El número de teléfono, que ella, con gran esfuerzo, en sus ratos de ocio, ruborizándose de su curiosidad, había identificado: Hotel Prinz Heinrich. Este nombre había alimentado de nuevo sus sospechas: ¿qué hacía por la mañana, entre las nueve y media y las once, en el hotel Prinz Heinrich? Voz helada en el teléfono: «Fue una tontería». ¿Seguro que no había añadido «por favor»? Esta infracción a las normas de estilo la llenó de esperanza, la consoló de aquel trabajo que hubiera podido realizar igualmente un autómata.

Dos modelos de carta que no habían sido alterados en cuatro años, que Leonore había encontrado ya en las copias de su predecesora; una para los clientes que hacían algún encargo: «Les agradecemos su confianza, a la que procuraremos corresponder con la más rápida y correcta ejecución de su encargo. Atentamente le saluda». La segunda era la que tenía que escribir cuando enviaba las bases estáticas a los clientes: «Acompañamos los estudios estáticos encargados por usted para el proyecto de la casa X. Le rogamos gire a nuestra cuenta los honorarios, que ascienden a Y. Atentamente le saluda». Claro que le estaban reservadas ciertas variaciones; debía sustituir X por: Casa para un editor al pie del bosque, casa para un profesor a la orilla del río, puente del tranvía de la calle Holleben. Debía sustituir Y por los honorarios, que podía calcular perfectamente sola por medio de una simple tabla.

Había además la correspondencia con sus tres colaboradores: Kanders, Schrit y Hochbret, a los que tenía que enviar los encargos sucesivamente por orden de antigüedad. «A fin de que —había dicho Fähmel— la justicia siga su curso automático, y la suerte tenga unas posibilidades equivalentes»… Cuando le devolvían los estudios, tenía que remitir lo que había calculado Kanders a Schrit; lo que había calculado Hochbret, a Kanders; lo que había calculado Schrit a Hochbret, para que lo revisaran. Tenía que llevar el archivo, el libro de cuentas, tenía que sacar fotocopias de los dibujos y, de cada proyecto, una doble fotocopia en tamaño postal para su archivo particular; pero lo que más trabajo le daba era el franqueo de las cartas: pasar cada vez el reverso de un presidente Heuss, verde, rojo, azul, por encima de la esponjita, y colocar cuidadosamente el sello en el ángulo derecho superior del sobre amarillo; consideraba como una variación el poder pegar alguna vez un Heuss castaño, violeta o amarillo.

Fähmel tenía por principio no pasar más de una hora al día en la oficina; escribía su nombre debajo del «Le saluda atentamente», y debajo de las cifras de honorarios. Si llegaban más encargos de los que hubiera podido liquidar en una hora, rehusaba aceptarlos. Para estos casos tenía unas tarjetas ciclostiladas con el siguiente texto: «Por exceso de trabajo, nos vemos obligados a rehusar su muy estimado encargo. Firmado F.».

Ni una sola vez, cuando, por la mañana entre las ocho y media y las nueve y media, estaba sentada frente a él, le había visto realizar ningún acto humano íntimo; comer o beber; jamás le había visto acatarrado, y la ruborizaba solo pensar en cosas más íntimas que estas; el hecho de que fumara no compensaba la ausencia de las demás manifestaciones: el cigarrillo blanquísimo era demasiado inmaculado; solo la ceniza, las colillas en el cenicero la consolaban; esos eran por lo menos residuos, demostraciones de que se había consumido algo. Leonore había trabajado con jefes poderosos, hombres cuyas mesas de trabajo parecían puentes de mando, cuya fisonomía infundía pavor, pero incluso aquellos hombres poderosos habían bebido alguna vez una taza de té, un café, habían comido un bocadillo, y la visión de los poderosos en trance de comer y de beber siempre la había excitado: caían migas de pan, sobraban pieles de embutido y bordes grasientos de jamón; tenían que lavarse las manos, sacar el pañuelo. Una chispa de solidaridad aparecía en frentes de granito, que mandaban ejércitos enteros, se limpiaban bocas de rostros que, con el tiempo, serían vaciados en bronce, y más tarde, sobre pedestales, atestiguarían su grandeza a futuras generaciones. Fähmel, en cambio, cuando, a las ocho y media, salía del cuerpo del edificio posterior de la casa, no llevaba restos de desayuno y no estaba —como hubiera convenido a un jefe— ni nervioso ni concentrado en sí mismo: su firma, aunque tuviera que escribir su nombre cuarenta veces debajo del «Le saluda atentamente», se conservaba clara y hermosa; Fähmel fumaba, firmaba, raras veces miraba algún dibujo, tomaba el abrigo y el sombrero a las nueve y media en punto, decía: «Hasta mañana» y desaparecía. De nueve y media hasta las once se le podía llamar en el hotel Prinz Heinrich, desde las once a las doce en el café Zons, disponible solo para «su madre, su padre, su hija y su hijo… y el señor Schrella», a partir de las doce daba un paseo y a la una se reunía con su hija para tomar el almuerzo en el Löwe. Leonore no sabía cómo pasaba las tardes, las veladas; solo sabía que, por la mañana, a las siete asistía a misa, de las siete y media hasta las ocho desayunaba con su hija y de las ocho hasta las ocho y media estaba solo. Leonore se sorprendía cada vez al ver la alegría que demostraba cuando su hijo anunciaba su visita; cada vez abría la ventana, observaba la calle hasta el Modesttor, hacía traer flores, contrataba a una ama de llaves durante los días de la visita; la cicatriz que tenía encima del hueso de la nariz se le enrojecía con la excitación, mujeres de limpieza invadían el sombrío cuerpo de edificio posterior, sacaban botellas de vino y las dejaban preparadas en el vestíbulo para cuando llegara el trapero; las botellas se acumulaban, primero en filas de cinco, luego en filas de diez, porque el largo del vestíbulo era insuficiente: rígido bosque de estacas de color verde oscuro, cuyas puntas contaba Leonore ruborizándose de su curiosidad indebida: doscientas diez botellas vaciadas entre primeros de mayo y primeros de septiembre, más de una botella diaria.

Jamás Fähmel olía a vino, ni le temblaban las manos; el bosque de color verde oscuro se convertía en algo irreal. ¿Lo había visto efectivamente o existía solo en sus ensueños? Jamás había visto a Schrit ni a Hochbret ni a Kanders; vivían lejos uno de otro, cada uno en su pequeño nido. Solo dos veces se habían descubierto mutuamente un error: cuando Schrit calculó mal las bases de la piscina municipal, lo cual fue descubierto por Hochbret. Leonore se excitó sobremanera, pero Fähmel solo le pidió que identificara, entre las anotaciones en lápiz rojo el margen del dibujo, cuáles eran de Schrit y cuáles de Hochbret; y por primera vez se dio cuenta de que el jefe también era del oficio: durante media hora estuvo sentado a su escritorio manejando reglas de cálculo, tablas y lápices afilados, y luego dijo: «Hochbret tiene razón, la piscina se hubiera hundido antes de tres meses». Ni una sola palabra de reproche para Schrit, ningún elogio para Hochbret, y cuando —por única vez— el jefe firmó personalmente el visto bueno, Leonore le vio reírse; su risa le infundió tanto miedo como su cortesía.

El segundo error se le había escapado a Hochbret al calcular las bases estáticas del puente del ferrocarril encima de la Wilhelmskuhle, y esta vez fue Kanders quien descubrió el error, y Leonore volvió a ver a Fähmel —por segunda vez en el transcurso de cuatro años— sentado a su escritorio calculando. Tuvo que identificar otra vez las anotaciones en lápiz rojo de Hochbret y de Kanders; este incidente sugirió a Fähmel la idea de ordenar que los distintos colaboradores usaran colores distintos: Kanders rojo, Hochbret verde, Schrit amarillo.

Lentamente, mientras se le fundía en la boca un trozo de chocolate, Leonore escribió: «Casa fin de semana para una artista de cine»; mientras se le fundía en la boca el segundo trozo de chocolate, escribió: «Obras de ampliación de Societas, la más útil de todas las sociedades de utilidad pública». Por lo menos, los clientes se distinguían por el nombre y las señas, y los dibujos adjuntos le daban la impresión de que trabajaban en algo real: piedras y bloques de granito artificial, vigas, ladrillos de vidrio, sacos de cemento, todo eso se podía imaginar, mientras que Schrit, Kanders y Hochbret, a pesar de que todos los días escribía su dirección, continuaban siendo inimaginables. Jamás habían estado en la oficina, jamás llamaban por teléfono, jamás escribían una carta. Sin comentario alguno enviaban sus cálculos y estudios. «¿Para qué las cartas?, —había dicho Fähmel—. No se trata de coleccionar confidencias, ¿verdad?».

A veces, Leonore tomaba la enciclopedia del estante y buscaba el nombre de los lugares que escribía cada día en los sobres: Schilgenauel, 87 habitantes, de los cuales 83 católicos, famosa iglesia parroquial del siglo XII con un magnífico altar mayor. Allí vivía Kanders, cuyos datos personales figuraban en la póliza de seguros: treinta y siete años, soltero, católico… Schrit vivía más al norte aún, en Gludum: 1988 habitantes, de los cuales 1812 evangélicos, 176 católicos. Industria de conservas de pescado. Escuela de misioneros. Schrit tenía cuarenta y ocho años, casado, evangélico, dos hijos, de los cuales uno de más de dieciocho años. Leonore no necesitaba mirar el lugar de residencia de Hochbert, ya que vivía en un suburbio, en Blessenfeld, a solo treinta y cinco minutos de autobús, y muchas veces se le había ocurrido la idea estúpida de ir en su busca, cerciorarse de su existencia oyendo su voz, viéndole, sintiendo la presión de su mano, pero su poca edad —solo tenía treinta y dos años— y el hecho de que fuera soltero la hacían retenerse ante tal intimidad. Aunque la enciclopedia describía los lugares donde residían Kanders y Schrit, como se describe una persona en un documento de identidad, y de que Blessenfeld le era familiar, aquellos tres personajes seguían siendo inimaginables, pese a que cada mes llenaba sus pólizas de seguro, les enviaba giros postales, revistas y estadísticas; seguían siendo tan irreales como ese Schrella que figuraba en la tarjeta encarnada, para quien Fähmel estaba siempre disponible, pero que durante cuatro años no había intentado verle ni siquiera una vez.

Leonore dejó sobre el escritorio la tarjeta encarnada que había dado motivo a su primera falta de cortesía. ¿Cómo se llamaba aquel caballero, que había entrado en la oficina a eso de las diez y había pedido con urgencia, con mucha, mucha urgencia, hablar con Fähmel? Era alto, con el cabello gris, el rostro ligeramente sonrosado, olía a ágapes exquisitos y caros, llevaba un traje que apestaba a inmejorable calidad; aquel caballero reunía de tal manera los atributos de poder, prestancia y simpatía masculina, que resultaba irresistible; su título, que él murmuró sonriendo, sonaba algo así como ministro —consejero, director general, jefe de gabinete de un ministerio— y cuando ella negó saber el paradero de Fähmel, él le puso la mano sobre el hombro y dijo sin pensarlo un instante: «Vamos, guapa, dígame francamente dónde le puedo encontrar», y ella confesó, sin saber cómo, el secreto que tan a menudo suscitaba sus conjeturas, aquel secreto que tanto la preocupaba: «Hotel Prinz Heinrich». Entonces él murmuró algo acerca de que era condiscípulo suyo, y se trataba de un asunto urgente, muy, muy urgente, algo acerca de resistencia, de armas; al marcharse, dejó un aroma a cigarro puro, que una hora más tarde el padre de Fähmel todavía husmeó con asombro.

—¡Dios mío, Dios mío, qué tabaco este, qué tabaco! El viejo olfateó a lo largo de las paredes, acercó la nariz al escritorio; se puso el sombrero, volvió a los pocos minutos con el encargado de la tienda de tabacos, en la que compraba desde hacía cincuenta años, y ambos se detuvieron un momento en el umbral para husmear, anduvieron de arriba a abajo de la oficina como perros excitados; el encargado se metió debajo del escritorio, donde, por lo visto, se había conservado toda una nube de humo de cigarro, se levantó, se sacudió las manos, sonrió con aire de triunfo y dijo:

—Sí, señor consejero, era un Partagás Eminentes.

—¿Y usted me los puede facilitar?

—Claro que sí, tengo en el almacén.

—¡Ay de usted si el aroma no es el mismo que acabo de oler aquí!

El encargado de la tienda volvió a fruncir la nariz y dijo:

—Partagás Eminentes, me dejo cortar la cabeza, señor consejero. Cuatro marcos cada puro. ¿Cuántos quiere usted?

—Uno, querido Kolbe, uno. Cuatro marcos es lo que ganaba mi abuelo a la semana, y yo respeto a los muertos, tengo mi sentimentalidad, como usted sabe. Dios mío, este tabaco puede más que los veinte mil cigarrillos que mi hijo ha fumado aquí.

Leonore consideró un gran honor que se fumara el cigarro en su presencia; el anciano se arrellanó en el sillón de su hijo, que resultaba demasiado grande para él, y ella le metió un almohadón detrás de la espalda y le estuvo escuchando mientras se dedicaba a la más intachable de todas las ocupaciones: el franqueo. Despacio, pasar por encima de la esponjita un Heuss verde, rojo o azul, pegarlo con cuidado en el ángulo superior derecho de los sobres que se dirigirían a Schilgenauel. Gludum y Blessenfeld. Con precisión, mientras el viejo se abandonaba a un placer que parecía haber estado buscando en vano durante cincuenta años.

—Dios mío —decía—, por fin sé lo que es un cigarro, hija mía. He tenido que esperar a que llegara el día de cumplir mis ochenta años… pero, déjelo, criatura, no se excite de ese modo, claro que hoy cumplo ochenta años… ¿De manera que no ha sido usted la que ha comprado las flores por encargo de mi hijo? Está bien, gracias, ya hablaremos más tarde de mi cumpleaños, ¿verdad? La invito a la fiesta de esta noche en el café Kroner… pero dígame, querida Leonore, ¿por qué en los cincuenta años, dicho más exactamente son cincuenta y uno que llevo comprando en esta casa, jamás me habían ofrecido un cigarro como este? ¿Acaso soy avaro? Nunca lo he sido, usted lo sabe. Cuando era joven, fumaba mis cigarros de diez pfennig, cuando tuve un poco más de dinero los fumé de veinte y luego de sesenta durante muchos años. Dígame, hija mía, ¿qué clase de gentes son esas que andan por la calle con un puro de cuatro marcos en la boca, y entran y salen de una oficina, como si se tratara de un cigarrillo de una perra gorda? ¿Qué clase de gentes son esas que entre el desayuno y el almuerzo consumen tres veces el semanal de mi abuelo, y van dejando por ahí un aroma que quita el aliento a un pobre viejo como yo y le hace andar olfateando como un perro por la oficina de su hijo? ¿Cómo? ¿Compañero de escuela de Robert? ¿Consejero de Estado, director, subsecretario o quizás ministro? Seguro que le conocería. ¿Resistencia? ¿Armas?

Y de pronto un destello en sus ojos como si se hubiese abierto una ventanilla: el anciano se sintió transportado al segundo decenio de su vida, al tercero o al sexto, se encontró enterrando uno de sus hijos. ¿Cuál? ¿Johanna o Heinrich? ¿Sobre qué ataúd blanco echó puñados de tierra, sembró flores? Las lágrimas que asomaron a sus ojos, ¿eran las lágrimas del año 1909, en que enterró a Johanna, del año 1917, en que dio sepultura a Heinrich, o eran las del año 1942, en que recibió la noticia de la muerte de Otto? ¿Lloraba a la puerta del manicomio, donde había desaparecido su esposa? Lágrimas, mientras el cigarro se esfumaba en suaves torbellinos, que procedían del año 1902; el viejo Fähmel enterraba a su hermana Charlotte, para quien había ahorrado doblón sobre doblón para que lo pasara mejor; el ataúd se deslizaba chirriando sobre las sogas, mientras los niños de la escuela cantaban Torres, ¿a dónde ha huido la golondrina? agudas voces infantiles penetraban en aquella oficina impecablemente organizada, y el oído del anciano las percibía a medio siglo de distancia; solo aquella mañana de octubre del año 1902 era real. Niebla sobre el Bajo Rin, nubes de vaho dibujaban cintas sobre los campos de remolacha, por los vergeles de árboles frutales graznaban las cornejas como matracas de semana santa, mientras Leonore pasaba un Heuss encarnado por encima de la esponjita mojada. Treinta años antes de que ella naciera, unos niños campesinos cantaban: «Torres, ¿a dónde ha huido la golondrina?». Un Heuss verde por encima de la esponjita. Cuidado, las cartas a Hochbret llevaban franqueo de interior.

Cuando le sucedía eso, el anciano parecía ciego; Leonore hubiera querido ir rápidamente a la tienda de flores para comprarle un hermoso ramo, pero tenía miedo a dejarlo solo; el viejo Fähmel tendió las manos, ella le acercó cuidadosamente el cenicero, y él tomó el cigarro, se lo metió en la boca, miró a Leonore y dijo en voz baja:

—No vayas a creer que estoy loco, hija mía.

Leonore le apreciaba; solía ir regularmente a la oficina y se la llevaba para que, en sus tardes libres, se compadeciera de los libros guardados con tan poco esmero, al otro lado de la calle, arriba, encima de la imprenta, donde el anciano vivía en el «estudio de su juventud»; allí conservaba documentos revisados por inspectores fiscales, cuyas tumbas anónimas ya hacía tiempo que estaban en ruinas, desde antes de que ella aprendiera a escribir; resguardos ingleses de depósitos de libras esterlinas, cantidades en dólares, valores de propiedad de plantaciones en El Salvador; allá arriba removía balances polvorientos, descifraba estados manuscritos de cuentas bancarias que ya hacía tiempo que habían sido liquidadas, leía testamentos en los que el anciano disponía legados para hijos a los que sobrevivía desde hacía cuarenta años. «Lego a mi hijo Heinrich el usufructo de las dos fincas Stehlingers Grotte y Görlingers Stuhl, porque he observado en él aquella serenidad y aquella alegría en el crecimiento de las cosas que me parecen ser las condiciones previas indispensables para la vida de un campesino…».

—Aquí —exclamó el anciano blandiendo el cigarro en el aire—. Aquí dicté mi testamento a mí suegro, la tarde antes de marcharme a la guerra; se lo dicté mientras el muchacho dormía arriba; a la mañana siguiente me acompañó a la estación, me besó la mejilla —boca de un niño de siete años—, pero nadie, Leonore, nadie aceptó jamás mis regalos, todos volvieron a mis manos: fincas y cuentas en el banco, rentas e intereses de alquileres. Yo no pude regalar nunca nada, solo mi esposa lo supo hacer, y sus regalos fueron aceptados, y cuando, por la noche, estaba a su lado, a menudo la oía murmurar largo y tendido, suave como el agua fluía de su boca, horas y horas: ¿para qué, para qué, para qué…?

El anciano volvía a llorar, esta vez vestido de uniforme, capitán de la reserva, consejero secreto de estado, Heinrich Fähmel, con permiso especial para ir a enterrar a su hijo de siete años; la tumba de los Kilb se apoderaba del ataúd blanco; muros oscuros, y húmedos; y resplandecientes como los rayos del sol las cifras doradas que indicaban la fecha de la muerte: 1917. Robert, vestido de terciopelo negro, esperaba allá fuera en el coche…

Leonore dejó caer el sello, esta vez de color violeta; no se atrevía a franquear la carta para Schrit; los caballos, a la puerta del cementerio, resoplaban impacientes, mientras a Robert Fähmel, que solo tenía dos años, le dejaban sostener las riendas: cuero negro, quebradizo en los bordes, y el resplandeciente oro de las cifras 1917 brillaba más que los rayos del sol…

—¿Qué hace, en qué se ocupa, mi hijo, el único que me queda, Leonore? ¿Qué hace por la mañana de nueve y media a once en el Prinz Heinrich? Le permitieron que mirara cómo ponían la cebadera a los caballos. ¿Qué hace? Dígamelo, Leonore.

Tímidamente recogió el sello violeta y dijo en voz baja:

—No sé lo que hace allí, de verdad no lo sé.

El anciano se metió el cigarro en la boca y se retrepó sonriente en el sillón, como si nada hubiese ocurrido.

—¿Qué le parecería si la contratara en firme todas las tardes? Le pasaré a recoger; comeremos juntos y de dos a cuatro, o hasta las cinco, si quiere, me ayudará a mí a poner orden allá arriba. ¿Qué le parece, hija mía?

Leonore inclinó la cabeza y dijo: «Sí». Todavía no se atrevía a pasar el Heuss violeta por encima de la esponjita, a pegarlo en el sobre dirigido a Schrit: un empleado de correos sacaría la carta del buzón, la máquina estampillaría: 6 de septiembre de 1958, 13 horas. El anciano estaba sentado allí, volvía a estar al final de su octavo decenio, al principio del noveno.

—Sí, sí —dijo Leonore.

—¿Puedo considerarla contratada, pues?

—Sí, señor.

Leonore contempló aquella cara flaca, en la que en vano había buscado durante años algún parecido con la del hijo; solo la cortesía parecía ser un rasgo familiar común a los Fähmel; en el anciano, era más rebuscada, florida, era cortesía a la antigua usanza, casi señorío, no matemática cortés como en el hijo, que cultivaba la sequedad y solo en el brillo de sus ojos grises dejaba sospechar que hubiera sido capaz de afabilidades menos secas. El anciano utilizaba verdaderamente su pañuelo, mascaba su cigarro, le hacía a veces algún cumplido acerca de su peinado, de su tez; su traje, por lo menos, revelaba huellas de desgaste, la corbata siempre estaba anudada algo torcida, llevaba manchas de tinta china en los dedos, migas de goma de borrar en las solapas, lápices duros y blandos en el bolsillo de la chaqueta y, a veces, tomaba una hoja de papel del escritorio de su hijo y esbozaba rápidamente un ángel, un cordero de Dios, un árbol, el retrato de un conciudadano que pasaba en aquel momento por la calle. A veces, incluso le daba dinero para que fuera a buscar pasteles, le pedía que hiciera una segunda taza de café y la hacía feliz porque, por fin, podía enchufar el hornillo eléctrico para alguien que no fuera ella misma. Aquello era vida de oficina tal como ella estaba acostumbrada a vivirla: hacer café, comprar pasteles y oír contar algo verdaderamente consecuente: de las vidas que habían transcurrido allá detrás, en el otro cuerpo de edificio, de la gente que había muerto allí. Durante siglos, los Kilb habían buscado allí atrás vicios y luz, pecados y salvación, habían sido chambelanes del imperio, notarios, burgomaestres y canónigos; allí atrás se conservaba todavía algo de las austeras oraciones de los últimos prelados, de los turbios deseos de solteronas Kilb, de las penitencias de fervorosos jóvenes, en aquella oscura casa de atrás, donde ahora, en las tardes tranquilas, una muchacha pálida y de cabello oscuro hacía sus deberes escolares mientras aguardaba a su padre. ¿Quién sabe?, tal vez estaba él también en casa por la tarde. Doscientas diez botellas de vino vaciadas entre principios de mayo y principios de septiembre. ¿Se las bebía solo, con su hija o con fantasmas? ¿Acaso con ese Schrella que jamás había preguntado por él? Todo eso era irreal, menos real que el cabello rubio ceniza de la joven escribiente que, cincuenta años atrás, había estado sentada en ese mismo sitio y había guardado secretos notariales.

—Sí, se sentaba aquí, querida Leonore, exactamente en el mismo sitio en que está sentada usted ahora, se llamaba Josephine.

¿Acaso le había hecho también cumplidos acerca de su peinado, de su tez?

El anciano señaló sonriendo el lema que colgaba sobre el escritorio de su hijo, único superviviente de tiempos pasados, pintado en caracteres blancos sobre caoba: Llena está su diestra de dones. Lema de la incorruptibilidad, tanto de los Kilb como de los Fähmel.

—Ninguno de mis dos cuñados, los dos últimos varones de la familia, tuvo afición al Derecho; el uno se sintió atraído por los ulanos, el otro por la ociosidad, pero los dos, el ulano y el ocioso cayeron el mismo día, en el mismo regimiento, en el mismo ataque, junto a Erby-la-Huette; los dos cargaron a caballo contra el fuego de las ametralladoras, borraron el nombre de Kilb, se llevaron consigo a la tumba, a la nada, junto a Erby-la-Huette, vicios tan virulentos como la escarlatina.

El anciano se sentía feliz cuando llevaba argamasa en las perneras del pantalón y le podía pedir que le limpiase aquellas huellas. A menudo llevaba gruesos rollos de dibujos debajo del brazo, de los cuales Leonore nunca podía saber si los había sacado sencillamente de su archivo o si respondían a verdaderos encargos. El viejo sorbió el café, lo elogió, le acercó el plato de los pasteles y dio otra chupada a su cigarro. Su rostro volvió a iluminarse devotamente.

—¿Condiscípulo de Robert? En realidad, tendría que conocerle. ¿Seguro que no se llamaba Schrella? ¿Está usted segura…? No, no, ese no fumaría jamás esos cigarros, ¡qué tontería! ¿Y usted le ha enviado al Prinz Heinrich? Ya verá qué escándalo, querida Leonore, habrá sermón. No le gusta que le interrumpan las oraciones, a mi hijo Robert. Ya era así cuando niño: cariñoso, cortés, inteligente, correcto, pero si se pasaba de determinados límites, no perdonaba a nadie. No le hubiera importado cometer un asesinato. Siempre me dio un poco de miedo. ¿A usted también? Pero, hija mía, no le va a hacer nada por eso, sea razonable. Ande, vamos a comer, a celebrar un poco su nuevo empleo y mi cumpleaños. No haga tonterías. Si ya la ha reñido por teléfono, ya está liquidado. Lástima que no se acuerde del nombre. No tenía la menor idea de que siguiera tratándose con antiguos condiscípulos. Ande, vamos. Hoy es sábado, y a él no le importa que se marche más pronto. Yo me hago responsable de todo.

Dieron las doce en Sankt Severin. Leonore contó rápidamente los sobres, veintitrés, los recogió, dispuesta a no soltarlos. ¿Había estado verdaderamente solo media hora con ella? Acababa de sonar la décima de las doce campanadas previstas.

—No, gracias —dijo—, no me pongo el abrigo y, por favor, no vayamos al Löwe.

Solo media hora; las prensas ya habían cesado de trepidar, pero el jabalí continuaba sangrando.


Heinrich Böll
Billar a las nueve y media

Billar a las nueve y media es la historia de tres generaciones de arquitectos alemanes de Colonia. Heinrich, Robert y Joseph Fähmel. El primero, Heinrich, es el fundador de la dinastía, un arquitecto de origen humilde que se trasladó desde el campo a una gran ciudad a finales del siglo XIX para forjarse un nombre y un futuro. Robert es su hijo, un experto en estática y cálculo de estructuras que nunca ha construído un edificio. En último lugar y con mucho menos peso argumental aparece también el hijo de Robert, Joseph Fähmel, que acaba de comenzar a ejercer la profesión reconstruyendo la Abadía de Sankt Anton, la primera obra importante de su abuelo, destruida durante la II Guerra Mundial.

El padre construía y restauraba abadías, monasterios y demás obras de obras de arte de hormigón y ladrillo. Su hijo, el protagonista de este relato, es también arquitecto, aunque experto en estática y estructuras, pero al estallar la segunda guerra mundial, va a la guerra como oficial del ejercito. Su misión, aprovechando sus conocimientos, es volar construcciones. Cuando la guerra está perdida, aprovechando la incompetencia de su comandante volará las obras de arte que su padre alzo dentro de la propia Alemania. ¿Por qué? Se le revuelven las tripas cuando escucha que los aliados han bombardeado, han matado a dos mil personas, pero lo más relevante es que la abadía de San nosequién ha sido derruida. No soporta que se le dé más valor al arte que a las personas.

Su hijo no sabe nada de esto, no quieren contarle, metáfora de la Alemania salida de la guerra que prefiere no saber lo que hicieron sus antecesores. Puede que mejor sea no saber para seguir adelante. Pero de querer saber, mejor saberlo todo, no versiones simplificadas. Mirar de frente al pasado fue siempre la obsesión de Böll.

En Billar a las nueve y media se ofrece una visión aceradamente crítica de esa Alemania del siglo XX que, en aras de la gloria militar y de la prosperidad material, simbólicamente designadas en la novela como el «sacramento del búfalo», ha sacrificado y escarnecido tantas veces los principios de la moral y el respeto a la libertad de los hombres, simbolizados en el «sacramento del cordero».

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