27 marzo 2022

Sobre el cuco - Un cuco empezó a llamar en un soto, con apatía, casi inquisitivamente: el sonido se hinchó como una cúpula

La lluvia aún caía ligeramente, pero, con la elusiva premura de un ángel, ya había aparecido un arco iris. Con lánguida admiración de sí mismo, verde rosado y con un fulgor purpúreo en su borde interior, pendía suspendido sobre el campo segado, encima y delante de un bosque distante, a través del cual dejaba ver una trémula porción. Aisladas flechas de lluvia que habían perdido el ritmo, el peso y la capacidad de producir algún sonido, caían al azar, aquí y allí, bajo el sol. En el cielo lavado por la lluvia, desde detrás de una nube negra, una nube de seductora blancura se estaba liberando y brillaba con todo el esplendor de una moldura monstruosamente complicada.

«Vaya, vaya, se acabó», dijo en voz baja y emergió de debajo del nutrido grupo de álamos situado en la resbaladiza y arcillosa carretera zemskaya (rural) —¡y qué justa esta designación!— que descendía hasta una hondonada, y reunía allí todos sus surcos en un barranco apaisado, lleno hasta el borde de espeso café crème.

¡Amado mío! ¡Dibujo de tintes elíseos! Una vez, en Ordos, mi padre trepó a una colina después de una tormenta e inadvertidamente entró en la base de un arco iris —¡el más raro de los sucesos!—, encontrándose en un aire coloreado, en un juego de luces como en el paraíso. Dio un paso más y abandonó el paraíso.

El arco iris ya se estaba desvaneciendo. La lluvia había cesado del todo, hacía un calor asfixiante, un tábano de ojos satinados se posó en su manga. Un cuco empezó a llamar en un soto, con apatía, casi inquisitivamente: el sonido se hinchó como una cúpula y, nuevamente como una cúpula, incapaz de encontrar una solución. Era probable que el pobre y rechoncho pájaro hubiera volado lejos, pues todo se repitió desde el principio al estilo de un reflejo reducido (buscaba, quién sabe, un lugar para el mejor y más triste efecto). Una mariposa enorme, de vuelo plano, negra y azulada con una franja blanca, describió un arco sobrenaturalmente suave, se posó en la tierra húmeda, plegó las alas y con ello desapareció. Ésta es de la clase que de vez en cuando te trae, jadeando, un muchacho campesino, aprisionándola en su gorra con ambas manos. Ésta es de la clase que se eleva desde los lentos cascos del dócil caballito del médico, cuando éste, sosteniendo en el regazo las riendas casi superfluas, o las ata a la barra delantera, se dirige pensativamente hacia el hospital por el umbroso camino. Pero hay ocasiones en que uno se tropieza con cuatro alas blancas y negras, con reverso color de ladrillo, diseminadas como naipes por la senda del bosque: el resto lo ha devorado un pájaro desconocido.

Vladimir Nabokov
La dádiva

El Berlín de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nostálgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero también una inagotable fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero también lo es el padre de Fiodor, entomólogo errabundo. ¿Quién ignora la pasión por la entomología de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripción de una librería rusa en Berlín se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocación de Nabokov: su amor por la literatura rusa.

Catedral de la Habana

La Ilustración española y americana, 1870, ©BNE

26 marzo 2022

Sobre el cuco - Canta ahora el primer cuco del año. Antes quería que parara

Pastor. Canta ahora el primer cuco del año.
Antes quería que parara.
Cabrero. Ni aves
ni bestias hacen hoy que quiera nada,
anciano como soy, salvo morir,
y eso va contra Dios y sus designios.
Que quiera el joven. ¿Qué te trae aquí?
Nunca hasta hoy nos hemos encontrado
donde mis cabras triscan en la hierba
o saltan por las piedras.
Pastor. Busco ovejas
descarriadas, pues algo me afligió
y las dejé marchar. Pensé hacer versos,
pues el verso disipa la aflicción
y hace que la luz vuelva a ser dulce,
mas, puesto cada verso en su lugar,
el suyo abandonaron las ovejas.
Cabrero. De sobra sé lo que apartara
a tan buen pastor de su cuidado.
Pastor. Aquel que era el mejor en todo juego
y rústicas labores, y de todos
el más cortés con la vejez morosa
y la rápida juventud, ha muerto.
Cabrero. El mozo que me trae la empanada
trajo la noticia.
Pastor. Apartó el cayado
y murió en la gran guerra allende el mar.
Cabrero. A menudo tocaba el caramillo
en mis cerros, y era su soledad,
lo que sonaba, un júbilo de piedra,
en sus dedos.
Pastor. Lo supe por su madre,
y su hato pacía ante la puerta.
Cabrero. ¿Cómo aguanta su pena? No hay pastor
que no diga su nombre con ternura,
recordando favores. ¿Cómo puedo,
yo que sin cabras aún ni pastizales
nueva acogida y viejas enseñanzas
recibí ante su fuego hasta esfumarse
las frías ráfagas, sino hablar de ella
antes que sus retoños y su esposa?
Pastor. Se mueve por la casa, erguida y calma,
del arcón de la ropa a la despensa,
o bien se asoma al prado o al pastizal
y ve a sus jornaleros, cual si aún
siguiera entre los vivos su querido,
mas por su nieto ahora; nada cambia
salvo aquello que he visto por su rostro
observando los juegos de pastores
en la siega, sin su hijo.
Cabrero. Canta tú.
Yo también he rimado mis ensueños,
mas el joven ansía destacarse,
y hasta entonces no espera ni hace nada.
Mas los viejos cabreros y sus cabras,
si en todo lo demás les aventaja
el joven, son maestros de la espera.

Despacho de billetes en la estación del Mediodía, 1870

 La Ilustración española y americana, 1870, ©BNE

25 marzo 2022

Sobre el cuco - Había muchos árboles en flor, gran silencio, cantaban los cucos y los cuervos volaban por el aire

 Al llegar, la señora Bergmann acogió a Laura y a Natalia con grandes extremos y contó las novedades de la casa. La Walkiria se había marchado. Había encontrado un joven jardinero que la admiraba y la llevaba al tálamo nupcial; la cocinera y la doncella seguían. El señor Keller, el de las anécdotas, había entrado en un asilo y preguntaba por Laura. También el señor Wollgraff preguntaba por ella.

Por la noche los alambres del teléfono producían un sonido como si estuvieran murmurando. No era el viento, según dijo Golowin, sino los cambios de temperatura los que originaban este ruido.

Al levantarse, Laura vio el campo verde con grupos de árboles. En el fondo, el Jura, una línea de montes suaves, azulados. Le recordaron el Guadarrama. Había muchos árboles en flor, gran silencio, cantaban los cucos y los cuervos volaban por el aire.

De la ventana se veían pasar con frecuencia los aviones. Los cuervos en el campo seguían el arado del labrador, a comer los insectos que se descubrían al remover la tierra.

A pocos pasos jugueteaban las urracas.

Natalia quiso que su alcoba estuviese cerca de la de su mamá, como llamaba a Laura, y pidió que se le trasladara a un cuarto próximo. Las dos habitaciones daban a la biblioteca. Esta era una sala cuadrada, baja de techo, con una gran ventana de guillotina, llena de armarios con libros y una porción de estampas, cuadros, arcas antiguas y un globo terráqueo de más de un metro de diámetro, publicado por una casa editora de Berlín.

En esta habitación se disfrutaba de una calma y de una tranquilidad extraordinarias.

Natalia era absorbente y atrevida. Entraba en el cuarto de Laura y la abrazaba y la besaba. Después salía a la terraza seguida de Troll y se marchaba por el campo cantando, y volvía al poco rato. Era turbulenta y muy difícil de vigilar. Era verano y paseaban al anochecer y algunas veces a la luz de la luna por los alrededores.

Pío Baroja
Laura o la soledad sin remedio

La Esfera, 1914, Ilustraciones de Echea

La Esfera, 1914, Ilustraciones de Echea
La Esfera, 1914, Ilustraciones de Echea

24 marzo 2022

Sobre el cuco - desde los árboles del bosque, llegaba el canto apagado y repetitivo del cuco

Ya se había hecho completamente de día. La luz terrible, inquisitorial, había acabado inundándolo todo, haciendo desaparecer el bosque encantado y la magia nocturna y revelando un panorama más parecido a un campo de batalla, de hierba pisoteada, botellas vacías, vasos rotos, sillas volcadas, prendas perdidas y toda clase de desagradables residuos humanos. Bajo el despiadado resplandor del sol, incluso las carpas parecían sucias y desaliñadas. Los mirlos, tordos, herrerillos, golondrinas, reyezuelos, petirrojos, estorninos y demás pájaros cantaban con fuerza, las palomas zureaban y los grajos graznaban, y, ahora más potente, desde los árboles del bosque, llegaba el canto apagado y repetitivo del cuco. No obstante, la música de baile continuaba, aunque ahora al aire libre, bajo el cielo azul y despejado, pero entre el estruendo que armaban las aves sonaba mermada e irreal. Se estaba formando una cola para el desayuno, pero gran cantidad de gente parecía incapaz de dejar de bailar, como poseídas por un éxtasis o un deseo frenético de prolongar el hechizo y postergar el sufrimiento venidero: los remordimientos, el pesar, la esperanza empañada, los sueños hechos añicos y los horribles problemas cotidianos. A Gull le habría gustado desayunar algo. La idea de unos huevos con beicon parecía de pronto de lo más atractiva, pero no le apetecía hacer cola solo, y tenía la necesidad más fuerte e inmediata de sentarse, o mejor de tumbarse. Decidió descansar un rato y volver más tarde a por algo de comer, cuando la aglomeración fuera menor. El césped profanado, cubierto de basura, estaba asimismo salpicado, aquí y allí, de personas tumbadas, en su mayoría varones, algunos profundamente dormidos. Mientras los esquivaba, Gulliver pasó, aunque sin reconocerlo, junto al chal de cachemira de Tamar, ahora convertido en un guiñapo manchado después de que alguien lo hubiera usado para reparar un desastre provocado por una botella de vino tinto. Una tenue niebla pendía sobre el Cherwell. Pasó bajo la galería y salió al bosque. El bosque se había declarado, por motivos ecológicos y de seguridad, vedado a los asistentes al baile. Sin embargo, presumiblemente desde antes de que este concluyera, los guardas con sombrero hongo se habían esfumado y entonces infinidad de parejas se habían animado a dar un paseo entre los árboles. A lo lejos, en claros verdes y brumosos, vagaban los ciervos mientras los conejos corrían impetuosos en una y otra dirección. Gulliver avanzó tambaleándose un pequeño trecho, respirando el aire de primera hora de la mañana, delicioso, fresco y cargado de olores ribereños, y disfrutando de la hierba sin pisar. Se sentó debajo de un árbol y, entonces, se quedó dormido.
 
Iris Murdoch
El libro y la hermandad

 

Enriketa ve un fantasma