PEDRO DE ANDEIRO
DESDE los dieciocho años gastaba sombrero. Lo había comprado en La Coruña, cuando fue a despedir a un hermano que embarcaba para La Habana, y aquel sombrero gris perla le duró una docena de años; cuando ya estaba descolorido y la badana medio podre, se compró otro, más oscuro que el anterior. El viejo lo llevó algunos días yendo a pescar al río Mandeo o a segar la hierba en el prado, y luego lo tiró. Mejor dicho, lo dejó colgado de una rama de una abidueira, a orillas del río. Pasaron cuatro o cinco años. Estaba Pedro de Andeiro afilando la fouzaña con la piedra, cuando vio moverse algo por entre la hierba del prado. Era su sombrero.
—¿Quién va ahí? —preguntó el de Andeiro.
—¡Servidor! —le contestó el usuario del sombrero.
Era un zorro viejo y desdentado, la piel amarillenta, quien llevaba puesto su sombrero viejo, muy metido en la cabeza, y lo había desgarrado en la copa para que pudiesen salir al aire las dos orejas puntiagudas.
—Si no te molesta, podemos hablar algo —dijo el zorro al de Andeiro.
Este se sentó en un chanto, lio un cigarro, lo encendió, echó dos grandes bocanadas de humo, y le dijo al zorro que hablase lo que quisiese.
—Voy viejo, amigo Andeiro, y todo me sienta mal, el sol y las humedades, y hasta la carne de gallina. Siempre te veía pasar con tu sombrero puesto, y me decía si no tendría yo algún día la suerte de usar uno. En la raposería estamos muy atrasados. Tenemos buena piel, y un pelo muy decente, pero algo de ropa no nos vendría mal. El día que dejaste el sombrero en la rama de la abidueira cerca del río, me hiciste un gran favor.
—¡Pues que lo use usted muchos años! —le dijo el de Andeiro al zorro.
—¡Y tú que lo veas! —repuso este muy educado—. ¡Y aún podías hacer algo más por mí!
—Usted dirá, don…
—Llámame Bieito. Podías, cuando vienes al prado si no te es mucha molestia, traerme una taza de leche de tu cabra. Yo puedo pagarte llevándote en el monte a donde hay un conejo, como si fuese tu perro de caza. Los conejos saben que voy viejo y no los alcanzo, y no me escapan. También saben que se me indigesta su carne. ¡Otra cosa que no tenemos los raposos es cocina, carnes guisadas y leche frita! Una vez comí leche frita en casa del cura de Sigrás. El ama puso la fuente con ella en la ventana de la cocina, y yo que estaba velando la entrada del gallinero, viendo que no había nadie en la cocina, me comí media fuente. ¡Mira si te conviene el trato!
Pedro de Andeiro convino con el raposo Bieito, le llevaba leche de cabra tres veces a la semana, y aun a veces arroz con leche, y si iba a una romería y compraba roscas, pues le llevaba a Bieito roscas del santo. Y por si fuera poco le regaló un segundo sombrero, porque había comprado un tercero. Pero se lo regalo ya preparado, con un barbuquejo para que no se le cayese al correr, y además con dos buenos agujeros para las orejas.
—¡Eres un buen cristiano! —le dijo Bieito al de Andeiro.
Este sonrió y ofreció un pitillo al raposo, pero este dijo que no fumaba. Aquel invierno apareció muerto cerca de la iglesia con el sombrero puesto.
Álvaro Cunqueiro. Las historias gallegas. 1981