—¿HIZO la guerra contra Napoleón? —preguntó Max.
—Sí; en ella comenzó a distinguirse. Al comenzar la guerra de la Independencia, Carlos de España se hallaba en el Ejército de Cataluña al mando del general Vives. Luego estuvo a las órdenes de don Teodoro Reding, y después fue enviado a Salamanca al frente de una guerrilla. Agregado más tarde al general inglés Wilson, tomó parte en la batalla de Barba del Puerco y en la que se dio cerca de Alcántara. Mandaba entonces como comandante el batallón de Tiradores de Castilla, y asistió a la defensa del Puerto de Baños, por lo cual se le dio el grado de coronel el 19 de agosto de 1809.
—Está usted bien enterado.
—Sí; me ha gustado la historia contemporánea —contestó el señor Escobet—. El 18 de octubre del mismo año tomó parte en la batalla victoriosa de Tamames y en los ataques de Fresno, Medina del Campo, Alba de Tormes, Puerto del Pico y Cáceres, por lo que fue ascendido a brigadier en 14 de marzo de 1810. Por entonces operó en combinación con las partidas de don Julián Sánchez y de don Martín de la Carrera. Su brigada estuvo durante algún tiempo en la división que mandaba el mariscal de campo don Carlos O’Donnell. Este O’Donnell era absolutista, hermano de don Enrique y padre del general liberal don Leopoldo, que ha luchado en las Vascongadas y que dicen ahora lo van a nombrar capitán general del Centro para luchar contra Cabrera.
—¡Qué memoria! —exclamó Max.
—Después España mandó una división de Infantería en Portugal a las órdenes de lord Wellington y sitió Badajoz con Beresford. En la batalla de Albuera nuestro conde fue herido gravemente y le sustituyó don Pedro Agustín Girón, segundo de Castaños. En Albuera se lució más que nadie Zayas. Lord Byron cantó este combate.
—Es verdad; en Childe Harold —dijo Hugo, en una estrofa que comienza diciendo: «¡Oh, Albuera, campo de gloria y de duelo!».
—Después de curado Carlos de España, Castaños le envió a alistar reclutas en Castilla la Vieja. Molestaba mucho el conde a los enemigos, e irritado porque el general Mouton, comandante de unas tropas francesas que entraron en Ledesma, fusiló a seis prisioneros españoles veinticuatro horas después de haberlos cogido, España hizo otro tanto con igual número de franceses, escribiendo en 12 de octubre al gobernador de Salamanca, Tiebault, el aficionado a la literatura, una carta que apareció en la Gaceta de la Regencia del 12 de noviembre de 1811, y que decía así.
—Aquí entre los papeles la tengo —siguió diciendo el boticario, y leyó:
Es preciso que V.E. entienda y haga entender a los demás generales franceses que siempre que se cometa por su parte semejante violación de los derechos de la guerra o que se atropelle algún pueblo o particular, repetiré yo igual castigo inexorablemente en los oficiales y soldados franceses…, y de este modo se obligará al fin a conocer que la guerra actual no es como la que suele hacerse entre soberanos absolutos, que sacrifican la sangre de sus desgraciados pueblos para satisfacer su ambición o por el miserable interés, sino que es guerra de un pueblo libre y virtuoso que defiende sus propios derechos y la corona de un rey a quien libre y espontáneamente ha jurado y ofrecido obediencia mediante una Constitución sabia, que asegurará la libertad política y la felicidad de la nación.
—Así, que entonces era constitucional, y luego enemigo de la Constitución —dijo Max.
—Eso no tiene nada de particular —añadió Hugo—. ¿Quién no cambia?
Pío Baroja
Humano enigma
Memorias de un hombre de acción - 17
Una vez terminada la trilogía constituida por Las figuras de cera, La nave de los locos y Las mascaradas sangrientas, Baroja pensó seguir adelante con dos novelas que, en esencia, se desarrollan en Cataluña. Para escribirlas llevó a cabo un viaje por las zonas que fueron teatro de la acción del personaje principal de estas dos novelas: El Conde de España. El título de la primera, Humano Enigma, es alusivo a la extrañísima personalidad de aquel hombre que dejó fama de sanguinario y cruel como ninguno, tanto en su actuación en Barcelona durante el período absolutista, del reinado de Fernando VII, como en la de general en jefe carlista de Cataluña al final del conflicto. Como el Conde de España era de origen francés y tenía raigambre en el otro lado de los Pirineos, Baroja completó su información en los lugares de donde provenía.
Lo que, en esencia, le interesaba, como psicólogo, era contrastar la imagen popular del Conde, hecha por los escritores liberales y por los que fueron objeto de sus persecuciones, con imágenes, no apologéticas precisamente, pero que daban otra cara o faceta del hombre: la del militar del Antiguo Régimen, con educación aristocrática, dieciochesca y cierta dignidad exterior de noble de tiempos anteriores.
Pero para que el carácter fuera todavía más enigmático, Baroja encontraba que el Conde de España era, además, una especie de humorista macabro y, como militar, más culto que otros muchos de su época. El retrato minucioso que hizo de él, tomando como pretexto una acción novelesca romántica, de la que el protagonista es el narrador, o mejor dicho el que observa, es uno de los más vivos e impresionantes de cuantos da en las «Memorias de un hombre de acción», que son muchos.
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