Allí, en el edificio donde ahora está el salón de lavandería, encontré para la hija de Muller una habitación que casi correspondía a las condiciones exigidas: era espaciosa, no mal amueblada, y tenía una gran ventana que daba a uno de los viejos jardines patricios. En pleno centro urbano, reinaba la calma y la tranquilidad después de las cinco de la tarde.
Alquilé la habitación para el 1 de febrero. Después tuve complicaciones, porque, a fines de enero, Muller me escribió que su hija se había puesto enferma y no podía venir hasta el 15 de marzo; me preguntaba si yo podía conseguir que la habitación continuara libre, sin pagar el alquiler. Le escribí una carta furiosa y le expliqué los problemas de la vivienda en la ciudad. Después quedé avergonzado al ver con qué humildad me contestaba y se declaraba dispuesto a pagar seis semanas de alquiler.
Apenas si volví a pensar en la muchacha. Sólo me aseguré de que Muller había ido pagando el alquiler. Lo había enviado, y al informarme, la patrona me preguntó lo mismo que me había preguntado cuando fui a ver la habitación:
—¿Es su amiga, verdad? ¿Seguro que no es su amiga?
—¡Dios mío! —dije malhumorado—, le aseguro que no conozco a la muchacha.
—No tolero —continuó— que…
—Sé lo que usted no tolera —dije—. Pero le repito que no conozco a la muchacha.
—Bien —dijo, y yo la odié por su sonrisa de conejo—, sólo lo pregunto porque con los novios, hago a veces una excepción.
—¡Dios mío! —dije—, ¡novios encima! Tranquilícese, por favor.
Pero no pareció tranquilizarse.
Llegué a la estación con unos minutos de retraso y, mientras echaba las monedas en la máquina de los billetes de andén, intenté recordar a la muchacha que cantaba «Suweija» cuando yo llevaba los cuadernos de lenguas modernas a través del pasillo oscuro, hacia la habitación de Muller. Me situé en la escalera que bajaba al andén y pensé: rubia, veinte años, viene a la ciudad para ser maestra. Al mirar a la gente que pasaba por mi lado me pareció que el mundo estaba lleno de chicas rubias de veinte años, tantas eran las que llegaban en aquel tren. Todas llevaban, maletas en la mano y parecían venir a la ciudad para ser maestras. Estaba demasiado cansado para dirigirme a una de ellas, encendí un cigarrillo y me fui al otro lado de la puerta de acceso, y vi que tras la barandilla había una chica sentada en una maleta, que había estado todo el tiempo detrás de mí: tenía el pelo oscuro y su abrigo era verde como la hierba crecida durante una cálida noche lluviosa, tan verde que me pareció que debía de oler a hierba. Tenía el pelo oscuro, como los tejados de pizarra después de llover, el rostro blanco, de un blanco casi tan deslumbrante como una capa de revoque fresco, a través de la cual brillan tonos ocres. Pensé que era maquillaje, pero no lo era. Así que vi aquel abrigo de color verde brillante, y aquel rostro, me entró miedo de pronto, el mismo miedo que sienten los descubridores al pisar la tierra desconocida, sabiendo que otra expedición sigue el mismo camino y que quizá ha plantado ya la bandera y tomado posesión del territorio; como los descubridores, obligados a temer que sean en vano las penalidades del largo viaje, todas las fatigas, el jugar a vida o muerte.
Aquella cara se metió muy dentro de mí, me penetró, me pasó de parte a parte como un cuño que, en lugar de hacer presión sobre barras de plata, se encontrase con cera. Era como si me hubiesen atravesado sin sacarme sangre. Durante un momento de locura, sentí el deseo de destruir aquel rostro, como el pintor destruye la piedra litográfica de la que no ha sacado más que una copia.
Heinrich Böll
El pan de los años mozos
Son los tiempos de postguerra en Alemania. El joven protagonista inicia precisamente en esos duros y difíciles días su vida de trabajo.
En ésta, como en otras de sus obras, Heinrich Böll —Premio Nobel de Literatura 1972— denuncia el vacío escalofriante del que padece la humanidad. Su crítica social va dirigida hacia la hambruna, la escasez, el mercado negro, y además fustiga sin piedad antivalores como el consumismo de una sociedad que califica como «americanizada».
Pero El pan de los años mozos es también una historia de amor que, como señala el crítico Ignacio Valente, se mueve en el plano de las relaciones profundas que se crean entre un hombre y una mujer bajo la superficie de los ademanes y palabras más simples, esta carga secreta y subterránea de miedo, ternura, asombro, deseo, torpeza, veneración, que se encierra en los pocos minutos del primer encuentro.
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