Donde muere el corzo
Faro de Vigo, 13 de marzo de 1953.
Los canes, alarmando la clara y fría mañana, hicieron salir la corza al descubierto de la camposa. Y allí en la braña, —braña, verania, los altos pastos estivales—, cabe el riachuelo, la abatió el cazador apostado. Las aguas cristalinas del regato le lavaban los pies, al morir. Todas las cantigas, Johán Zorro o Pero Meogo, me venían a la imaginación y a los labios. Con una canción mía: ciervo corzo, «ave feliz que bebes agua limpia», me preguntaba cómo era posible que tanta vida, que una vida de tan rauda y acabada forma, pudiera ser muerta, sin más, en la dulzura de la mañana. La muerte no parecía posible en la mañana aquélla, tan extremada de luz, tan descanada sobre las cumbres y los valles, de tan dilatada y fina arquitectura, ordenado el aire en nerviosos arcos ojivales. Pero allí estaba la corza muerta. Como Julio César en Shakespeare: «un ciervo alanceado por muchos príncipes», la corza yacía en la breve orilla, imagen también de una suprema y soberbia majestad derribada… Alguien, en Francia, dijo que todo lo que pasa, la vida toda, es llevado a morir a un libro. Curtius ha estudiado esto maravillosamente, estudiando la idea francesa de civilización. A mí me gustaría decir que en Galicia todo lo que pasa, la vida toda, es llevado a morir a una canción.
—Dime a onde vas, miña corza ferida,
dime a onde vas, polo teu amor.
—Vóu para os versos d’unha cantiga,
meu cazador!
Le he cerrado los ojos a la corza, porque de tan quietos, preguntaban. Preguntaban, quizás: «¿Conoces el país donde el aire se viste con mi vuelo?»… Y me aparté de los cazadores, deletreando en el magín la cantiga en que la corza podía, aun muerta, seguir soñando hierbas verdes y las frescas fuentes.
Yo me iba con Johán Zorro y Pero Meogo y los claros trovadores, comprendiendo cuán misterioso femenino elemento ellos introdujeron en sus cantigas, poblándolas de ciervas y de agua.
Todo el Carracedo, monte «que a tódol-os montes pon medo», es ahora de oro, de oro antiguo. Los tojales han florecido, espesos, y avanzan hasta la misma áspera cumbre, donde todavía se tienden blancos paños de nieve. Esos pozos de estrecha boca son las «pias», mandadas excavar para neveras por los bernardos de Meira, que en la canícula gustaban de los sorbetes italianos. Cerca de ellas, una noze corta esquilme. El suelto cabello se lo lleva, como una paloma negra, el fino noroeste.
—Dime a onde vai teu cabelo, doncela,
dime a onde vai, polo teu amor.
—Vai para unha fita verde de seda,
meu cazador!
Se incorpora un momento, con la hoz en la mano, y parece que ha brotado de la entraña misma del monte oscuro, la luna nueva, un labio de brillante plata… Hasta esta fresca y jugosa hierba arnaceira llegaría el labio goloso de la corza muerta. Hasta esta agua que tímidamente nace, y no bien nace, huye monte abajo, llegaría su sed. Puesta toda la mañana en verso, ¿cómo no terminar la cantiga?
—Dime unha fonte d’auga, amiga,
dime unha fonte, polo teu amor.
—Alí onde a corza á l-alba bebía,
meu cazador!
Poniéndome la mañana en verso, viéndola tan tierna de luz y tan próxima —yo mismo era de la mañana, de la radiante claridad de la mañana—, tan llena de respuestas como mi corazón de preguntas, me parecía medir con mis largas zancadas una madurez antigua, un país profundamente significativo, que precisamente se expresaba así, sereno y grave, por su misteriosa y acuciante antigüedad: la corza, el tojo, la nieve, la moza, la soledad del carracedo, la lengua en que yo iba diciendo el verso, los caminos a Meira, Bretoña y Mondoñedo. Hasta la misma parca comida en el puente de Rioseco, el pan de ferraxe, la carne y el queso, el oscuro vino… El paso de Rioseco, apretado entre agrios montes, es talmente un grabado de Gustavo Doré: esos países oscuros como túneles que desembocan en una redonda claridad. Pero las miradas de mis ojos las llevaba la corza muerta, izada al coupé del coche. Nunca he visto nada tan muerto, tan irremediable y desesperadamente muerto, tan conforme a la idea de la muerte camal. Ni un César ni una moza.
Álvaro Cunqueiro
El pasajero en Galicia
Bajo el título El pasajero en Galicia, Álvaro Cunqueiro escribió, a comienzos de los años cincuenta, una serie de artículos para el periódico Faro de Vigo en los que, pueblo a pueblo, ciudad a ciudad, hacía la crónica turística y sentimental de su país natal. Constituye, así, una inmejorable guía de las tierras y leyendas realizada por el más sabio, ameno y cordial de los cicerones. El volumen, cuidadosamente editado por César Antonio Molina, contiene además dos crónicas de los viajes de Cunqueiro por las rutas de peregrinación, así como los artículos escritos para una serie que, con el título Introducción a una historia de las tabernas gallegas, el autor proyectaba ir publicando, y otros textos de diversa procedencia donde el célebre escritor se recrea en la geografía y las gentes de Galicia.
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