29 enero 2021

29 de enero

Aquella vez Mauricio comprendió que todo había acabado. Durante cuatro horas, en medio del fuego terrible de las trincheras prusianas había permanecido en el parque de Buzenval, entre las filas de la guardia nacional; y cuando volvió a París, ponderó el valor de aquella fuerza. Efectivamente, la guardia nacional se había portado con bizarría. Y siendo así, ¿de qué procedía la derrota, sino de la estupidez y de la traición de los jefes? En la calle de Rívoli encontró Mauricio grandes grupos que gritaban: ¡Abajo Trochu! ¡Viva la Commune! Era el despertar de la pasión revolucionaría, una nueva manifestación de la opinión, tan alarmante, que el Gobierno de la Defensa Nacional, para no caer, tuvo que obligar al general Trochu a presentar su dimisión, y nombró en su lugar al general Vinoy. Aquel mismo día, en una reunión pública de Belleville, en la que había entrado Mauricio, oyó reclamar de nuevo el ataque en masa. Demasiado sabía él que aquello era una locura, y sin embargo, le impresionó aquella obstinación. Pasó la noche soñando con prodigios.

Transcurrieron ocho días más. París agonizaba sin exhalar ni una quejo. Las tiendas no se abrían ya; los pocos transeúntes no encontraban coches en las calles desiertas. Habían sido comidos cuarenta mil caballos; los perros, los gatos y las ratas se pagaban muy caros. Desde que se había acabado el trigo, el pan, hecho con arroz y avena, era un pan negro, viscoso, de difícil di gestión; y para conseguir la ración, reducida a 300 gramos, las colas interminables delante de las panaderías se hacían mortales. ¡Cuánta lástima inspiraban aquellas pobres mujeres, esperando horas y horas a la intemperie! La mortalidad había triplicado; los teatros estaban convertidos en hospitales. Desde el anochecer los antiguos barrios aristocráticos quedaban silenciosos y a obscuras, como si fueran arrabales de una dudad maldita, asolada por la peste. Y en aquel silencio, en aquella obscuridad, solo se oía el continuado fragor del bombardeo, solo se veían los fogonazos de los cañones.

De repente el 29 de enero, París supo que, desde la antevíspera, estaba Julio Favre en tratos con Bismarck para conseguir un armisticio; y, al mismo tiempo, se enteró de que no quedaba pan sino para diez días. La capitulación brutal se imponía. París, estupefacto al saber la verdad, dejó obrar. Aquel mismo día, a la noche, se disparó el último cañonazo. Cuando los alemanes ocuparon los fuertes, el regimiento de Mauricio volvió a acampar, cerca de Montrouge, dentro del recinto fortificado. Y entonces empezó para Mauricio una existencia vaga, llena de holganza y de fiebre. La disciplina se había relajado mucho; los soldados se desbandaban, vagaban sin objeto fijo, esperando el momento de recibir su licencia. Pero Mauricio seguía inquieto, nervioso e irritable. Leía con avidez los periódicos revolucionarios, y aquel armisticio de tres semanas, pactado con el único objeto de que Francia pudiera nombrar una Asamblea para acordar la paz, le parecía una asechanza, un a traición final. Aunque París se viese obligado a capitular, él estaba, con Gambetta, por la continuación de la guerra en el centro y en el Norte. El desastre del ejército del Este lo puso furioso. Las elecciones acabaron de desesperarle. Era lo que él había previsto, las provincias cobardes, irritadas con la resistencia de París, ansiando la paz, restableciendo la monarquía, bajo los cañones de los prusianos. Después de las primeras sesiones de Burdeos, Thiers, elegido en veintiséis departamentos, aclamado jefe del poder ejecutivo, fue a los ojos de Mauricio el monstruo, el hombre de todas las mentiras y de todos los crímenes. Y ya no se inquietó; aquella paz, hecha por una Asamblea monárquica, le parecía el colmo de la vergüenza; deliraba con solo la idea de las durísimas condiciones, la indemnización de los cinco mil millones. Metz entregado, la Alsacia cedida, el oro y la sangre de Francia corriendo por aquella herida incurable.

Entonces, en los últimos días de febrero, Mauricio se decidió a desertar. Un artículo del tratado decía que los soldados acampados en París serían desarmados y mandados a sus casas. Él no esperó; le parecía que le arrancarían el corazón si salía de aquel París glorioso, que solo había cedido al hambre; y desapareció, tomó, en la calle des Orties, en lo alto de la Butte des Moulins, en una casa de seis pisos, un cuartito amueblado, una especie de torrecilla, desde donde se veía el mar sin limites de los tejados, desde las Tullerías hasta la Bastilla. Un antiguo compañero de la Facultad de Derecho le había prestado cien trancos. Se alistó en un batallón de la guardia nacional, y con el franco y medio de la paga tendría bastante. Le horrorizaba el pensamiento de una existencia tranquila y egoísta en provincias. Hasta las cartas que recibía de su hermana Enriqueta, a quien había escrito inmediatamente después del armisticio, le incomodaban, con sus súplicas, con el deseo ardiente de volver a Remilly. Él se negaba, iría más tarde, cuando ya no estuvieran allí los prusianos.

Émile Zola
La Débâcle (El desastre)
Los Rougon-Macquart - 19

La Débâcle es la penúltima novela de la colección Los Rougon-Macquart. Narra algunos aspectos políticos y militares que llevaron a la caída del régimen del Segundo Imperio encabezado de Napoleón III en 1870, en particular la guerra franco-prusiana, la batalla de Sedan y la Comuna de París.

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