El aire de la habitación le heló los hombros. Se estiró cuidadosamente bajo las sábanas y descansó junto a su mujer. Uno por uno convertidos en sombras. Mejor pasar temerariamente a ese otro mundo, en plena gloria de alguna pasión, que decaer y ajarse funestamente con la edad. Pensó en cómo la que yacía junto a él había guardado en el corazón aquella imagen de los ojos de su amante al decirle que no deseaba vivir.
Lágrimas generosas colmaron los ojos de Gabriel. Jamás había sentido algo parecido hacia mujer alguna, pero sabía que tal sentimiento había de ser amor. Las lágrimas se hicieron más espesas en sus ojos, y en la penumbra imaginó que veía la imagen de un joven bajo un árbol goteante. Había otras formas cercanas. Su alma había alcanzado esa región en la que moran las vastas huestes de los muertos. Era consciente de ello pero incapaz de aprehender sus aviesas y vacilantes existencias. Su propia identidad se disolvía en un mundo gris intangible: el mismísimo sólido mundo en el que esos muertos se habían erguido y donde habían vivido, se borraba y consumía.
James Joyce
Dublineses
Título original: Dubliners
James Joyce, 1914
Traducción: Eduardo Chamorro, 1993