15 marzo 2021

15 de marzo

Allí, en el edificio donde ahora está el salón de lavandería, encontré para la hija de Muller una habitación que casi correspondía a las condiciones exigidas: era espaciosa, no mal amueblada, y tenía una gran ventana que daba a uno de los viejos jardines patricios. En pleno centro urbano, reinaba la calma y la tranquilidad después de las cinco de la tarde.

Alquilé la habitación para el 1 de febrero. Después tuve complicaciones, porque, a fines de enero, Muller me escribió que su hija se había puesto enferma y no podía venir hasta el 15 de marzo; me preguntaba si yo podía conseguir que la habitación continuara libre, sin pagar el alquiler. Le escribí una carta furiosa y le expliqué los problemas de la vivienda en la ciudad. Después quedé avergonzado al ver con qué humildad me contestaba y se declaraba dispuesto a pagar seis semanas de alquiler.

Apenas si volví a pensar en la muchacha. Sólo me aseguré de que Muller había ido pagando el alquiler. Lo había enviado, y al informarme, la patrona me preguntó lo mismo que me había preguntado cuando fui a ver la habitación:

—¿Es su amiga, verdad? ¿Seguro que no es su amiga?

—¡Dios mío! —dije malhumorado—, le aseguro que no conozco a la muchacha.

—No tolero —continuó— que…

—Sé lo que usted no tolera —dije—. Pero le repito que no conozco a la muchacha.

—Bien —dijo, y yo la odié por su sonrisa de conejo—, sólo lo pregunto porque con los novios, hago a veces una excepción.

—¡Dios mío! —dije—, ¡novios encima! Tranquilícese, por favor.

Pero no pareció tranquilizarse.

Llegué a la estación con unos minutos de retraso y, mientras echaba las monedas en la máquina de los billetes de andén, intenté recordar a la muchacha que cantaba «Suweija» cuando yo llevaba los cuadernos de lenguas modernas a través del pasillo oscuro, hacia la habitación de Muller. Me situé en la escalera que bajaba al andén y pensé: rubia, veinte años, viene a la ciudad para ser maestra. Al mirar a la gente que pasaba por mi lado me pareció que el mundo estaba lleno de chicas rubias de veinte años, tantas eran las que llegaban en aquel tren. Todas llevaban, maletas en la mano y parecían venir a la ciudad para ser maestras. Estaba demasiado cansado para dirigirme a una de ellas, encendí un cigarrillo y me fui al otro lado de la puerta de acceso, y vi que tras la barandilla había una chica sentada en una maleta, que había estado todo el tiempo detrás de mí: tenía el pelo oscuro y su abrigo era verde como la hierba crecida durante una cálida noche lluviosa, tan verde que me pareció que debía de oler a hierba. Tenía el pelo oscuro, como los tejados de pizarra después de llover, el rostro blanco, de un blanco casi tan deslumbrante como una capa de revoque fresco, a través de la cual brillan tonos ocres. Pensé que era maquillaje, pero no lo era. Así que vi aquel abrigo de color verde brillante, y aquel rostro, me entró miedo de pronto, el mismo miedo que sienten los descubridores al pisar la tierra desconocida, sabiendo que otra expedición sigue el mismo camino y que quizá ha plantado ya la bandera y tomado posesión del territorio; como los descubridores, obligados a temer que sean en vano las penalidades del largo viaje, todas las fatigas, el jugar a vida o muerte.

Aquella cara se metió muy dentro de mí, me penetró, me pasó de parte a parte como un cuño que, en lugar de hacer presión sobre barras de plata, se encontrase con cera. Era como si me hubiesen atravesado sin sacarme sangre. Durante un momento de locura, sentí el deseo de destruir aquel rostro, como el pintor destruye la piedra litográfica de la que no ha sacado más que una copia.

Heinrich Böll
El pan de los años mozos

Son los tiempos de postguerra en Alemania. El joven protagonista inicia precisamente en esos duros y difíciles días su vida de trabajo.

En ésta, como en otras de sus obras, Heinrich Böll —Premio Nobel de Literatura 1972— denuncia el vacío escalofriante del que padece la humanidad. Su crítica social va dirigida hacia la hambruna, la escasez, el mercado negro, y además fustiga sin piedad antivalores como el consumismo de una sociedad que califica como «americanizada».

Pero El pan de los años mozos es también una historia de amor que, como señala el crítico Ignacio Valente, se mueve en el plano de las relaciones profundas que se crean entre un hombre y una mujer bajo la superficie de los ademanes y palabras más simples, esta carga secreta y subterránea de miedo, ternura, asombro, deseo, torpeza, veneración, que se encierra en los pocos minutos del primer encuentro.

Calles de Gijón

Calles de Gijón

14 marzo 2021

14 de marzo

—¿HIZO la guerra contra Napoleón? —preguntó Max.

—Sí; en ella comenzó a distinguirse. Al comenzar la guerra de la Independencia, Carlos de España se hallaba en el Ejército de Cataluña al mando del general Vives. Luego estuvo a las órdenes de don Teodoro Reding, y después fue enviado a Salamanca al frente de una guerrilla. Agregado más tarde al general inglés Wilson, tomó parte en la batalla de Barba del Puerco y en la que se dio cerca de Alcántara. Mandaba entonces como comandante el batallón de Tiradores de Castilla, y asistió a la defensa del Puerto de Baños, por lo cual se le dio el grado de coronel el 19 de agosto de 1809.

—Está usted bien enterado.

—Sí; me ha gustado la historia contemporánea —contestó el señor Escobet—. El 18 de octubre del mismo año tomó parte en la batalla victoriosa de Tamames y en los ataques de Fresno, Medina del Campo, Alba de Tormes, Puerto del Pico y Cáceres, por lo que fue ascendido a brigadier en 14 de marzo de 1810. Por entonces operó en combinación con las partidas de don Julián Sánchez y de don Martín de la Carrera. Su brigada estuvo durante algún tiempo en la división que mandaba el mariscal de campo don Carlos O’Donnell. Este O’Donnell era absolutista, hermano de don Enrique y padre del general liberal don Leopoldo, que ha luchado en las Vascongadas y que dicen ahora lo van a nombrar capitán general del Centro para luchar contra Cabrera.

—¡Qué memoria! —exclamó Max.

—Después España mandó una división de Infantería en Portugal a las órdenes de lord Wellington y sitió Badajoz con Beresford. En la batalla de Albuera nuestro conde fue herido gravemente y le sustituyó don Pedro Agustín Girón, segundo de Castaños. En Albuera se lució más que nadie Zayas. Lord Byron cantó este combate.

—Es verdad; en Childe Harold —dijo Hugo, en una estrofa que comienza diciendo: «¡Oh, Albuera, campo de gloria y de duelo!».

—Después de curado Carlos de España, Castaños le envió a alistar reclutas en Castilla la Vieja. Molestaba mucho el conde a los enemigos, e irritado porque el general Mouton, comandante de unas tropas francesas que entraron en Ledesma, fusiló a seis prisioneros españoles veinticuatro horas después de haberlos cogido, España hizo otro tanto con igual número de franceses, escribiendo en 12 de octubre al gobernador de Salamanca, Tiebault, el aficionado a la literatura, una carta que apareció en la Gaceta de la Regencia del 12 de noviembre de 1811, y que decía así.

—Aquí entre los papeles la tengo —siguió diciendo el boticario, y leyó:

Es preciso que V.E. entienda y haga entender a los demás generales franceses que siempre que se cometa por su parte semejante violación de los derechos de la guerra o que se atropelle algún pueblo o particular, repetiré yo igual castigo inexorablemente en los oficiales y soldados franceses…, y de este modo se obligará al fin a conocer que la guerra actual no es como la que suele hacerse entre soberanos absolutos, que sacrifican la sangre de sus desgraciados pueblos para satisfacer su ambición o por el miserable interés, sino que es guerra de un pueblo libre y virtuoso que defiende sus propios derechos y la corona de un rey a quien libre y espontáneamente ha jurado y ofrecido obediencia mediante una Constitución sabia, que asegurará la libertad política y la felicidad de la nación.

—Así, que entonces era constitucional, y luego enemigo de la Constitución —dijo Max.

—Eso no tiene nada de particular —añadió Hugo—. ¿Quién no cambia?

Pío Baroja
Humano enigma
Memorias de un hombre de acción - 17

Una vez terminada la trilogía constituida por Las figuras de cera, La nave de los locos y Las mascaradas sangrientas, Baroja pensó seguir adelante con dos novelas que, en esencia, se desarrollan en Cataluña. Para escribirlas llevó a cabo un viaje por las zonas que fueron teatro de la acción del personaje principal de estas dos novelas: El Conde de España. El título de la primera, Humano Enigma, es alusivo a la extrañísima personalidad de aquel hombre que dejó fama de sanguinario y cruel como ninguno, tanto en su actuación en Barcelona durante el período absolutista, del reinado de Fernando VII, como en la de general en jefe carlista de Cataluña al final del conflicto. Como el Conde de España era de origen francés y tenía raigambre en el otro lado de los Pirineos, Baroja completó su información en los lugares de donde provenía.

Lo que, en esencia, le interesaba, como psicólogo, era contrastar la imagen popular del Conde, hecha por los escritores liberales y por los que fueron objeto de sus persecuciones, con imágenes, no apologéticas precisamente, pero que daban otra cara o faceta del hombre: la del militar del Antiguo Régimen, con educación aristocrática, dieciochesca y cierta dignidad exterior de noble de tiempos anteriores.

Pero para que el carácter fuera todavía más enigmático, Baroja encontraba que el Conde de España era, además, una especie de humorista macabro y, como militar, más culto que otros muchos de su época. El retrato minucioso que hizo de él, tomando como pretexto una acción novelesca romántica, de la que el protagonista es el narrador, o mejor dicho el que observa, es uno de los más vivos e impresionantes de cuantos da en las «Memorias de un hombre de acción», que son muchos.



Calles de Gijón

Calles de Gijón

13 marzo 2021

13 de marzo

Donde muere el corzo

Faro de Vigo, 13 de marzo de 1953.

Los canes, alarmando la clara y fría mañana, hicieron salir la corza al descubierto de la camposa. Y allí en la braña, —braña, verania, los altos pastos estivales—, cabe el riachuelo, la abatió el cazador apostado. Las aguas cristalinas del regato le lavaban los pies, al morir. Todas las cantigas, Johán Zorro o Pero Meogo, me venían a la imaginación y a los labios. Con una canción mía: ciervo corzo, «ave feliz que bebes agua limpia», me preguntaba cómo era posible que tanta vida, que una vida de tan rauda y acabada forma, pudiera ser muerta, sin más, en la dulzura de la mañana. La muerte no parecía posible en la mañana aquélla, tan extremada de luz, tan descanada sobre las cumbres y los valles, de tan dilatada y fina arquitectura, ordenado el aire en nerviosos arcos ojivales. Pero allí estaba la corza muerta. Como Julio César en Shakespeare: «un ciervo alanceado por muchos príncipes», la corza yacía en la breve orilla, imagen también de una suprema y soberbia majestad derribada… Alguien, en Francia, dijo que todo lo que pasa, la vida toda, es llevado a morir a un libro. Curtius ha estudiado esto maravillosamente, estudiando la idea francesa de civilización. A mí me gustaría decir que en Galicia todo lo que pasa, la vida toda, es llevado a morir a una canción.

—Dime a onde vas, miña corza ferida,
dime a onde vas, polo teu amor.
—Vóu para os versos d’unha cantiga,
meu cazador!

Le he cerrado los ojos a la corza, porque de tan quietos, preguntaban. Preguntaban, quizás: «¿Conoces el país donde el aire se viste con mi vuelo?»… Y me aparté de los cazadores, deletreando en el magín la cantiga en que la corza podía, aun muerta, seguir soñando hierbas verdes y las frescas fuentes.

Yo me iba con Johán Zorro y Pero Meogo y los claros trovadores, comprendiendo cuán misterioso femenino elemento ellos introdujeron en sus cantigas, poblándolas de ciervas y de agua.

Todo el Carracedo, monte «que a tódol-os montes pon medo», es ahora de oro, de oro antiguo. Los tojales han florecido, espesos, y avanzan hasta la misma áspera cumbre, donde todavía se tienden blancos paños de nieve. Esos pozos de estrecha boca son las «pias», mandadas excavar para neveras por los bernardos de Meira, que en la canícula gustaban de los sorbetes italianos. Cerca de ellas, una noze corta esquilme. El suelto cabello se lo lleva, como una paloma negra, el fino noroeste.

—Dime a onde vai teu cabelo, doncela,
dime a onde vai, polo teu amor.
—Vai para unha fita verde de seda,
meu cazador!

Se incorpora un momento, con la hoz en la mano, y parece que ha brotado de la entraña misma del monte oscuro, la luna nueva, un labio de brillante plata… Hasta esta fresca y jugosa hierba arnaceira llegaría el labio goloso de la corza muerta. Hasta esta agua que tímidamente nace, y no bien nace, huye monte abajo, llegaría su sed. Puesta toda la mañana en verso, ¿cómo no terminar la cantiga?

—Dime unha fonte d’auga, amiga,
dime unha fonte, polo teu amor.
—Alí onde a corza á l-alba bebía,
meu cazador!

Poniéndome la mañana en verso, viéndola tan tierna de luz y tan próxima —yo mismo era de la mañana, de la radiante claridad de la mañana—, tan llena de respuestas como mi corazón de preguntas, me parecía medir con mis largas zancadas una madurez antigua, un país profundamente significativo, que precisamente se expresaba así, sereno y grave, por su misteriosa y acuciante antigüedad: la corza, el tojo, la nieve, la moza, la soledad del carracedo, la lengua en que yo iba diciendo el verso, los caminos a Meira, Bretoña y Mondoñedo. Hasta la misma parca comida en el puente de Rioseco, el pan de ferraxe, la carne y el queso, el oscuro vino… El paso de Rioseco, apretado entre agrios montes, es talmente un grabado de Gustavo Doré: esos países oscuros como túneles que desembocan en una redonda claridad. Pero las miradas de mis ojos las llevaba la corza muerta, izada al coupé del coche. Nunca he visto nada tan muerto, tan irremediable y desesperadamente muerto, tan conforme a la idea de la muerte camal. Ni un César ni una moza.

Álvaro Cunqueiro
El pasajero en Galicia

Bajo el título El pasajero en Galicia, Álvaro Cunqueiro escribió, a comienzos de los años cincuenta, una serie de artículos para el periódico Faro de Vigo en los que, pueblo a pueblo, ciudad a ciudad, hacía la crónica turística y sentimental de su país natal. Constituye, así, una inmejorable guía de las tierras y leyendas realizada por el más sabio, ameno y cordial de los cicerones. El volumen, cuidadosamente editado por César Antonio Molina, contiene además dos crónicas de los viajes de Cunqueiro por las rutas de peregrinación, así como los artículos escritos para una serie que, con el título Introducción a una historia de las tabernas gallegas, el autor proyectaba ir publicando, y otros textos de diversa procedencia donde el célebre escritor se recrea en la geografía y las gentes de Galicia.

Calles de Gijón

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12 marzo 2021

12 de marzo

Ante esta situación, leemos que su majestad Carlos II de Inglaterra, quien, si bien Defensor de la Fe, era un consumado gandul y jaranero monarca, solucionó toda la cuestión con un garabato de su pluma, mediante el cual regaló una gran extensión de Norteamérica, incluida la provincia de Nuevos Países Bajos, a su hermano, el duque de York: una donación verdaderamente fiel a sus obligaciones, pues solo los grandes monarcas tienen derecho a entregar lo que no les pertenece.

Para que este munífico presente no fuera meramente nominal, su majestad ordenó el 12 de marzo de 1664 la preparación inmediata de un gallardo ejército para invadir la ciudad de Nueva Ámsterdam por mar y tierra y de este modo situar a su hermano en completo dominio de sus propiedades.

Esta es la crítica situación que afrontaban los habitantes de Nuevos Países Bajos. Los honrados burgueses, lejos de concebir el peligro que enfrentan sus intereses, se encuentran tranquilamente fumando sus pipas sin pensar en nada en absoluto; el consejo privado del gobernador ronca en este momento en total quorum, como si se tratara del zumbido de quinientas gaitas; mientras que el activo Pieter, quien asume todo el esfuerzo de pensar y actuar sobre sus hombros, afanosamente trata de hallar el modo de llevar a buen término las relaciones con el gran consejo de los anfictiones. Mientras tanto, un feroz nubarrón frunce oscuro el ceño en el horizonte: pronto estallará en el mismo rostro de estos amodorrados neerlandeses y pondrá a prueba por completo la valentía de su resuelto gobernador.

Sin embargo, suceda lo que suceda, comprometo aquí mi veracidad a que en todos los conflictos bélicos y sutiles confusiones se desenvolverá Pedro el Testarudo con el gallardo porte e inmaculado honor de un obstinado caballero de mente noble de los viejos tiempos. ¡A la carga, pues! ¡Brillen propicias estrellas sobre la renombrada ciudad de Manhattoes y que las bendiciones de san Nicolás estén contigo, honrado Pieter Stuyvesant!

Washington Irving
Una historia de Nueva York

Esta no es una historia cualquiera.
En 1809, un anciano caballero que responde al nombre de Diedrich Knickerbocker desaparece del hotel en el que se hospedaba, dejando en su habitación un par de alforjas que contienen un montón de hojas manuscritas. Ante la imposibilidad de dar con su paradero, los dueños del hotel envían una nota de aviso a varios diarios con la esperanza de que alguien les ayude a encontrarlo, pues se teme por su salud mental y, además, se ha marchado sin saldar su cuenta. Es probable que por ello se vean obligados a vender el curioso legajo de las alforjas para su publicación.
Y así sucedió, y el presente libro cosechó un gran éxito entre los lectores de la época, quienes no supieron hasta más adelante que nunca existieron tales hospederos y jamás vivió tal historiador: tras Knickerbocker se esconde el magistral Washington Irving, en una singular y amena obra que nos lleva a los orígenes de la ciudad de Nueva York. Como señala el propio Irving en su epílogo, «quedé sorprendido al descubrir el escaso número de mis conciudadanos que eran conscientes de que Nueva York había sido con antelación Nueva Ámsterdam, que habían oído los nombres de sus primeros gobernadores neerlandeses». Un relato que verdaderamente hizo historia.


¡A volar!