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04 julio 2021

4 de julio

En el año de nuestro Señor de 1804, en una tarde agradable del suave mes de octubre, salí a dar mi habitual paseo por The Battery, que es a un tiempo orgullo y baluarte de esta antigua e inexpugnable ciudad de Nueva York. Recuerdo bien aquellos días, pues precedieron a ese invierno extraordinariamente frío en el que nuestro sagaz Ayuntamiento, en un brote de filantropía económica, hizo pedazos, gastando para ello varios cientos de dólares, las murallas de madera que le habían costado varios miles, para distribuir los fragmentos podridos, cuyo valor era considerablemente inferior a nada, entre los temblorosos pobres de la ciudad. Jamás, desde la caída de las murallas de Jericó o de las almenas de construcción divina de Troya, ha asistido el mundo a tal demolición, la cual no quedó sin castigo: cinco hombres, once ancianas y diecinueve niños, además de gatos, perros y negros, quedaron ciegos en el intento vano de ahumarse para entrar en calor, gracias a este caritativo sustituto de la leña que produjo también una epidemia de ojos llorosos que se repite desde entonces todos los inviernos particularmente entre quienes se lanzan a quemar maderos podridos, se calientan con la caridad de otros o utilizan chimeneas modernas.

12 marzo 2021

12 de marzo

Ante esta situación, leemos que su majestad Carlos II de Inglaterra, quien, si bien Defensor de la Fe, era un consumado gandul y jaranero monarca, solucionó toda la cuestión con un garabato de su pluma, mediante el cual regaló una gran extensión de Norteamérica, incluida la provincia de Nuevos Países Bajos, a su hermano, el duque de York: una donación verdaderamente fiel a sus obligaciones, pues solo los grandes monarcas tienen derecho a entregar lo que no les pertenece.

Para que este munífico presente no fuera meramente nominal, su majestad ordenó el 12 de marzo de 1664 la preparación inmediata de un gallardo ejército para invadir la ciudad de Nueva Ámsterdam por mar y tierra y de este modo situar a su hermano en completo dominio de sus propiedades.

Esta es la crítica situación que afrontaban los habitantes de Nuevos Países Bajos. Los honrados burgueses, lejos de concebir el peligro que enfrentan sus intereses, se encuentran tranquilamente fumando sus pipas sin pensar en nada en absoluto; el consejo privado del gobernador ronca en este momento en total quorum, como si se tratara del zumbido de quinientas gaitas; mientras que el activo Pieter, quien asume todo el esfuerzo de pensar y actuar sobre sus hombros, afanosamente trata de hallar el modo de llevar a buen término las relaciones con el gran consejo de los anfictiones. Mientras tanto, un feroz nubarrón frunce oscuro el ceño en el horizonte: pronto estallará en el mismo rostro de estos amodorrados neerlandeses y pondrá a prueba por completo la valentía de su resuelto gobernador.

Sin embargo, suceda lo que suceda, comprometo aquí mi veracidad a que en todos los conflictos bélicos y sutiles confusiones se desenvolverá Pedro el Testarudo con el gallardo porte e inmaculado honor de un obstinado caballero de mente noble de los viejos tiempos. ¡A la carga, pues! ¡Brillen propicias estrellas sobre la renombrada ciudad de Manhattoes y que las bendiciones de san Nicolás estén contigo, honrado Pieter Stuyvesant!

Washington Irving
Una historia de Nueva York

Esta no es una historia cualquiera.
En 1809, un anciano caballero que responde al nombre de Diedrich Knickerbocker desaparece del hotel en el que se hospedaba, dejando en su habitación un par de alforjas que contienen un montón de hojas manuscritas. Ante la imposibilidad de dar con su paradero, los dueños del hotel envían una nota de aviso a varios diarios con la esperanza de que alguien les ayude a encontrarlo, pues se teme por su salud mental y, además, se ha marchado sin saldar su cuenta. Es probable que por ello se vean obligados a vender el curioso legajo de las alforjas para su publicación.
Y así sucedió, y el presente libro cosechó un gran éxito entre los lectores de la época, quienes no supieron hasta más adelante que nunca existieron tales hospederos y jamás vivió tal historiador: tras Knickerbocker se esconde el magistral Washington Irving, en una singular y amena obra que nos lleva a los orígenes de la ciudad de Nueva York. Como señala el propio Irving en su epílogo, «quedé sorprendido al descubrir el escaso número de mis conciudadanos que eran conscientes de que Nueva York había sido con antelación Nueva Ámsterdam, que habían oído los nombres de sus primeros gobernadores neerlandeses». Un relato que verdaderamente hizo historia.


23 junio 2018

LEYENDA DE LAS DOS ESTATUAS DISCRETAS (una leyenda para la Noche de san Juan)

LEYENDA DE LAS DOS ESTATUAS DISCRETAS
Vivió un tiempo en unas dependencias de la Alhambra un hombrecillo llamado Lope Sánchez, jardinero feliz como un saltamontes, que se pasaba el día cantando. Era el alma, la vida de la fortaleza; cuando acababa de trabajar tomaba asiento en uno de los bancos de piedra de la explanada, rasgueaba la guitarra y cantaba coplas en honor del Cid, de Bernardo del Carpio, de Hernando del Pulgar y de otros héroes españoles, cosa que encantaba hasta la emoción a los soldados veteranos de la fortaleza. En otras ocasiones cambiaba el tono y se iba, más alegre, a los boleros y fandangos que tanto gustaban de bailar las muchachas.
Como suele ser común en los hombres bajitos, Lope Sánchez tenía por esposa a una mujerona que podía habérselo metido tranquilamente en la bolsa de su delantal; pero, contra lo que es corriente en los pobres, su prole era escasa; tanto, que solo alcanzaba al primer hijo, o hija, mejor dicho, que por los días en que transcurre esta historia tenía doce años. Sanchica, la llamaban, y era una niña de ojos muy vivos y muy negros, de tan buen carácter como su padre, que se desvivía por ella. Mientras Lope cuidaba de los jardines, Sanchica retozaba a su lado, bailaba al son de la guitarra, y en la compañía del padre corría y saltaba como un cervatillo por los claustros entonces en ruinas de la Alhambra.
Fue la víspera de San Juan y la gente ociosa de la Alhambra, hombres, mujeres y niños, se dirigió de noche al Cerro del Sol, que se alza sobre el Generalife, para pasar allí la noche de fiesta. Era una noche apacible, despejada y con la nítida luz de una luna que plateaba las cúspides de las montañas y arrojaba sombras sobre las cúpulas y los campanarios de la ciudad, haciendo de la vega una suerte de país de las hadas con arroyos igualmente plateados que refulgían en su discurrir por el bosque oscuro. También los que vivían en las aldeas vecinas acudían a pasar la noche de San Juan en las colinas y en los cerros de la comarca, y encendían hogueras que en la vega y alrededor de las faldas de las montañas llameaban pálidamente bajo el imperio de la luz de la luna. En el Cerro fueron muchos los que pasaron la noche con gran alegría, bailando a los sones de la guitarra de Lope Sánchez, un hombre especialmente feliz cuando se celebraban fiestas populares, de las que era el rey indiscutible. Mientras bailaban y cantaban los vecinos, Sanchica y unas amigas se alejaron hasta las ruinas de un antiguo bastión morisco que coronaba la montaña. Allí se pusieron a recoger piedrecillas del suelo, y en el foso se encontró Sanchica una pequeña mano de azabache con el puño cerrado y el dedo pulgar asegurando el puño, un bonito adorno… Feliz por su hallazgo, corrió Sanchica hasta donde se encontraba su madre para enseñárselo; naturalmente, la pequeña mano de azabache se convirtió al momento en objeto de admiración y de conversaciones de aquellas buenas gentes, aunque todos contemplaban el adorno, un colgante, con cierta prevención supersticiosa.
—Tira eso todo lo lejos que puedas —dijo uno—; es un amuleto moro y te traerá mala suerte porque es maléfico…
—No hagas caso —dijo otro—; llévalo mañana al Zacatín y verás qué bien te lo pagan…
En ésas estaban cuando se acercó al corrillo un veterano que había servido en África, de tez semejante a la de un moro, y tomó la mano de azabache para examinarla con mucha atención.
—He visto muchas iguales entre los de la berbería —dijo al fin—; tiene poderes contra el mal de ojo y toda clase de hechicerías y encantamientos. Enhorabuena, amigo Lope, porque tu hija será bienaventurada en adelante…
Nada más oír aquellas palabras, la mujer de Lope ató la manita de azabache a una cinta y la colgó del cuello de su hija.
Aquel talismán, como lo llamaron todos después de escuchar al soldado, incitó leyendas moriscas en la imaginación de las gentes. Se acabó así la danza, se sentaron en grupos y se pusieron a contar leyendas que se habían ido refiriendo las familias del lugar de generación en generación. Algunos de aquellos cuentos hablaban de maravillas que ocurrieron en el mismo cerro donde celebraban la festividad de San Juan, historias, por lo demás, en las que se aseguraba que allí moraban distintos duendes. Una vieja lugareña se entretuvo con mucho deleite haciendo la descripción fabulosa del palacio subterráneo que decía se hallaba en las entrañas del cerro y en el que estaban enterrados Boabdil y sus cortesanos.
—Entre aquellas ruinas —decía la comadre señalando con su dedo unas murallas desmoronadas y unos terraplenes— hay un pozo muy hondo que baja y baja hasta el propio corazón de la roca… ¡No me atrevería yo a mirar por su brocal aunque me diesen todo el dinero que hay en Granada! Hace muchos años, tantos que ya no se sabe cuándo pasaron, un pobre pastor de la Alhambra, que solía llevar su rebaño a esa parte de la montaña, bajó al pozo para salvar a un cabritillo que se le había caído… Salió espantado, contando tales cosas que todos creyeron que se había vuelto loco… Y en verdad que no hacía más que desvariar desde aquel día; tenía los ojos que parecía que se le iban a saltar y contaba que veía fantasmas, los fantasmas moros del pozo que le habían perseguido… Nadie podía convencerlo de que llevara de nuevo su ganado a la montaña, pero un día cedió, lo hizo y no se le volvió a ver… Ramoneaban sus cabras por las ruinas moras mientras varias partidas lo buscaban… Solo encontraron, cerca del pozo, su sombrero y su capa… De él, ni rastro.
La pequeña Sanchica oyó aquel relato con suma atención, sin tomar aliento… Era de naturaleza muy curiosa y de inmediato sintió la necesidad de asomarse al pozo maldito… Se alejó sin que la vieran las otras niñas, marchó hacia las ruinas, y después de caminar a tientas por aquellos oscuros parajes, dio con una hoya cerca de la ceja de la montaña, donde se inicia el declive que conduce al valle del Darro. Justo en el centro de la hoya estaba el brocal del pozo.
Se adelantó Sanchica y miró hacia abajo, pero nada pudo ver porque estaba oscuro, negro como la pez, y sugería una profundidad espantosa. Sintió que se le helaba la sangre entonces y dio unos pasos atrás, dispuesta a alejarse; pero pudo más la tentación, se aproximó de nuevo, se asomó otra vez… Y volvió a retirarse. Así varias veces. El mismo miedo que le inspiraba el hoyo deleitaba la curiosidad de la niña. Al fin se armó de valor y acercó una piedra grande, con las manos y con los pies, hasta el pozo. La dejó caer. Todo fue silencio durante un buen rato; al cabo, oyó Sanchica que la piedra chocaba contra la roca, y que rebotaba de un lado a otro haciendo el mismo ruido que los truenos… Un rato más y oyó que caía en el agua para que de nuevo se hiciera un silencio absoluto. No duró mucho. Tuvo la niña la sensación de que algo cobraba vida en el interior del pozo; primero fue un murmullo, que subía como el zumbido de una colmena, y después un auténtico clamor, para concluir en abierta confusión de voces de una muchedumbre distante, alzada en armas… Y clarines y tambores… Parecía como si la tierra albergara en sus entrañas un ejército dispuesto a entrar en combate.
Ni llorar podía la pequeña Sanchica de tanto miedo como sentía y corrió hasta sus padres… Ya se habían ido del cerro, y con ellos todos los demás. Se consumían las hogueras, apenas salía de ellas una débil espiral de humo; tampoco había hogueras en las colinas próximas, ni en sus faldas, ni en la vega; todo parecía en calma. Temerosa, gritó la niña para llamar a sus padres y a sus amigas, pero no obtuvo respuesta. Corrió para bajar del cerro, cruzó los jardines del Generalife, llegó a la alameda de la Alhambra, y tomó entonces asiento en un banco de piedra, en un bosquecillo apartado, para recobrar el resuello. Dieron las doce de la noche en la torre de la fortaleza y la tranquilidad era absoluta. Parecía dormir la naturaleza toda, salvo una escondida corriente de agua que semejaba afanarse en susurrar su presencia bajo los árboles de ramas que se entrelazaban en el aire. Cansada, arrullada tan dulcemente por el rumor del agua, se iba quedando dormida Sanchica cuando la puso en alerta un resplandor que se veía en la distancia… Era una formación de guerreros moros que marchaban por la falda de la montaña y por las frondosas alamedas, armados unos con lanza y escudo, otros con cimitarras y hachas, y todos con sus corazas de las que parecía extraer relámpagos la luz de la luna. Piafaban los caballos, pero sus cascos, como si estuvieran forrados con fieltro, no alteraban el silencio de la noche. Tampoco hablaban los jinetes, inmóviles en sus monturas y pálidos como la propia muerte. Iba entre ellos, cabizbaja y ausente, también a caballo, una hermosa joven de largas trenzas rubias, con pendientes y corona engastados en perlas. Su palafrén enjaezado en terciopelo verde bordado en oro precedía a un séquito de cortesanos, igualmente mudos pero vestidos ricamente y tocados con turbantes de todos los colores. Y en medio, montando un airoso caballo de batalla, el rey Boabdil luciendo su corona de brillantes y su manto claveteado de joyas.
Reconoció de inmediato Sanchica a Boabdil el Chico por su barba gris, pues lo había visto en los retratos del Museo del Generalife. Sus ojos, asombrados y admirados ante la comitiva real que tan silenciosamente iba dejando atrás la arboleda, y aunque sabía bien que el rey, y sus cortesanos y sus guerreros, tan pálidos, espectrales y silenciosos, no eran de este mundo sino una aparición mágica, lo contemplaba todo sin miedo, segura del influjo del misterioso talismán, de la mano que colgaba de su cuello.
La cabalgata pasó al fin, mas Sanchica, al instante, la siguió en su marcha hacia la Puerta de la Justicia, que estaba abierta de par en par; los centinelas, viejos e inválidos, dormían profundamente tumbados en los bancos de piedra de la barbacana, acaso bajo los efectos de un hechizo, y la procesión fantasmal pasó siempre en silencio, en actitud triunfal, con sus banderas y estandartes desplegados. Siguió la niña caminando tras la cabalgata. Y grande fue su sorpresa cuando así llegó, tras la cabalgata, hasta un hoyo en el suelo que se extendía más abajo de los cimientos de la torre; valiente, Sanchica siguió caminando por aquel paso subterráneo y a no mucha distancia de la entrada vio veinte o treinta escalones hechos en la dura roca, por los que siguió hasta acceder a un pasaje abovedado, con lámparas de plata de cuya luz se desprendía una muy agradable fragancia. Siguió caminando Sanchica, cada vez más entusiasmada con lo que iba descubriendo, y así llegó a un gran salón abierto en el mismo seno de la montaña, amueblado a la usanza árabe, con todo el lujo y esplendor, repleto de candelabros de plata y de cristal. Vio en una cómoda otomana a un anciano con los ojos entornados, de largas barbas y con un báculo en una mano que parecía a punto de caérsele, y a su lado a una hermosa española, con una diadema de brillantes y una lira de plata en las manos. Recordó entonces Sanchica la leyenda tantas veces oída de la princesa goda encerrada en el corazón de una montaña por un sabio árabe al que la cristiana dormía con las mágicas notas de su lira. Mas también el fantasma vio a Sanchica, maravillándose de encontrarse con un ser mortal en el salón encantado.
¿Es acaso la noche de San Juan? —preguntó a la niña.
—Sí —dijo Sanchica.
—Entonces, esta noche, y solo por esta noche, queda deshecho el conjuro que me hechizó —dijo la cristiana exhalando un suspiro—. Como tú, niña, soy cristiana; pero así como tú eres libre, yo me veo sometida por toda la eternidad a un poder mágico. Toca estos grilletes que me tienen presa con tu talismán mágico y seré libre al menos por unas horas.
Abrió entonces la princesa su vestido y mostró a la niña un ancho cinturón de oro y una cadena también de oro, que pendiendo del cinturón terminaba en sus tobillos presos. No dudó Sanchica en poner su manita mágica de azabache sobre el cinturón y cayó de inmediato al suelo la cadena. El ruido de la cadena despertó al anciano, que se incorporó en el diván frotándose los ojos; pero punteó levemente la princesa cristiana las cuerdas de su lira y de nuevo volvió a caer el viejo en duermevela, y de nuevo parecía a punto de caérsele el báculo.
—Toca ahora su báculo con tu talismán —pidió la princesa a la niña.
Lo hizo Sanchica y el anciano cayó entonces en un sopor profundo y el báculo se le fue de la mano al suelo con estrépito. Acercó la princesa cristiana su lira a la frente del viejo sabio que la tenía hechizada, y haciendo vibrar las cuerdas de su instrumento delicioso comenzó a implorar con voz muy sentida:
—¡Oh, espíritu de la armonía, esclaviza sus sentidos hasta que luzca de nuevo el sol del nuevo día!
Después, dirigiéndose a Sanchica con la voz muy dulce, le pidió:
—Sígueme, bondadosa niña, y podrán así contemplar tus ojos la Alhambra, no la de hoy, sino la Alhambra que fue en tiempos de gloria… Tu mágico talismán te permitirá ver encantamientos que ni soñados verías…
Sanchica siguió silenciosa a la dama, que la llevó rápidamente por la entrada hasta la Puerta de la Justicia, y después a la Plaza de los Aljibes, que es como decir al campo que hay en el interior de la fortaleza. Todo estaba lleno de tropas moriscas, de infantes y de jinetes armados, en formación de escuadrones y con sus banderolas desplegadas. En el portal, la escolta real y los esclavos negros llevados de África empuñaban sus cimitarras, todos en absoluto silencio. Sanchica pasó por entre las filas de guerreros sin el menor temor, siguiendo siempre los pasos de la princesa cristiana; mas no pudo por menos que sorprenderse al entrar en el soberbio palacio, a pesar de que tan bien lo conocía por haber jugado allí desde sus primeros años. La luna llenaba de luz los salones, los patios y los jardines como si fuera luz diurna, pero todo presentaba un aspecto muy distinto al que de común veía Sanchica. No estaban ahora raídas las paredes forradas de seda de los aposentos, ni había telarañas en el techo, sino riquísimas sedas de Damasco; además, los arabescos y las molduras doradas ofrecían todo el esplendor de su antigua belleza; los salones, en lugar de la desnudez pobre que Sanchica veía a diario, tenían divanes y otomanas bordados con las más finas perlas del Oriente; manaban los surtidores en las fontanas de los patios y había actividad en las cocinas, en las que docenas de espectros preparaban no menos espectrales viandas, aves fantasmagóricas… Veía Sanchica ir de un lado a otro a la servidumbre con bandejas de plata llenas de dulces y de exquisitos bocados; todo lo más propio, en fin, para un festín real.
En el Patio de los Leones, guardias y alfaquíes hacían su ronda, como en los más prósperos años del imperio musulmán, y Boabdil ocupaba su trono en la Sala de Justicia rodeado de su corte y empuñando un cetro que solo habría de durarle aquella noche en que la libertad y la quimera vencían los conjuros del embrujamiento. Seguía sin dejarse sentir una sola voz, ni una sola palabra, no obstante aquella multitud allí congregada; nada alteraba el silencio de la noche, solo roto por el rumor del agua en las fuentes, lo que hacía más impresionante, más solemne, cuanto podía contemplarse.
Sanchica, igualmente muda, pero de asombro, seguía en todo momento a la princesa cristiana, y así llegó al portal que conduce a las galerías abovedadas abiertas bajo la Torre de Comares; allí, a cada lado del portal, se alzaba la figura de una ninfa esculpida en alabastro con la cabeza vuelta hacia un lado y la vista fija en el mismo punto. Se detuvo entonces la princesa hechizada, y apretando contra su pecho a Sanchica, le dijo:
—Aquí está el gran secreto que voy a revelarte, para darte así las gracias por tu valor y tu fidelidad… Estas dos estatuas que, discretas en su actitud, aquí ves, guardan un tesoro oculto en este paraje desde tiempos inmemoriales por un rey moro; dile a tu padre que se fije en la dirección que señalan los ojos de las ninfas y se convertirá en el hombre más rico de Granada. Bastarán tus manos inocentes, llevadas por la gracia del talismán que posees, para adueñarte del tesoro. Pero deberás pedirle a tu padre que no malgaste esa fortuna, y que emplee parte de su riqueza en rezar misas por mi alma, para que pueda liberarme de este diabólico hechizo que me posee.
Tras decir estas palabras llevó la dama a Sanchica hasta el Jardín de Lindajara, apartado del pasaje que guardaban las estatuas. La luna se reflejaba sobre las aguas de la fuente solitaria que hay en el centro del jardín y expandía su luz amable sobre los naranjos y los limoneros. La princesa cristiana arrancó de un seto una rama de mirto, hizo con ella una corona y la puso en la cabeza de la niña.
—Que te sirva esta corona —le dijo— como recuerdo de lo que te he revelado y como testimonio de la verdad de mi secreto. Llega ya mi hora y he de regresar al salón encantado… No me sigas ahora, si no quieres que caiga sobre ti la malaventura… ¡Adiós, linda niña! No olvides el favor que te he pedido… Decid misas por la salvación de mi alma…
Mientras pronunciaba sus últimas palabras, la dama se adentraba por un oscuro corredor a través del cual fue hasta el paso subterráneo que había bajo la Torre de Comares. Sanchica no volvió a verla.
El viento llevó entonces desde el valle del Darro el canto del gallo, pues asomaba un rayo de sol, aún débil, por las montañas del Oriente. El viento agitaba las ramas de los árboles y con no menos fuerza sacudía las puertas y las hojas de las ventanas de los abandonados salones en ruinas de la Alhambra. Volvía Sanchica a los lugares que poco antes contemplara encantados, libres ahora de la presencia espectral de Boabdil y su corte. El ocaso de la luna alumbraba galerías y salas, que ya no tenían, empero, el luminoso esplendor con que las habían visto los ojos de la hija de Lope Sánchez; ahora, los murciélagos, como si desearan demostrar la obra destructora del paso del tiempo, revoloteaban en la incierta claridad de las bóvedas y las ranas croaban en los estanques de agua pútrida.
Subió Sanchica por una escalera larga para dirigirse a donde moraban sus padres, unos aposentos sin barras ni cancelas pues el bueno de Lope Sánchez no tenía que defender su pobreza. Se echó a reposar Sanchica en su pobre jergón, y guardando bajo la almohada la corona que le dio la princesa cristiana se quedó profundamente dormida.
A la mañana siguiente, a hora temprana, despertó para contar a su padre de inmediato cuanto le había ocurrido. A Lope Sánchez le pareció solo un sueño, una ilusión infantil, y rio de buena gana de la credulidad de la niña, marchándose a trabajar en los jardines… Sanchica, sin embargo, se presentó al poco ante su padre mostrándole la corona de mirtos.
—Papá, mira la corona que puso en mi cabeza la dama de anoche…
Lope Sánchez quedó atónito ante lo que veía; las hojas de mirto no eran tales, sino esmeraldas, y el tallo de oro purísimo. Como jamás había poseído joyas ignoraba el jardinero el auténtico valor de aquello, pero se convenció de inmediato de que cuanto le había referido la niña no era un sueño, sino una realidad, y además provechosa… Así, pidió a Sanchica que guardase el más escrupuloso silencio sobre el prodigio, de lo que, no obstante, no tenía la menor duda, puesto que la niña era muy discreta, a pesar de su edad y de su sexo… Pronto estuvo ante las dos ninfas de alabastro; observó el jardinero que ambas, aun hallándose a cada lado, miraban al mismo punto, vuelta la cabeza hacia el portalón. El jardinero, que no hacía más que admirarse de tan ingeniosa manera de guardar un secreto, trazó una línea desde los ojos de las estatuas al punto donde miraban, hizo una señal en la pared y se retiró.
Todo el día, sin embargo, anduvo Lope Sánchez distraído de sus tareas, solo pensaba en aquel enigma. Una y otra vez, sin poder evitarlo, pasaba frente a las estatuas, temeroso además de que alguien descubriera el escondite del tesoro. En cada uno que pasaba por allí creía tener un competidor y se echaba a temblar. Hubiera dado lo que fuese por volver hacia el lado contrario las cabezas de las ninfas, sin reparar en que llevaban siglos así, mirando hacia el mismo lugar sin que nadie se hubiera preguntado el porqué.
«Que la peste se las lleve —se decía—; ¿es ésa manera de guardar un secreto?»
Pero de inmediato se arrepentía, y disimulando su turbación se alejaba para evitar la menor sospecha acerca de sus intenciones, sobre todo si alguien se acercaba… No obstante, apenas volvía a quedarse solo volvía ante las estatuas, expectante. «Ahí las tenemos —se decía—, mirando y venga a mirar a donde no debieran hacerlo… Claro, indiscretas, como mujeres que son, al fin y al cabo… Y como no tienen lengua para darse a la cháchara y decírselo a todo el mundo, pues lo cuentan todo con la mirada…»
La noche, empero, lo llenó al fin de paz. Salió de la Alhambra al fin el último de los extraños, aseguró el jardinero el portalón con sus llaves y con sus barras, y volvieron a enseñorearse del solitario palacio las lechuzas, los murciélagos y el croar de los sapos y de las ranas.
Esperó Lope Sánchez, sin embargo, a que la noche avanzara para aventurarse con Sanchica por la galería que vigilaban las estatuas. Como siempre, miraban enigmáticamente al punto donde estaba oculto el tesoro.
—Con vuestro permiso, hermosísimas damas —les dijo Lope Sánchez—, voy a pasar para libraros de tan pesada carga como os abruma y turba vuestros pensamientos desde hace dos o tres siglos…
Se dirigió sin la menor vacilación al lugar donde había hecho la marca, picó en la pared y pronto descubrió un nicho en el que había dos jarrones de porcelana. Intentó hacerse con ellos pero no pudo ni moverlos un poco… Los tocó entonces Sanchica con su talismán, y así los pudo recuperar Lope… Estaban llenos de monedas moriscas de oro, y de joyas y piedras preciosas… Antes de que amaneciera se alejó el jardinero de las estatuas, que seguían con la vista fija en el nicho, y marchó con la niña hasta donde moraban.
Así se hizo Lope Sánchez inmensamente rico de la noche a la mañana, lo que hizo que, como todos los ricos, tuviera que adoptar en adelante infinitas precauciones, a las que no estaba acostumbrado… ¿Cómo poner a salvo tamaña fortuna? ¿Cómo gozar de ella sin levantar sospechas? Nunca antes había temido a los ladrones, pero, ahora… Sentía pavor en su casa insegura. Puso barras en las puertas y en las ventanas. Mas, a pesar de tantas precauciones, no lograba dormir por las noches y dejó de ser el hombre alegre y despreocupado que todos conocían; ya ni cantaba ni tocaba su guitarra; ya no gastaba bromas ni hacía chanzas con sus amigos; era, por el contrario, el más triste y consumido de los habitantes de la Alhambra. Naturalmente, un cambio semejante no podía pasar inadvertido a los otros, que lo compadecieron al principio, por no saber a qué se debía su actitud de ahora, y que después lo abandonaron por creer que su tristeza y avinagramiento se debían a que le eran cada vez más escasos los medios de vida y que en cualquier momento les pediría ayuda… Nadie sospechaba que su calamidad se debía, precisamente, a que era rico.
También su mujer participaba de aquella amargura, mas se consolaba santamente… Quizás debiéramos haber mencionado antes que, como Lope Sánchez era un hombre bajito, su mujer lo consideraba igualmente corto de inteligencia, por lo que era menester que consultara todos los asuntos de su casa con su confesor, Fray Simón, un franciscano fuerte y vigoroso, de anchas espaldas, con la cabeza grande y redonda, de luengas barbas y buen confortador espiritual de las comadres de la Alhambra, así como de unos cuantos conventos de monjas. Todas ellas, sin excepción, le recompensaban con regalos, tan frecuentes como sus confesiones, a base de confituras, bizcochos, licores de especias, cosas, en fin, que restituían al fraile sus fuerzas y el vigor necesarios tras las vigilias y los ayunos.
Fray Simón medraba así de bien, pues, en el ejercicio de su ministerio… Su piel grasienta brillaba bajo el sol cuando subía fatigosamente la cuesta de la Alhambra los días de calor sofocante, mas a pesar de verlo así de lustroso, y a pesar de que el nudoso cíngulo franciscano que tenía a la cintura, de tan orondo como era el hombre, le caía hasta las rodillas, todos le tenían por ejemplo de austeridad y de buen penitente, incluso exagerado en las disciplinas. Ante él todos se quitaban el sombrero, reverenciosos, y hasta los perros aullaban su respeto en cuanto se dejaba sentir el olor a santidad que despedían sus hábitos.
Así era Fray Simón, el consejero espiritual de la honesta esposa de Lope Sánchez; y como el confesor suele ser en España el mayor confidente de las mujeres, no pasó mucho tiempo antes de que supiera el fraile, comunicada en secreto de confesión pero con todos los pormenores, la historia del tesoro… Mientras la mujer hablaba y hablaba, el fraile se hacía todo oídos y no paraba de santiguarse.
—Hija mía —dijo al fin tras una pausa—, debes saber que tu marido ha cometido un doble pecado, un pecado contra la iglesia y otro contra el Estado… Ese tesoro pertenece a la Corona, por haber sido hallado en sus reales dominios, y por ser riqueza de infieles, rescatada de las meras garras de Satán, debe pasar de inmediato a las autoridades eclesiásticas… Yo trataré de arreglar buenamente el asunto, sin que sufra tu marido quebrantos… Tráeme aquí esa corona de joyas…
Cuando tan buen fraile vio la corona se le abrieron aún más los ojos, ante el tamaño y la hermosura de las esmeraldas.
—Por ser éstas las primeras joyas de ese tesoro, hay que destinarlas a fines piadosos —dijo—. Así, pues, la pondré en ofrenda votiva ante la imagen de nuestro San Francisco, y esta noche rezaré fervorosamente para que tu marido tenga una apacible posesión de sus riquezas.
El buen fraile confortó así a la mujer de Lope Sánchez, que se sintió mucho más tranquila sabiéndose en paz con el cielo, y el fraile, metiendo apresuradamente la corona en sus faltriqueras, partió solemnemente hacia su convento.
Cuando Lope acabó de faenar en los jardines, le contó su esposa lo que había hecho… El pobre hombre estuvo a punto de perder el juicio, pero se contuvo porque temía a su mujer.
—¿Qué has hecho, mujer? Tu charlatanería lo ha echado a perder todo… ¡Eso nos han traído tus idas al, confesionario y las venidas del fraile a esta casa!
—¿Cómo? —rugió la esposa—. ¿Acaso te atreves a prohibirme que descargue mi conciencia en la confesión?
—No, esposa mía… Confiesa cuantos pecados te vengan en gana, pero el asunto del tesoro es, en todo caso, un pecado mío… Y no siento ningún pesar por ello…
Todo, empero, era ya inútil; ya había sido desvelado el secreto; en realidad, ya no era un secreto… Era como agua que riega la tierra seca y pedregosa… Todo quedaba a expensas, pues, de la discreción o no del fraile…
Al día siguiente, mientras Lope Sánchez se encontraba fuera, acudió hasta su casa Fray Simón, que llamó quedamente a la esposa del jardinero, simulando una humildad infinita.
—Hija mía —saludó a la esposa de Lope—, he rezado fervorosamente a San Francisco y creo que ha escuchado mis súplicas… Dormía yo la pasada noche cuando se me apareció en sueños, y muy serio, incluso un poco severo, me dijo así: «¿Por qué rezas para que ese hombre conserve su tesoro de infieles, sabiendo como bien lo sabes que mi capilla es pobre? Ve raudo a la casa de Lope Sánchez y pide en mi nombre parte del oro morisco e infiel para ponerme candeleros que luzcan en el altar mayor… Y que goce él en paz del resto de su fortuna…»
Cuando la pobre mujer oyó lo que le decía el fraile, tomó posesión de ella un temor reverencial; se dirigió temblorosa al lugar donde su esposo guardaba el dinero, llenó una talega de cuero con monedas de oro, y no menos temblorosa salió a entregársela al fraile… Colmó luego Fray Simón a la mujer de tantas bendiciones, que a buen seguro nada tenía que temer el pobre Lope Sánchez, pues según lo dicho por el fraile se había ganado el cielo su familia por generaciones y más generaciones. Guardó el fraile la talega llena de oro en el bolsón de la manga del hábito, cruzó las manos sobre el pecho, y así de sumiso y modesto se alejó.
La indignación de Lope Sánchez fue mayor cuando su esposa le puso al corriente de lo sucedido.
—¡Qué desgracia la mía! —gritaba el pobre hombre—. ¿En qué iré a parar si me van robando poco a poco? ¡Al final tendré que salir a pedir limosna!
Para aplacarlo, la mujer trataba de hacerle ver que aún le quedaban riquezas incontables y que el propio San Francisco había sido generoso con él, pues se contentó con una mísera cantidad.
Mas, para desventura del pobre jardinero, Fray Simón ayudaba con los provechos que le deparaba su celo religioso a una buena cantidad de parientes necesitados, a media docena de rollizos huérfanos bien atendidos y a otra media docena de expósitos, que, sin que se supiera por qué, estaban al cuidado del religioso… Menudearon sus visitas a la mujer del jardinero, hoy por el amor de Santo Domingo, mañana por el amor de San Andrés, después por Santiago… hasta que logró desesperar al infeliz Lope, que dio en pensar que solo hallaría paz quitándose de encima al insaciable fraile, al que aún le faltaban por invocar unos cuantos santos más de los que trae el calendario. Decidió, así las cosas, guardar de noche en un escondite lo que le quedaba del tesoro, mientras pensaba en una ciudad a la que mudarse con su familia.
Compró una mula grande y fuerte, que ató en una bóveda subterránea de la Torre de los Siete Pisos, en el mismo lugar donde según era tradición moraba un caballo, Velludo, del que había tomado posesión un espíritu diabólico y que a la llegada de la medianoche galopaba enloquecido por las calles de Granada para escapar de una jauría de sabuesos rabiosos huidos de los infiernos. Lope Sánchez no tomaba muy en cuenta tal superstición, pero se aprovechó del temor que infundía en el ánimo de las gentes, pensando que nadie osaría entrar en aquellas temibles caballerizas subterráneas del caballo fantasma. Durante el día hizo salir a su familia, diciendo que lo esperasen en una aldea a medio camino de la vega, y aguardó Lope la llegada de la noche en la Alhambra; después, cuando se hizo la oscuridad, llevó el tesoro a la cueva donde había atado la mula, que cargó convenientemente, y con mucho cuidado descendió después por el camino polvoriento.
El buen Lope lo había hecho todo con el mayor sigilo y total cuidado, no diciendo ni palabra de lo que pretendía a nadie, salvo a su esposa… No se sabe cómo, acaso por alguna revelación milagrosa, el fraile, empero, se enteró de todo y comprendió que se le iba el tesoro… Resolvió al instante urdir alguna estratagema para que no se le escapara aquello que tan beneficioso resultaba a su convento. Cuando las campanas dieron el toque de ánimas y todo estaba en calma en la Alhambra, salió a hurtadillas Fray Simón de su celda conventual, bajó hasta la Puerta de la Justicia, se agazapó entre los rosales y los setos de la alameda, y esperó así el paso del jardinero, contando los cuartos que sonaban en el reloj de la atalaya, y oyendo el graznido de los búhos y el ladrido de los perros de los gitanos desde la distancia de sus cuevas.
Al fin percibió lejano el ruido de unos cascos, comenzó a frotarse las manos el fraile ante la inminencia de la añagaza que ya había pensado para sorprender al jardinero. Se remangó los hábitos, empezó a deslizarse poco a poco, como un gato dispuesto a saltar sobre un ratón, aguardó el instante justo en que mejor pudiera manifestarse, y así, cuando su presa pasaba frente al lugar donde se había escondido, salió, puso una mano en el lomo del animal y otra en la grupa, dio un salto digno del mejor profesor de equitación y cayó a horcajadas sobre la bestia.
—¡Ajajá! —dijo el fraile—. Ahora veremos quién gana al final la partida…
Apenas había dicho aquello, empezó la bestia a pegar saltos y a tirar coces, lanzándose finalmente cuesta abajo, desbocada. Intentó dominarla el fraile, pero fue en vano porque el animal iba de roca en roca, de zarza en zarza, haciéndose así jirones el hábito del religioso, que el viento se llevaba… Su tonsura, por lo demás, no hacía sino recibir coscorrones y más coscorrones al darse de cabeza contra las ramas bajas de los árboles y hasta con algún tronco… Para colmo, para que aún fuese mayor el espanto del fraile, vio que una jauría de perros de presa, que ladraban furiosamente, perseguían a su montura… Supo Fray Simón entonces que se había montado en el temible Velludo.
La cosa ya no tenía solución. A lomos de Velludo iba el fraile por la avenida, por la Plaza Nueva, por el Zacatín, por la Bibarrambla. Nunca hubo cazador ni perro de presa que se sometiera a correría tan furiosa. En vano invocaba el fraile la ayuda de la Virgen y de los santos del calendario… Cada vez que mencionaba un nuevo nombre del santoral, parecía espolear a Velludo, que botaba salvajemente como si pretendiera alcanzar el tejado de las casas. Todo lo que obtuvo el fraile de tan aciaga noche fue un susto de muerte y el cuerpo molido a golpes de la cabeza a los pies.
Se oyó al fin el canto del gallo. Al oírlo, el caballo fantasma dio media vuelta y volvió a galope hasta su torre… Otra vez cruzó la Bibarrambla, el Zacatín, la Plaza Nueva, la avenida de las fuentes… Y otra vez los sabuesos aullando, ladrando, tirando dentelladas furiosas a las pantorrillas y a los talones del aterrorizado religioso… Brillaba el primer rayo de sol cuando Velludo alcanzó la torre. Se puso de manos para tirar lejos de sí, de una vez por todas, al fraile; se metió después en la querida oscuridad de sus caballerizas subterráneas, seguido siempre por la jauría endemoniada, y al ruido y el estrépito anterior sucedió una calma plena que parecía imposible a Fray Simón.
¿Hubo alguna vez un santo fraile que sufriera jugarreta tan diabólica? Un campesino que iba a su faena apenas comenzaba a despuntar el día vio al infortunado fraile tirado bajo una higuera, al pie de la torre, tan magullado y tan tronchados unos cuantos de sus huesos que ni moverse podía… Y tan enloquecido, que cuando intentaba hablar no salían de su boca más que desvaríos… Lo llevaron con sumo cuidado a su celda y corrió de inmediato por la Alhambra la nueva de que el buen fraile había sido asaltado y molido a palos por una partida de ladrones… Dos días pasaron hasta que recobró el uso de sus miembros, tiempo en el que se consolaba pensando que, aunque el caballo y sus riquezas se le habían ido, al menos tenía una parte del tesoro del infiel consigo, la que le dio la esposa del jardinero. Apenas pudo levantarse y caminar, lo primero que hizo fue levantar su jergón, bajo el cual había escondido la corona de esmeraldas y la talega con más monedas de oro que tan sabiamente obtuvo de la mujer de Lope Sánchez… Y a punto estuvo de desmayarse cuando vio que la corona lo era, pero de marchitos arrayanes, y que en la talega no había más que piedras y arena. Afligido, Fray Simón fue, empero, discreto; a nadie contó una palabra de lo que en verdad le había pasado, pues descubrir el secreto era como exponerse al ridículo más espantoso y al castigo de sus superiores… Muchos años después, en su lecho de muerte, reveló a su confesor, sin embargo, la trágica aventura a lomos de Velludo.
Nada se volvió a saber de Lope Sánchez en la Alhambra durante mucho tiempo… Por lo mismo que le recordaban con cariño sus vecinos, por su alegría y buen conformar, temían que la desesperación hubiera hecho presa en él, pues no en vano lo vieron en los últimos tiempos melancólico y acongojado a causa de lo que suponían en la Alhambra que era su miseria. Unos años después, un viejo amigo, un soldado inválido que visitaba a unos parientes en Málaga, fue atropellado por una carroza tirada por seis caballos cuando cruzaba una vereda… Se detuvo el carruaje, se apeó un digno caballero con pelucón y espada, y el soldado reconoció en él a su viejo compañero de pobreza Lope Sánchez, que celebraba aquel día la boda de Sanchica, casada con un noble del más rancio abolengo del país… Iban en la carroza los recién casados y la esposa de Sánchez, más gruesa aún que años atrás, gorda como una barrica, en realidad, tocada con plumas, con joyas por todas partes, perlas, brillantes, con sortijas en todos los dedos de las manos, como si fuera la reina de Saba… Sanchica se había convertido en una mujer espléndida, digna de ser una marquesa por la gracia y la hermosura que la adornaban, y aún más, de llegar a princesa… Junto a ella, el novio, paticorto, encorvado, de constitución enclenque; un tipo que abunda entre los aristócratas españoles, que no levantan del suelo tres codos de altura… Creo que no hace falta decir que aquella boda había sido un arreglo de la madre de la novia.
Pero no endurecieron el buen corazón de Lope las riquezas ni los halagos… Llevó a su casa al viejo soldado inválido, al que tuvo por huésped durante muchos días, tratándole como a un rey, llevándole a las corridas de toros, a los teatros… Y cuando se iba, le dio una bolsa llena de dinero, y otra más para que la repartiera entre sus viejos vecinos de la Alhambra.
Lope decía a todos que le llegaban de América las riquezas; que un hermano suyo le había dejado en herencia una mina de cobre… Pero los envidiosos y maledicentes de la Alhambra aseguraban que aquella fortuna no era sino el tesoro guardado por las dos ninfas de alabastro, que el jardinero había tenido la fortuna de encontrar.
Aún siguen las estatuas con la mirada clavada en el mismo sitio en el que Lope descubrió el nicho. Acaso por ello sigan pensando muchos que todavía quedan tesoros ocultos a la espera del aventurero que ose arriesgarse. Los más de entre los moradores de la Alhambra, sin embargo, y muy especialmente las mujeres, creen que las ninfas son un monumento imperecedero a la discreción femenina.

Washington Irving
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22 de noviembre

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