07 noviembre 2024

7 de noviembre

 Es verdad: «la historia fabrica extrañas figuras y no rechaza las simetrías de la ficción, igual que si persiguiera con ese designio formal dotarse de un sentido que por sí misma no posee». La historia del golpe del 23 de febrero abunda en ellas: «las fabrican los hechos y los hombres, los vivos y los muertos, el presente y el pasado»; quizá no es la menos extraña la que aquella noche fabricaron en uno de los salones del Congreso Santiago Carrillo y el general Gutiérrez Mellado.

A las ocho menos cuarto de la tarde, cuando ya hacía más de una hora que un capitán de la guardia civil había anunciado desde la tribuna de oradores la llegada al Congreso de la autoridad militar encargada de tomar el mando del golpe, Carrillo vio desde su escaño que unos guardias civiles sacaban a Adolfo Suárez del hemiciclo. Como todos los demás diputados, el secretario general del PCE dedujo que los golpistas se llevaban al presidente para matarlo. Que lo hicieran no le extrañó, pero sí que media hora más tarde sacaran al general Gutiérrez Mellado y no lo sacaran a él, sino a Felipe González. Poco después se disipaba la extrañeza: un guardia civil le ordenó que se levantara y, metralleta en mano, le obligó a abandonar el hemiciclo; con él salieron Alfonso Guerra, número dos socialista, y Agustín Rodríguez Sahagún, ministro de Defensa. A los tres los condujeron a una estancia conocida como salón de los relojes, donde ya se hallaban Gutiérrez Mellado y Felipe González, pero no Adolfo Suárez, que había sido confinado a solas en el cuarto de los ujieres, a escasos metros del hemiciclo. Le indicaron una silla en un extremo del salón; Carrillo se sentó, y en las quince horas que siguieron prácticamente no se movió de allí, la vista casi siempre fija en un gran reloj de carillón obra de un relojero suizo del siglo XIX llamado Alberto Billeter; a su izquierda, muy cerca, tenía al general Gutiérrez Mellado; frente a él, en el centro de la estancia y dándole la espalda, se sentaba Rodríguez Sahagún, y más allá, de cara a la pared (o al menos así es como los recordaba cuando recordaba aquella noche), González y Guerra. En cada una de las puertas montaban guardia militares rebeldes armados con metralletas; el lugar carecía de calefacción, o nadie la había encendido, y una claraboya abierta en el techo al relente de febrero tuvo a los cinco hombres temblando de frío durante toda la noche.
Igual que sus compañeros, durante las primeras horas de encierro en el salón de los relojes Carrillo pensó que iba a morir. Pensó que debía prepararse para morir. Pensó que estaba preparado para morir y al mismo tiempo que no estaba preparado para morir. Temía el dolor. Temía que sus asesinos se rieran de él. Temía flaquear en el último instante. «No será nada —pensó, buscando coraje—. Será sólo un momento: te pondrán una pistola en la cabeza, dispararán y todo habrá terminado». Quizá porque no es la muerte sino la incertidumbre de la muerte lo que nos resulta intolerable, este último pensamiento lo sosegó; dos cosas más lo sosegaron: una era el orgullo de no haber obedecido la orden de los militares rebeldes permaneciendo en su escaño mientras las balas zumbaban a su alrededor en el hemiciclo; la otra era que la muerte iba a librarlo del tormento al que lo estaban sometiendo sus compañeros de partido. «Qué tranquilo te vas a quedar —pensó—. Qué descanso no tener que tratar nunca más con tanto cabrón y tanto irresponsable. Qué descanso no tener que sonreírles nunca más». Apenas empezó a pensar que quizá no iba a morir regresó el desasosiego. No recordaba exactamente cuándo había ocurrido (tal vez cuando entró por la claraboya el ruido de unos aviones sobrevolando el Congreso; tal vez cuando Alfonso Guerra regresó del baño haciéndole muecas de ánimo a escondidas; sin duda conforme pasaba el tiempo y no llegaban noticias de la autoridad militar anunciada por los golpistas); lo único que recordaba es que, una vez que hubo aceptado que podía no morir, su mente se convirtió en un remolino de conjeturas. No sabía lo que ocurría en el hemiciclo ni lo que ocurría en el exterior del Congreso, no sabía si la operación de Tejero formaba parte de una operación más amplia o era una operación aislada, pero sabía que se trataba de un golpe de estado y estaba seguro de que su triunfo o su fracaso dependían del Rey: si el Rey aceptaba el golpe, el golpe triunfaría; si el Rey no aceptaba el golpe, el golpe fracasaría. No estaba seguro del Rey; ni siquiera sabía si seguía en libertad o si los golpistas lo habían apresado. Tampoco estaba seguro de cuál iba a ser la actitud del Congreso cuando compareciese la autoridad militar, suponiendo que compareciese: no sería la primera vez que, coaccionado por las armas, un Parlamento democrático entregaba el poder a un militar, pensaba. No sólo pensaba en Pavía; la mitad de su vida había transcurrido en Francia y recordaba que en 1940, coaccionada por el ejército alemán tras la debacle de la guerra, la Asamblea Nacional francesa había entregado el poder al mariscal Pétain, y que en 1958, coaccionada por su propio ejército en Argelia, se lo había entregado al general De Gaulle. Ahora, pensaba, podía ocurrir lo mismo, o algo semejante, y no estaba seguro de que los diputados se negaran a aceptar el chantaje: estaba seguro de Adolfo Suárez, estaba seguro de la vieja guardia de su partido (no de los jóvenes), estaba seguro de sí mismo; pero no estaba seguro de nadie más. En cuanto al hecho de que los golpistas lo hubiesen aislado precisamente con aquellos compañeros, a medida que pasaban las horas y sentía aumentar la esperanza de que el golpe se hubiera paralizado empezó a pensar que quizá lo habían hecho con el fin de atar corto a los líderes más representativos o más peligrosos, o con el de poder negociar con ellos cuando llegara el momento. Pero no sabía qué habría que negociar, ni con quién habría que negociarlo, ni siquiera si de verdad cabría la posibilidad de negociarlo, y el remolino continuaba girando.
Pasó la noche sentado junto al general Gutiérrez Mellado. No se dijeron una sola palabra, pero intercambiaron infinidad de miradas y de cigarrillos. A pesar de que casi tenían la misma edad y llevaban casi cuatro años compartiendo los pasillos del Congreso, se conocían poco, apenas habían hablado más que de forma ocasional o protocolaria, apenas los unía otra cosa que su amistad con Adolfo Suárez: casi todo lo demás los separaba; sobre todo los separaba la historia. Ambos lo sabían: la diferencia es que Gutiérrez Mellado, que creía saberlo con mayor precisión, nunca aludió a ello (no al menos en público), mientras que Carrillo lo hizo en varias ocasiones. En una entrevista concedida al cumplir noventa años, el antiguo secretario general del PCE recordaba que durante aquellas horas de cautiverio, mientras escuchaba la tos de bronquítico de Gutiérrez Mellado y lo veía deshecho y envejecido en su silla, pensó más de una vez en la extraña e irónica figura que el destino los estaba obligando a componer. «En 1936 este general era uno de los jefes de la quinta columna en Madrid —pensó—. Y yo era el consejero de Orden Público y tenía la misión de luchar contra la quinta columna. En aquel momento éramos enemigos a muerte y esta noche estamos aquí, juntos, y vamos a morir juntos». Carrillo vislumbró la figura, pero no su forma exacta, porque los datos de que disponía no eran exactos: si lo hubieran sido habría descubierto que la figura era todavía más irónica y más extraña de lo que imaginaba.
La primera parte de la figura consta del punto de fuga de su biografía: el 6 de noviembre de 1936, apenas iniciada la guerra civil, Carrillo empezó a convertirse en el villano del franquismo y en el héroe del antifranquismo. Acababa de cumplir veintiún años y, como Gutiérrez Mellado sólo que desde la trinchera opuesta, era cualquier cosa menos el abanderado de la concordia en que habría de convertirse con el tiempo («¿Concordia? No —escribía a principios de 1934 en el periódico El Socialista—. ¡Guerra de clases! Odio a muerte a la burguesía criminal»). Llevaba algunos meses dirigiendo la JSU, las juventudes socialistas y comunistas unificadas, y aquel mismo día, a consecuencia de su paulatina radicalización ideológica pero también de su certidumbre de que con ello contribuía a defender la república contra el golpe de Franco, había ingresado en el partido comunista. La república, sin embargo, parecía a punto de ser derrotada. Desde hacía varios días Madrid era presa del pánico, con las tropas del ejército de África a sus puertas y las calles invadidas de miles de refugiados que huían en desbandada del terror franquista. Convencido de que la caída de la capital era inevitable, el gobierno de la república había escapado a Valencia y abandonado la defensa imposible de Madrid en manos del general Miaja, quien a las diez de la noche convocó en el Ministerio de la Guerra una reunión destinada a constituir la Junta de Defensa, el nuevo gobierno de la ciudad en el que debían estar representados todos los partidos que sostenían al gobierno fugitivo; la reunión se prolongó hasta muy tarde, y en ella se decidió confiar la Consejería de Orden Público al líder de la JSU: Santiago Carrillo. Pero tras esa reunión general se improvisó una reunión restringida, en el curso de la cual dirigentes comunistas y anarquistas organizaron un arreglo expeditivo para un problema secundario planteado en la primera reunión; un problema secundario en medio de las urgencias terminales de la defensa de Madrid, quiero decir: alrededor de diez mil presos atestaban las cárceles de la capital —la Modelo, San Antón, Porlier y Ventas—; muchos de ellos eran fascistas u oficiales rebeldes a quienes se había ofrecido la oportunidad de sumarse al ejército de la república y habían rechazado la oferta; Franco podía tomar la ciudad en cualquier momento —de hecho, había combates a doscientos metros de la Modelo—, y en ese caso los militares y los fascistas encerrados allí pasarían a engrosar las filas del ejército sublevado. No sabemos cuánto tiempo duró la reunión; sí que los participantes en ella resolvieron dividir a los prisioneros en tres categorías y aplicar la pena de muerte a los más peligrosos: fascistas y militares rebeldes. Aquella misma madrugada comenzaron los fusilamientos en Paracuellos del Jarama, a poco más de treinta kilómetros de la capital, y durante las tres semanas siguientes más de dos mil presos franquistas fueron ejecutados sin fórmula de juicio.
Fue la mayor masacre perpetrada por los republicanos durante la guerra. ¿Participó Carrillo en aquella improvisada reunión restringida? ¿Tomó la decisión de llevar a cabo la matanza o intervino en la toma de la decisión? La propaganda franquista, que hizo de los fusilamientos de Paracuellos el epítome de la barbarie republicana, siempre aseguró que sí: según ella, Carrillo fue el responsable personal de la matanza, entre otras razones porque era imposible sacar ese ingente número de presos de las cárceles sin contar con el jefe de la Consejería de Orden Público; por su parte, Carrillo siempre defendió su inocencia: él se limitó a evacuar a los presos de las cárceles para evitar el riesgo de que se unieran a los franquistas, pero su jurisdicción terminaba en la capital y los crímenes ocurrieron fuera de ella y debían imputarse a los grupos de incontrolados que prosperaban al calor del desorden de guerra que reinaba en Madrid y sus alrededores. ¿Tenía razón la propaganda franquista? ¿Tiene razón Carrillo? Los historiadores han discutido hasta la saciedad el asunto; en mi opinión, las indagaciones de Ian Gibson, Jorge M. Reverte y Ángel Viñas son las que más nos acercan la verdad de los hechos. No cabe duda de la autoría comunista y anarquista de los asesinatos y de que éstos no fueron obra de incontrolados; tampoco de que sus inspiradores fueron los comunistas; tampoco de que Carrillo no dio la orden de cometerlos ni de que, hasta donde llegan las evidencias documentales, no tuvo una implicación directa en ellos. Según Viñas, la orden pudo partir de Alexander Orlov, agente de la NKVD soviética en España, pudo ser transmitida por Pedro Checa, hombre fuerte del PCE, y ejecutada por el también comunista Segundo Serrano Poncela, delegado de Orden Público de la Consejería de Orden Público. Lo anterior no exonera a Carrillo de toda responsabilidad en los hechos: no hay constancia de que participara en la reunión restringida posterior a la Junta de Defensa en que los fusilamientos se planificaron —no se decidieron: la decisión ya estaba tomada—, pero Serrano Poncela dependía de él y, aunque es probable que las ejecuciones de los primeros días se consumaran sin que Carrillo lo supiera, es muy difícil aceptar que las de los posteriores no llegaran a sus oídos. A Carrillo se le puede acusar de no haber intervenido para evitarlas, de haber hecho la vista gorda con ellas; no se le puede acusar de haberlas ordenado u organizado. No intervenir para evitar una atrocidad semejante es injustificable, pero quizá es comprensible si se hace el esfuerzo de imaginar a un muchacho recién salido de la adolescencia, recién ingresado en un partido militarizado cuyas decisiones no estaba en condiciones de discutir o contrarrestar, recién llegado a un cargo cuyos resortes de poder no dominaba por completo (aunque conforme se hacía con ellos terminó con gran parte de la violencia arbitraria que infestaba Madrid) y sobre todo desbordado por el caos y las exigencias avasalladoras de la defensa de una ciudad desesperada donde los milicianos caían como moscas en los arrabales y la gente moría a diario bajo las bombas (y que asombrosamente resistió todavía dos años y medio al asedio de Franco). Hacer el esfuerzo de imaginar estas cosas no es, insisto, tratar de justificar la muerte de más de dos mil personas: es sólo no renunciar por completo a entender el espanto real de una guerra. Carrillo lo entendió y por eso —y aunque probablemente en la España de los años ochenta muy pocos se atrevían a exculparlo de la responsabilidad directa de los asesinatos— nunca negó su responsabilidad indirecta en ellos. «No puedo decir que, si Paracuellos ocurrió siendo yo consejero —declaró en 1982—, yo sea totalmente inocente de lo que ocurrió».
Ésa es la primera parte de la figura; describo a continuación la segunda. Durante los meses en que Carrillo dirigió la Consejería de Orden Público de Madrid Gutiérrez Mellado no era, como creía muchos años más tarde el secretario general del PCE, uno de los jefes de la quinta columna en la capital. Lo sería tiempo después, pero en la madrugada del 6 de noviembre, justo en el momento en que nacía el mito contrapuesto que iba a perseguir a Carrillo el resto de su vida —el mito del héroe de la defensa de Madrid y el mito del villano de los fusilamientos de Paracuellos—, Gutiérrez Mellado llevaba tres meses encerrado en la segunda galería de la primera planta de la cárcel de San Antón, porque el futuro general era uno de los muchos oficiales que, tras haber intentado en julio sublevar las guarniciones de Madrid contra el gobierno legítimo de la república y haber sido hecho prisionero, había rechazado el ofrecimiento de sumarse al ejército republicano para defender la capital del avance franquista; eso significa que Gutiérrez Mellado era también uno de los oficiales que el 7 de noviembre, tras la reunión restringida de los dirigentes comunistas y anarquistas que siguió a la primera reunión de la Junta de Defensa de Madrid la noche anterior, debió ser sacado de la cárcel junto a decenas de compañeros y ejecutado al atardecer en Paracuellos. Milagrosamente, a causa del desorden con que se llevó a cabo la operación, Gutiérrez Mellado sobrevivió a la saca de aquel día y a las sacas sucesivas que conoció la cárcel de San Antón hasta que el 30 de noviembre cesaron las ejecuciones. Porque ambos llevaban años luchando en la misma trinchera y convertidos en abanderados de la concordia que combatieron en su juventud, es imposible que para Gutiérrez Mellado Carrillo fuera todavía en 1981 el villano de Paracuellos, pero no lo es que en algún momento de la noche del 23 de febrero, mientras intercambiaba con él cigarrillos y miradas en el silencio helado y humillante del salón de los relojes, el general sí intuyera con toda su exactitud la extraña ironía que iba a hacerle morir junto al mismo hombre que, según probablemente creía (y probablemente lo creía porque él también comprendía el espanto real de la guerra), una noche de cuarenta y cinco años atrás había ordenado su muerte. Si es verdad que lo creyó, tal vez le hubiera importado saber que estaba en un error.

Javier Cercas
Anatomía de un instante

Este libro es un ensayo en forma de crónica o una crónica en forma de ensayo. Este libro no es una ficción. Este libro es la anatomía de un instante: el instante en que Adolfo Suárez permaneció sentado en la tarde del 23 de febrero de 1981, mientras las balas de los golpistas zumbaban a su alrededor en el hemiciclo del Congreso de los Diputados y todos los demás parlamentarios —todos menos dos: el general Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo— buscaban refugio bajo sus escaños. Este libro es la crónica de ese gesto y la crónica de un golpe de estado y la crónica de unos años decisivos en la historia de España. Este libro es un libro inclasificable. Un libro único.

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