Y AHORA EMPRENDEREMOS juntos un viaje a unos ambientes más ligeros y llenos de fantasía. Considérense invitados al «Baile del Condado» en Sandringham, el viernes 12 de noviembre de 1886. Hagamos que tiemblen las arañas de cristal con mi baile favorito, The Triumph. Como saben, debe ser bailado con vigor, y el signor Curti y sus instrumentistas no tendrán misericordia hasta que yo les haga una señal para que se callen. Y en caso de que piensen quedarse sentados, debo advertirles de que en mi sala de baile soy un tirano. A nadie se le permite escurrir el bulto.
Tomo a lady Randolph Churchill por la mano y la conduzco a la pista. Si se me considera juez en la materia, los ánimos de Jennie necesitan remontarse. Desde su llegada, se ha mostrado inusualmente mansa, y se rumorea que antes de presentarse aquí ella y Randolph apenas se hablaban. El eterno problema. Yo no sería Randolph ni por todo el té de China cuando ella le humilla con aquellos ojos exquisitos de tonalidad violeta. Pero a través del blanco guante de encaje, la mano de Jenny me ofrece un tacto tibio, y no siento la menor tensión de sus dedos cuando Randolph se dirige a lady de Grey y la invita a bailar. Ese viejo y astuto Randolph, político en todas las cosas. Gladys de Grey es una belleza de negros cabellos que parece sacada directamente de una tela de Goya, toda ella pasión y fuego, pero el año pasado se casó por segunda vez y está tan prendada de su noble conde que Randolph no podría dejarse ver con mujer más segura en toda la sala.
Antes de que Curti alce su batuta, distingo a unos cuantos simuladores detrás de las columnas, lugar apto para ocultarse cuando se anuncie The Triumph.
—¡Los lacayos tienen instrucciones para anotar los nombres de todos los desertores! —grito, y repito la frase en francés, en beneficio del duc de la Trémouille, lo cual le aterroriza tanto que agarra el rollizo antebrazo de la esposa del virrey de Irlanda y la arrastra hasta la cuadrilla encabezada por mi querida esposa Alix y el comte de París.
Miro sonriente a Jennie.
—¿Preparada, querida?
—Cuando usted lo diga, señor.
¿Pretende esta frase ser sugestiva? No puedo estar seguro, pero le dirijo aquella mirada que nunca deja de sonrojar una mejilla preciosa. Después hago un gesto afirmativo a Curti y suenan los primeros compases. Cada caballero se inclina y cada dama hace su reverencia, y éste es el primer y último movimiento majestuoso en la danza. Nos lanzamos todos al galope más desenfrenado que imaginarse pueda, con las faldas y las colas de frac al vuelo. Jennie y yo conducimos la cuadrilla, hasta el centro y vuelta de nuevo, ante una hilera borrosa de chaquetas rojas y negras y vestidos de tafetán de todos los colores. Ella se ve obligada a aferrarse a mí para tenerse en pie, y no negaré que éste es uno de los atractivos de la danza. En este relato de mis aventuras pretendo ser franco en lo que se refiere a las liasons, y lo seré, de modo que han de aceptar ustedes mi palabra de que jamás me he acostado con Jennie… Nuestras intimidades son exclusivamente platónicas. Es decir, hasta el momento de escribir esto.
Retrocedemos para presenciar la danza menos turbulenta de la pareja siguiente, el comte y la comtesse de París, que son mis principales invitados. Pobrecillos, han estado viviendo en Sheen House desde que fueron expulsados de Francia. ¿Quién sería pretendiente al trono francés? Hasta el más obstinado antirrepublicano tendría sus reservas respecto a la comtesse, que fuma en pipa (aunque no mientras baila) y echa mano a mis cigarros con todos los pretextos imaginables.
Mis simpatías por los realistas del otro lado del Canal son bien conocidas, y en ciertos círculos notorias. Cuando ofrecí Chiswick House a la emperatriz Eugénie después de la caída del Segundo Imperio, fui llamado a Windsor para dar explicaciones. Se me informó de que mi acción era diplomáticamente inepta, lo cual me ofreció la oportunidad para replicar que, puesto que yo nunca era objeto de la confianza de los diplomáticos, difícilmente se me podía culpar si se disgustaban conmigo.
A medida que avanzamos, miro a Jennie, pero los ojos de ella están puestos en Randolph o la dama con la que éste baila, por lo que dirijo un vistazo hacia el extremo más lejano de la sala de baile, donde encuentro una mirada penetrante procedente de un rostro ajado por dieciséis años de prestarme heroico servicio a mí: el de sir Francis Knollys. ¿Quién podría creer que Knollys fuera capaz de distraerme de la fascinante lady Churchill?
Sepan que éste era el día del entierro de Fred Archer en Newmarket. Imposible para mí asistir a él, por lo que mandé una corona gigantesca y a Knollys. Y ahora espero con extrema impaciencia el informe de éste.
Decido ejercer la prerrogativa de la clemencia y limito a dos las repeticiones de la danza, y seguidamente mis huéspedes se dirigen cojeando hacia las sillas más próximas. Por desgracia, la cena no será servida hasta dentro de veinte minutos. Después de devolver a Jennie a su esposo, digo al signor Curti que nos ofrezca una cuadrilla lenta, que al menos ofrezca alguna oportunidad para la comunicación. A continuación, llamo a Knollys.
Formamos un cuadro consistente en yo mismo y Alix, el príncipe Christian y mi hermana Lenchen, el comte y la comtesse de París, y su joven hija Hélène, la princesse d’Orléans, con Knollys como pareja. El tempo es poco exigente, de modo que cada vez que me acerco lo bastante a Knollys puedo deslizarle discretamente una pregunta.
—¿Una despedida apropiada para el Tinman?
—Desde luego, señor. Más de treinta carruajes.
—¿Abundantes coronas, verdad?
—Más de las que he podido contar. Llenaban el vestíbulo y la escalera de la casa.
Y dicho esto, Knollys da un paso a un lado y me encuentro ante mi tosco cuñado, que me está mirando fijamente con su único ojo. Christian tiene aspiraciones de convertirse en un turfista, y algo debe de haber oído, puesto que dice con una voz audible para todos los componentes de la cuadrilla (excepto, posiblemente, Alix):
—Debéis de estar hablando del jockey que ha muerto. ¿Dónde han enterrado al pobre hombre?
Lenchen agita una mano ante el zoquete de su marido y dice:
—Éste no es un tema apropiado para el salón de baile, querido.
Knollys murmura embarazosamente algo acerca del cementerio local y la joven Hélène exclama con viveza:
—¿Cementerio? Que veut dire ceci?
Alix, que ha captado la estridente pregunta de la criatura, y que siempre agradece una oportunidad para intervenir en las chanzas, facilita a nuestros invitados franceses una definición del vocablo, y a continuación enriquece su vocabulario con algunas otras, tales como «mausoleo», «sepulcro» y «cripta». Mientras, yo me encuentro lo suficientemente cerca de Knollys para preguntar:
—¿Has hecho una lista de las coronas?
—Dentro de lo posible, señor.
—¿Además de la mía…?
—Lord Falmouth, su primer patrón.
—Naturalmente. ¿Y…?
—El duque de Westminster.
—¿Sí, dónde está? —dice Alix, mirando a su alrededor—. No le he visto.
—La marquesa de Ormonde —continúa Knollys, que está tan acostumbrado como yo a que Alix se salga por la tangente—. El conde Kinsky.
—¡Tan apuesto! —murmura la comtesse, igualmente en la luna.
—Sir George Chetwynd.
Equivale a un catálogo de la aristocracia aficionada a las carreras. Después de oír los nombres, pregunto con cierta confianza:
—¿Supongo que mi corona era la mayor de todas, no?
La secuencia de la danza exige esperar un poco la respuesta, y cuando llega Knollys hace gala de toda su diplomacia:
—La suya gozaba del lugar preferente, señor.
Parpadeo sorprendido.
—¿No era la mayor?
Menea la cabeza y, cuando nos cruzamos, le digo al oído:
—Dime, ¿quién ha podido cometer la grosería de enviar una corona mayor que la mía?
—La duquesa viuda de Montrose.
—¡Carrie Montrose! —exclamo con tono de ultraje.
—¿Quién es Montrose? —inquiere la comtesse.
—Mes sentiments, exactement —le digo.
La cena se sirve en el comedor. La banda del Regimiento dé Norfolk interpreta a Bizet, mientras yo interpreto mi papel de anfitrión con mis huéspedes franceses… ello sin mencionar los otros trescientos que atacan la Mousse de Saumon aux Concombres y los Ortolans a L’Aspic como si no hubieran comido en dos semanas. Supongo que el baile les ha abierto el apetito. El duc de la Trémouille asalta la Noisette d’Agneau a l’Anglaise como si se estuviera vengando de Waterloo.
Después de las fresas, se retiran los platos, circulan el café y los cigarros y yo me convierto en objeto de excepcional interés, puesto que nadie puede levantarse para atender a una llamada de la naturaleza hasta que yo abandone mi silla.
Me levanto y hago un amplio gesto que señala alivio para todos aquellos que lo necesiten. Es también, la señal para que las retozonas debutantes se libren de sus carabinas y den citas en los pasillos.
Me dirijo hacia la mesa donde está sentado Francis Knollys con algunos allegados, entre ellos Christopher Sykes y lord Arthur Somerset, conocido por todos los del grupo de Marlborough House como «Podge».
Antes de que se reanude el baile, tengo la intención de obtener un relato más coherente acerca del entierro. El cortejo, según nos informa Knollys, consistía en seis coches fúnebres con familiares de luto, la carroza fúnebre propiamente dicha, un gran carruaje cargado de coronas y otros tributos florales, y hasta una veintena de coches privados. Aunque los principales propietarios de caballos de carrera no habían considerado apropiado asistir, el Turf estaba honorablemente representado por el señor Tattersall, de la famosa firma del mismo nombre; John Porter y Tom Jennings, dos de los entrenadores más distinguidos en los años recientes; Tom Cannon, el viejo rival de Fred sobre la silla, y mi coinvestigador Charlie Buckfast. Totalmente indigno de ser incluido en esta compañía (me veo obligado a mencionar al monstruo porque figurará en nuestra historia), estaba también Abington Baird, el notorio corredor amateur conocido como el «Squire».
El cortejo salió de Falmouth House a las dos y recorrió la milla y pico en la población siguiendo el camino junto al Heath, ante una fila continua de mozos de establo, que mostraban un respeto conmovedor por el gran Fred, colocándose como una guardia de honor en un entierro oficial. En la larga calle principal de Newmarket, donde todas las tiendas estaban cerradas, así como todos los porticones de las ventanas, los habitantes esperaban de tres o cuatro en fondo, sin hacer caso de la lluvia. La marea de gente ante las verjas del cementerio retrasó el cortejo varios minutos, ya que la policía había impedido que el público entrase. Sólo los familiares más allegados pudieron penetrar en la pequeña capilla para asistir al servicio funeral. Después, se procedió a depositar a Archer en una fosa rodeada por hojas de laurel y crisantemos blancos, junto a las tumbas de su esposa y su hijito. Se supo que su padre, demasiado afectado, no había podido asistir.
—¿Se dijo algo acerca del suicidio? —pregunto a Knollys.
—¿Por parte del vicario, señor?
—Por parte de cualquiera.
—Se habló en general de él como de una tragedia espantosa.
—¿Y no como un misterio?
—Que yo pudiera oírlo, no, señor.
«Podge» Somerset ha estado escuchando atentamente, pero ahora se retira y contempla con exagerado interés su cigarro, como si acabara de aparecer en su mano. No estoy dispuesto a tolerar esta clase de evasión.
—¿Qué sabes tú, al respecto? —le pregunto.
—Nada que valga la pena mencionar —esquiva.
—Suéltalo ya, Podge. Estás bastante rollizo, pero eres muy transparente.
Su cara adquiere una coloración escarlata.
—Sólo me atrevo a comentar, señor, que no me sorprende que Archer se pegara un tiro. Tenía muy mala fama después de la Cambridgeshire.
—¿Sí? ¿Y con quién?
—Con mi hermano Edward, por ejemplo.
—¿Y de qué puede quejarse Edward? Su caballo fue netamente vencido.
—Fue refrenado.
Le miro estupefacto. Me está diciendo que a Carlton, el favorito por 4-1, no se le permitió ganar. Uno oye a menudo acusaciones injustificadas después de que un favorito cause un desengaño, pero éstas proceden del propietario. Y si son ciertas, ocasionan, como mínimo, una investigación del Jockey Club.
Estoy tratando de seguir la lógica de lo que acaba de sugerir, pero me ha desorientado. Aunque Carlton hubiera sido refrenado, ¿por qué echarle las culpas a Archer? Era Woodburn el jinete, y no Archer.
Explica:
—Woodburn fue sobornado por Archer para que perdiera la carrera.
Me quedo privado del habla, y él añade:
—Desde que su esposa murió, Archer sólo vivía para las carreras. Ganar la Cambridgeshire llegó a convertirse para él en una obsesión. Estaba decidido a utilizar cualquier medio. Llegó a la conclusión de que Carlton era la principal amenaza, de modo que pagó a Woodburn para que perdiese, pero no contó con el outsider. Quedó anonadado. Y por esto se mató, Bertie.
Tras unos momentos en que procuro contenerme, digo:
—Podge, ¿sabes lo que estás sugiriendo… que el más grande de los jockeys del reino era un hombre corrupto?
—Lo digo, señor.
Christopher Sykes, un individuo alto y flaco como un poste, con ojos tristones y la cara más larga que jamás se haya visto, que vino manifiestamente al mundo para ser víctima de bromas y que incesantemente trata de convencerme de lo contrario, pregunta a Podge:
—¿Has hablado con Woodburn? ¿Le has acusado cara a cara de haber aceptado un soborno?
—Mi hermano lo ha hecho.
—¿Y…?
—Él lo niega. Y es natural que lo haga. Se está jugando su pan.
—Entonces ¿tienes alguna otra prueba?
Podge empieza a impacientarse.
—No exactamente pruebas, pero estoy perfectamente seguro de que podríamos conseguirlas si lo intentáramos. Pero ahora, con Archer muerto, parece vano buscarlas.
Al oír esto, se me nubla la vista.
—¡Hombre, muy decente por tu parte! Tú y tu hermano difamáis a un hombre que acaba de bajar a la tumba, y después admitís que no tenéis ni una prueba que os respalde. Pero sois dos tipos tan justos que ni siquiera os proponéis aportar esa prueba. ¡Justos, a fe mía! Eres un carroñero de la peor especie, Somerset, y yo ya he oído más de lo que puedo soportar.
Y dicho esto, vuelvo a la sala de baile, y mientras avanzo, lamento decirlo, siembro el pánico entre muchos de mis invitados, que retroceden y se pegan a las paredes… lo cual siempre es una señal de que se lee la furia en mi mirada. Tal vez piensen ustedes que me he mostrado indebidamente severo con Podge, teniendo en cuenta que prácticamente le había ordenado que expusiera mi teoría. Tal vez lo haya sido. Pero yo sentía un vivo respeto por Archer. En mi opinión, ni estaba loco ni era un mal hombre, y lo demostraré.
Mientras tocan el primer vals después de la cena, trato de reponerme sentándome con el conde y lady de Grey, o sea Fred y Gladys tal como los conozco yo. Fred es la mejor escopeta de Inglaterra y esto es mucho decir, pero también es lo único que puede decirse de él, como saben todos, excepto posiblemente Gladys. Ella está chiflada por él, y por tanto tal vez haya en el hombrecillo algo más de lo que nosotros le adjudicamos, aunque, dicho sea entre nosotros, él la atrapó de rebote, el muy afortunado. Ella se había casado primero con el cuarto conde de Lonsdale, que la trataba desagradablemente. Su muerte repentina fue una dichosa liberación para Gladys. Sólo tiene todavía veintisiete años y no me importa insistir en que es una criatura fascinante. Le pido que bailemos.
Todavía me invade el mal humor a causa de la monstruosa alegación de Podge. Aun suponiendo que lo impensable fuera cierto, y que verdaderamente Archer hubiera sobornado a otro jockey, el fracaso de su plan difícilmente podía motivar su suicidio. De acuerdo, la Cambridgeshire era, prácticamente, la única carrera notoria que él no había ganado nunca, y los sacrificios que estaba dispuesto a arrostrar para borrar esta omisión eran extraordinarios, incluso obsesivos, para usar la frase de Podge. Sin embargo, a los veintinueve años bien podía aspirar a otras Cambridgeshire. ¿Por qué jugarse su reputación, y no digamos su vida, en el resultado de esta única carrera?
Gladys de Grey interrumpe mi sombría cavilación, observando:
—Tal vez en este caso la intuición femenina pueda ser útil.
Frunzo el entrecejo.
—¿Por qué dices esto?
Sonríe. Está arrebatadora con su tiara de brillantes y con un collar de perlas antiguas que da tres veces la vuelta a su cuello y cuelga en un largo bucle desde sus hombros desnudos, a través de su busto, hasta el nivel de su cintura. Me dice:
—Como cualquier otra mujer en la sala, le he estado vigilando, señor. Es evidente que su cabeza barrunta algo. ¿Adivinaría si dijera que es algo no desvinculado con un triste acontecimiento en Newmarket?
—Válgame el cielo, Gladys, ¿cómo diablos…?
—Yo tengo mis fuentes.
Finjo una mirada severa.
—No te muestres evasiva conmigo, jovencita, o…
Florece en su cara otra sonrisa.
—¿O qué, Alteza Real? ¿Qué hace Su Alteza con las mujeres evasivas…, las encierra en la Torre, o esto ya es algo que pertenece al pasado?
El baile termina, pero hago una señal al signor Curti para que lo prolongue y confío a Gladys:
—El castigo que me propongo imponerte es mucho más duro que una temporada en la Torre. Te obligaré a bailar conmigo hasta que prometas cooperar.
Me dice solemnemente:
—¿Cómo no voy a cooperar con un hombre que baila tan divinamente? Quedo totalmente a vuestra merced, señor. Lo diré todo. Le vi mantener una conversación muy seria con cierto caballero que llegó tarde al baile, y por tanto pregunté a Charlotte Knollys dónde había estado hoy su hermano.
—Ah.
Ella suspira.
—Veo que ahora ya no se siente impresionado.
—No es cierto. Pongamos a prueba esa intuición tuya. ¿Dónde buscarías tú una explicación del suicidio de Fred Archer?
Enarca las cejas como si la respuesta fuera obvia.
—Cherchez la femme, pensaría yo.
Dejo de bailar y causo en los demás una desviación a lo largo de la sala.
—Una mujer. Archer no tenía tiempo para las mujeres.
—Bien se casó con una —replica Gladys en el acto.
—Sí, pero se murió.
—… dejándole solo en el mundo, con una casa preciosa y dinero a espuertas. Claro que había una mujer dispuesta a llenar el hueco.
—Nómbrala, pues.
Gladys sonríe maliciosamente y recita un verso que estuvo en boga hace un par de años.
—¿No es Craw chico de suerte hoy, con Carrie Red y Corrie Roy? Corrie Roy y Carrie Red, buena gama, uno en la cuadra y la otra en la cama.
Será mejor que lo traduzca. «Craw» era el difunto Stirling Crawford, distinguida figura del Turf, y Corrie Roy ganó el Cesarewith para él. En cuanto a «Carrie Red», era su rolliza y enérgica esposa.
Exclamo, con un respingo de incredulidad:
—¡Carrie Montrose!
Gladys asiente.
Abandono toda ficción de estar bailando y conduzco a mi pareja a un lado de la sala.
—Gladys, ¡esto es grotesco! ¡Carrie Montrose debe de tener casi setenta años!
—Sesenta y ocho. ¿Y por qué ha de ser grotesco que una mujer vieja desee un joven, cuando lo contrario es tan aceptable?
Doy por no oída esta observación.
—¿Lo dices en serio… eso de Carrie Montrose?
Sus ojos pardos buscan los míos, y casi me invita a desafiarla.
—Créame, ella le estaba prácticamente persiguiendo. Le ofreció casarse con él.
—¿Y cómo puedes saberlo?
—Yo escucho, Bertie. ¿Qué otra cosa puede hacer una respetable dama casada, si no es interesarse por lo que hacen las no tan respetables?
Una mirada penetrante sigue a estas palabras. No se me ha escapado el hecho de que por primera vez se ha dirigido a mí llamándome Bertie. La escolto hasta la vera de la mejor escopeta de Inglaterra, pensando que, después de todo, son los dos tal para cual.
Peter Lovesey
Su Alteza y el jockey
Memorias detectivescas del rey Eduardo VII
«Su Alteza y el jockey» presenta una curiosa aventura detectivesca entresacada de las memorias del rey Eduardo VIl de Inglaterra. El príncipe de Gales, Alberto Eduardo, apodado «Bertie», tenía una merecida reputación de hombre de vida mundana y fumador de excelentes puros…, pero sin embargo pocos conocen sus correrías detectivescas. Gran aficionado a las carreras de caballos, el príncipe de Gales se ve involucrado en la misteriosa muerte de un popular jockey, y para salvaguardar su honorabilidad no tiene más remedio que investigar personalmente, bajo una falsa identidad, las extrañas circunstancias que rodean ese caso…
«Su Alteza y el jockey», es una magnífica novela policíaca y en ella Peter Lovesey hace gala de su más refinado sentido del humor.
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