25 diciembre 2020
24 diciembre 2020
la cena de Nochebuena
Herodes en el Finisterre
Alguna vez he hablado de este misterio: en tiempo de Adviento, por los caminos de Galicia que llevan a la punta final de la tierra conocida, al Finisterre, hay gentes que encuentran en los caminos a un raro viajero, un extranjero sin duda, que va ligero, sin tiempo a detenerse en una taberna a echar una taza de vino, no da ni los buenos días ni las buenas tardes, y deja tras de sí un insólito perfume. Los perros le temen, y le ladran al arrimo de los caseríos, sin osar correrlo, y menos morder. El forastero toma atajos como si fuese del país y conociese los senderos que van entre pinares o maizales, o baja a pasar los ríos por vados donde, en los álamos y los chopos, anida la paloma torcaz. Algunos que lo vieron aseguraron que lleva en la cabeza un gorro rojo. Es más bien corto de talla, y bracea al andar como si estuviese practicando una instrucción militar dada a lo pomposo. Evita las iglesias y los puentes, pero en cada fuente que encuentra se detiene a beber algo y enjuagar la boca. En algunos lugares secaron por más de un año algunas fuentes, y se dice que fueron aquéllas en las que bebió el viajero. Parece que come a escondidas de lo que lleva en un zurrón de piel, y no le importa la lluvia ni la noche, ni lo detiene, bajando de O Cebreiro a Portomarín a cruzar el Miño, la nevada. A su paso se aparta el lobo, y los gallos no cantan alba hasta que el forastero se haya alejado… Finalmente, hay quien asegura que si pasa cerca de una casa perdida en el campo, en el hogar se apaga el fuego, y niños que duerman despiertan llorando. Sí, se sabe quién es: nada menos que un criado del rey Herodes, que va al Finisterre a avisar que el día veintiocho de diciembre, al quebrar albores, hay que degollar a los Inocentes. ¿A avisar a quién? En principio, en cualquier siglo no le habrá sido difícil a ese criado de Herodes, o a otros compañeros suyos en las diversas partes del mundo conocido, el hallar gentes dispuestas a degollar. Modernamente, la degollación puede ser sustituida por las cámaras de gas, y dándole vueltas al tema en el magín, puede llegar servidor a imaginar que, por ejemplo, en un campo de concentración nazi, uno de aquellos expeditos arios ejecutores haya podido actuar, en lo que a dar muerte a niños se refiere, por orden de Herodes el Grande, rey de los judíos. A Ernesto Hello y a León Bloy les hubiese gustado, creo yo, está explicación de la postrera iniquidad.
Desde niño, yo me he contado muchas veces a mí mismo el viaje del criado de Herodes y, naturalmente, las más de las noticias que hoy tengo de él son inventadas por mí. Más de una vez, en los días cercanos a Navidad, la edad mía ocho o diez años, he salido hacia un bosque próximo, o caminado por el atajo que va desde Mondoñedo a la carretera de Lugo, por ver si me cruzaba en el camino con el criado de Herodes. De una Historia universal que había en casa, había arrancado una lámina a todo color en la que figuraban, con sus trajes, los hebreos de los días de la venida del Mesías, desde el Sumo Sacerdote a un pobre pastor, y no me cabía duda de que sabría reconocer al ligero herodíada mensajero. Si veía que alguien se acercaba, o escuchaba pasos, me tomaba el miedo y corría a esconderme. Pero nunca fue, el que pasaba, el criado de Herodes. A lo mejor, era uno de Barbeitas que venía de comprar bacalao en Mondoñedo, para añadirle a la coliflor de la cena de Nochebuena, y a la altura de mi escondite, como ocurrió una vez, se detenía, posaba el paquete, liaba cigarro, y con pedernal y eslabón encendía la mecha, la soplaba y encendía lentamente el pitillo. Le veía la cara, y era vecino conocido, y el miedo se me iba, y echaba a correr, pues anochecía, hacia la ciudad. Y aunque ya Mondoñedo no tenía murallas, ni había por lo tanto puertas en ella que cerrar, yo corría, casi saliéndome el corazón por la boca, no llegase tarde, y me quedase frente a la puerta cerrada, bajo la lluvia que comenzaba a caer mansa, como le aconteció en Ginebra a Juan Jacobo niño… Pasados años, con alguna frecuencia he soñado que me encontraba el criado de Herodes, uno de barba redonda, envuelto en capa, en la cabeza un gorro, que no sé si era rojo, porque me parece que no sueño en colores. Soñaba, digo, que el tal criado me miraba triste y me mostraba el papel en el que iba, firmada y sellada, la orden de
Herodes el Grande. Ni el criado de Herodes decía palabra, ni yo osaba abrir la boca. El criado de Herodes hablaría arameo, o quizás latín, y yo solamente sabía gallego y castellano. Me santiguaba, y el hombrecillo echaba a correr, algunas veces a volar, y se perdía con los cuervos sobre la fraga de Rioseco, espesa, escondite del lobo y del jabalí.
Hace una semana —no se sabe lo que puede nacer de una mala postura de la cadera; lean el primer capítulo del Swann de Proust—, soñé con el criado de Herodes. Supe que era él, porque era el que yo me había imaginado. Avanzaba hacia mí en figura de San Dionisio. ¿Se había degollado a sí mismo? Cuando desperté, me preguntaba si es que ya ha llegado el tiempo de que sean degollados, o se degüellen, los degolladores. Lo cual significaría que podíamos estar en vísperas de una nueva edad de la Historia.
Álvaro Cunqueiro
El laberinto habitado
23 diciembre 2020
23 de diciembre
El 19 de diciembre, tres días después de la conversación de Ferguson con Noah, el New York Times informó de que soldados estadounidenses habían penetrado en la zona de guerra de Vietnam del Sur y estaban participando en operaciones tácticas con orden de disparar si eran atacados. Junto con un envío de cuarenta helicópteros, cuatrocientos soldados entrenados para el combate habían llegado a Vietnam del Sur una semana antes. Más aviones, vehículos terrestres y embarcaciones anfibias iban de camino. En total, había ahora dos mil norteamericanos de uniforme en Vietnam del Sur, en vez de los 685 miembros del grupo de asesores militares del que se había informado oficialmente.
Cuatro días después, el 23 de diciembre, el padre de Ferguson se marchó dos semanas de viaje a California, a visitar a sus hermanos y sus familias. Era el primer descanso del trabajo que se tomaba desde hacía años, el último se remontaba a diciembre de 1954, cuando fue con la madre de Ferguson a Miami Beach para pasar diez días de vacaciones de invierno. Esta vez, la madre de Ferguson no fue con él. Tampoco lo acompañó al aeropuerto para despedirse el día que se marchó. Ferguson había oído a su madre hablar mal de sus cuñados bastantes veces para saber que no tenía interés en verlos, pero aun así debía de haber algo más, porque en cuanto su padre se fue, ella empezó a mostrarse más inquieta que nunca, preocupada, taciturna, incapaz, por primera vez que él recordara, de seguir una conversación, y su ensimismamiento era tan profundo que Ferguson se preguntaba si no estaría dándole vueltas a su situación matrimonial, que al parecer había dado un giro definitivo con la marcha en solitario de su padre a Los Ángeles. Puede que ahora la bañera no estuviera solo fría. Quizá estaba glacial, a punto de congelarse y convertirse en un bloque de hielo.
Paul Auster
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22 diciembre 2020
22 de diciembre
En efecto, el padre de Miguel, aquel Rodrigo de Cervantes, se mueve frenéticamente en Madrid y consigue mandar a su hijo el documento salvador.
Se trata de un escrito que Rodrigo de Cervantes manda al Teniente de Corregidor de la villa de Madrid pidiendo el informe de limpieza de sangre a favor de su hijo Miguel. El escrito tiene interés porque da testimonio de la mentalidad de la época, en un terreno que había sido el gran debate a mediados de siglo —los estatutos de limpieza de sangre—, pero que acabaría imponiéndose, como un signo del espíritu inquisitorial que se había apoderado de la sociedad española y que la había hecho sospechosa ante la romana; de forma que Rodrigo de Cervantes, ante el requerimiento del cardenal Acquaviva, escribe al Teniente de Corregidor madrileño:
Muy magnífico señor: Rodrigo de Çerbantes, andante en corte, digo que Miguel de Çerbantes, mi hijo e de doña Leonor de Cortinas, mi legítima mujer, estante en Corte romana, le conviene probar e averiguar cómo es hijo legítimo mío e de la dicha mi mujer y que él ni yo, ni la dicha mujer, ni mis padres ni agüelos ni los de la dicha mi mujer, hayan sido ni somos moros, judíos, conversos ni reconciliados por el Santo Oficio de la Inquisición ni por otra ninguna Justicia de caso de infamia; antes han sido e somos muy buenos cristianos viejos, limpios de toda raíz. A vuestra merced pido mande hacer información de los testigos que acerca de lo susodicho presentare, la qual hecha me la mande dar por testimonio signado, interponiendo en ella su autoridad e decreto para que valga e haga fee en juizio y fuera dél y pido justicia. E para ello, [etc.][Firmado:]Rodrigo de ÇervantesAndrés de Oçaeta
Los informes fueron favorables, tal como la familia Cervantes lo esperaba y deseaba; de todas formas, y para evitar sorpresas desagradables, Rodrigo de Cervantes se movió entre sus amigos. Uno de ellos era alguacil de la Villa, y por lo tanto testigo de peso, el cual, además de testificar todo lo adecuado en cuanto a la limpieza de sangre de los Cervantes y de no haber tenido nada que ver con la Inquisición, terminaba con una de las afirmaciones más deseadas en aquellos tiempos, tan influidos por el ansia nobiliaria:
… e sabe que son habidos por buenos hidalgos…
La información de limpieza de sangre, pedida por Rodrigo de Cervantes a finales del año 1569 (exactamente, el 22 de diciembre), no pudo llegar a Roma hasta entrado el nuevo año de 1570, acaso en torno a febrero o marzo. Surtió sus efectos, pues el cardenal Julio Acquaviva tomaría a su servicio a Miguel de Cervantes, en calidad de camarero, como el propio Miguel señala en la dedicatoria que hace en su novela pastoril La Galatea al noble italiano Ascanio Colonna, en la que dice, en su alabanza:
… las cosas que, como en profecía, oí muchas veces de V. S. Ilustrísima al cardenal de Acquaviva, siendo yo su camarero en Roma…
Y es muy posible, en efecto, que el joven Miguel de Cervantes, al entrar al servicio del Cardenal romano, lograra una cierta intimidad con él. Ambos eran jóvenes y de una edad pareja, ya que Julio Acquaviva había nacido en 1546, un año antes, pues, que nuestro escritor. Y dadas las cualidades de buen trato, ingenio y cultura de Cervantes, sin duda le harían congeniar con su protector romano.
Manuel Fernández Álvarez
Cervantes visto por un historiador
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