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24 diciembre 2020

la cena de Nochebuena

Herodes en el Finisterre

Alguna vez he hablado de este misterio: en tiempo de Adviento, por los caminos de Galicia que llevan a la punta final de la tierra conocida, al Finisterre, hay gentes que encuentran en los caminos a un raro viajero, un extranjero sin duda, que va ligero, sin tiempo a detenerse en una taberna a echar una taza de vino, no da ni los buenos días ni las buenas tardes, y deja tras de sí un insólito perfume. Los perros le temen, y le ladran al arrimo de los caseríos, sin osar correrlo, y menos morder. El forastero toma atajos como si fuese del país y conociese los senderos que van entre pinares o maizales, o baja a pasar los ríos por vados donde, en los álamos y los chopos, anida la paloma torcaz. Algunos que lo vieron aseguraron que lleva en la cabeza un gorro rojo. Es más bien corto de talla, y bracea al andar como si estuviese practicando una instrucción militar dada a lo pomposo. Evita las iglesias y los puentes, pero en cada fuente que encuentra se detiene a beber algo y enjuagar la boca. En algunos lugares secaron por más de un año algunas fuentes, y se dice que fueron aquéllas en las que bebió el viajero. Parece que come a escondidas de lo que lleva en un zurrón de piel, y no le importa la lluvia ni la noche, ni lo detiene, bajando de O Cebreiro a Portomarín a cruzar el Miño, la nevada. A su paso se aparta el lobo, y los gallos no cantan alba hasta que el forastero se haya alejado… Finalmente, hay quien asegura que si pasa cerca de una casa perdida en el campo, en el hogar se apaga el fuego, y niños que duerman despiertan llorando. Sí, se sabe quién es: nada menos que un criado del rey Herodes, que va al Finisterre a avisar que el día veintiocho de diciembre, al quebrar albores, hay que degollar a los Inocentes. ¿A avisar a quién? En principio, en cualquier siglo no le habrá sido difícil a ese criado de Herodes, o a otros compañeros suyos en las diversas partes del mundo conocido, el hallar gentes dispuestas a degollar. Modernamente, la degollación puede ser sustituida por las cámaras de gas, y dándole vueltas al tema en el magín, puede llegar servidor a imaginar que, por ejemplo, en un campo de concentración nazi, uno de aquellos expeditos arios ejecutores haya podido actuar, en lo que a dar muerte a niños se refiere, por orden de Herodes el Grande, rey de los judíos. A Ernesto Hello y a León Bloy les hubiese gustado, creo yo, está explicación de la postrera iniquidad. 

Desde niño, yo me he contado muchas veces a mí mismo el viaje del criado de Herodes y, naturalmente, las más de las noticias que hoy tengo de él son inventadas por mí. Más de una vez, en los días cercanos a Navidad, la edad mía ocho o diez años, he salido hacia un bosque próximo, o caminado por el atajo que va desde Mondoñedo a la carretera de Lugo, por ver si me cruzaba en el camino con el criado de Herodes. De una Historia universal que había en casa, había arrancado una lámina a todo color en la que figuraban, con sus trajes, los hebreos de los días de la venida del Mesías, desde el Sumo Sacerdote a un pobre pastor, y no me cabía duda de que sabría reconocer al ligero herodíada mensajero. Si veía que alguien se acercaba, o escuchaba pasos, me tomaba el miedo y corría a esconderme. Pero nunca fue, el que pasaba, el criado de Herodes. A lo mejor, era uno de Barbeitas que venía de comprar bacalao en Mondoñedo, para añadirle a la coliflor de la cena de Nochebuena, y a la altura de mi escondite, como ocurrió una vez, se detenía, posaba el paquete, liaba cigarro, y con pedernal y eslabón encendía la mecha, la soplaba y encendía lentamente el pitillo. Le veía la cara, y era vecino conocido, y el miedo se me iba, y echaba a correr, pues anochecía, hacia la ciudad. Y aunque ya Mondoñedo no tenía murallas, ni había por lo tanto puertas en ella que cerrar, yo corría, casi saliéndome el corazón por la boca, no llegase tarde, y me quedase frente a la puerta cerrada, bajo la lluvia que comenzaba a caer mansa, como le aconteció en Ginebra a Juan Jacobo niño… Pasados años, con alguna frecuencia he soñado que me encontraba el criado de Herodes, uno de barba redonda, envuelto en capa, en la cabeza un gorro, que no sé si era rojo, porque me parece que no sueño en colores. Soñaba, digo, que el tal criado me miraba triste y me mostraba el papel en el que iba, firmada y sellada, la orden de 

Herodes el Grande. Ni el criado de Herodes decía palabra, ni yo osaba abrir la boca. El criado de Herodes hablaría arameo, o quizás latín, y yo solamente sabía gallego y castellano. Me santiguaba, y el hombrecillo echaba a correr, algunas veces a volar, y se perdía con los cuervos sobre la fraga de Rioseco, espesa, escondite del lobo y del jabalí. 

Hace una semana —no se sabe lo que puede nacer de una mala postura de la cadera; lean el primer capítulo del Swann de Proust—, soñé con el criado de Herodes. Supe que era él, porque era el que yo me había imaginado. Avanzaba hacia mí en figura de San Dionisio. ¿Se había degollado a sí mismo? Cuando desperté, me preguntaba si es que ya ha llegado el tiempo de que sean degollados, o se degüellen, los degolladores. Lo cual significaría que podíamos estar en vísperas de una nueva edad de la Historia.

Álvaro Cunqueiro 
El laberinto habitado 

11 diciembre 2007

NOCHEBVENA

Era en la montaña gallega. Yo estudiaba entonces gramática latina con el señor Arcipreste de Celtigos, y vivía castigado en la rectoral. Aún me veo en el hueco de una ventana, lloroso y suspirante. Mis lágrimas caían silenciosas sobre la gramática de Nebrija, abierta encima del alféizar. Era el día de Nochebuena, y el señor Arcipreste habíame condenado a no cenar hasta que supiese aquella terrible conjugación: "Fero, fers, tuli, latum".
Yo, perdida toda esperanza de conseguirlo, y dispuesto al ayuno como un santo ermitaño, me distraía mirando al huerto, donde cantaba un mirlo que recorría a saltos las ramas de un nogal centenario. Las nubes, pesadas y plomizas, iban a congregarse sobre la Sierra de Celtigos en un horizonte de agua, y los pastores, dando voces a sus rebaños, bajaban presurosos por los caminos, encapuchados en sus capas de juncos. El arco iris cubría el huerto, y los nogales oscuros y los mirtos verdes y húmedos parecían temblar en un rayo de anaranjada luz. Al caer la tarde, el señor Arcipreste atravesó el huerto: Andaba encor­vado bajo un gran paraguas azul: Se volvió desde la cancela, y viéndome en la ventana me llamó con la mano. Yo bajé tembloroso. El me dijo:
-¿Has aprendido eso?
-No, señor.
-¿Por qué?
-Porque es muy difícil.
El señor Arcipreste sonrió bondadoso:
-Está bien: Mañana lo aprenderás. Ahora acompáñame a la iglesia.
Me cogió de la mano para resguardarme con el paraguas, pues comenzaba a caer una ligera llovizna, y echamos camino adelante. La iglesia estaba cerca. Tenía una puerta chata de es­tilo románico, y, según decía el señor Arcipreste, era fundación de la Reina Doña Urraca. Entramos. Yo quedé solo en el pres­biterio, y el señor Arcipreste pasó a la sacristía hablando con el monago, recomendándole que lo tuviese todo dispuesto para la misa del gallo. Poco después volvíamos a salir. Ya no llovía, y el pálido creciente de la luna comenzaba a lucir en el cielo triste e invernal. El camino estaba oscuro, era un camino de herradura, pedregoso y con grandes charcos. De largo en largo hallábamos algún rapaz aldeano que dejaba beber pacíficamente a la yunta cansada de sus bueyes. Los pastores que volvían del monte trayendo los rebaños por delante, se detenían en las re­vueltas y arreaban a un lado sus ovejas para dejarnos paso. To­dos saludaban cristianamente:
-¡Alabado sea Dios!
-¡Alabado sea!
- Vaya muy dichoso el señor Arcipreste y la su compaña.
-¡Amén!
Cuando llegamos a la rectoral era noche cerrada. Micaela, sobrina del señor Arcipreste, trajinaba disponiendo la cena. Nos sentamos en la cocina al amor de la lumbre: Micaela me miró sonriendo:
-¿Hoy no hay estudio, verdad?
-Hoy, no
- Arrenegados latines, ¿verdad?
- ¡Verdad! El señor Arcipreste nos interrumpió severamente:
- No sabéis que el latín es la lengua de la Iglesia...
Y cuando ya cobraba aliento el señor Arcipreste para edi­ficarnos con una larga plática llena de ciencia teológica, sonaron bajo la ventana alegres conchas y bulliciosos panderos. Una voz cantó en las tinieblas de la noche:
¡Nos aquí venimos,
Nos aquí llegamos,
Si nos dan licencia
Nos aquí cantamos!
El señor Arcipreste les franqueó por sí mismo la puerta, y un corro de zagales invadió aquella cocina siempre hospitalaria. Venían de una aldea lejana: Al son de los panderos cantaron;
Falade ven baixo,
Andade pasiño,
Porque non desperté
O noso meniño.
O noso meniño,
O noso Jesús,
Que durme nas pallas
Sen verce [berce] e sen luz.
Callaron un momento, y entre el júbilo de las conchas y de los panderos volvieron a cantar:
Si non fora porque teño
Esta cara de aldeán,
Déralle catro biquiños
N’esa cara de mazan.
Vamos d' aquí par'a aldea
Que xa vimos de ruar,
Está Jesús a dormir
E podémolo espertar.
Tras de haber cantado, bebieron largamente de aquel vino agrio, fresco y sano que el señor Arcipreste cosechaba, y refocilados y calientes, fuéronse haciendo sonar las conchas y los panderos. Aún oíamos el chocleo de sus madreñas en las escaleras del patín, cuando una voz entonó:
Esta casa é de pedra,
O diaño ergueuna axiña,
Para que durmixen xuntos
O Alcipreste e sua sobrina.
Al oír la copla, el señor Arcipreste frunció el ceño. Micaela enderezóse colérica, y abandonando el perol donde hervía la clásica compota de manzanas, corrió a la ventana dando voces:
-¡Mal hablados!... ¡Mal enseñados!... ¡Así vos salgan al camino lobos rabiosos!
El señor Arcipreste, sin desplegar los labios, se paseaba picando un cigarro con las uñas y restregando el polvo entre las palmas, Al terminar llegóse al fuego y retiró un tizón, que sirvió de candela. Entonces fijó en mí sus ojos enfoscados bajo las cejas canas y crecidas. Yo temblé. El señor Arcipreste me dijo:
-¿Qué haces? Anda a buscar el Nebrija.
Salí suspirando. Así terminó mi Nochebuena en casa del señor Arcipreste de Celtigos, Q. E. S. G.
H.


Cuento de Don Ramón María del Valle-Inclán en JARDÍN VMBRÍO

22 de noviembre

  Deirdre frunció el entrecejo. —No al «Traiga y Compre» de Nochebuena —dijo—. Fue al anterior… al de la Fiesta de la Cosecha. —La Fiesta de...