El arte de amar de Ovidio
06 diciembre 2007
De el "Arte de Amar" de Ovidio
El arte de amar de Ovidio
05 diciembre 2007
La palabra "otoño" en historias inventadas
foto de Ilu
Después de enviar esta carta, Julien salió para pedir consejo al padre Chélan, contento como el cazador que a las seis de la mañana de un hermoso día de otoño desemboca en una explanada abundante en caza. Pero antes de llegar a casa del buen sacerdote, el cielo, que no le quería privar de ningún goce, le puso en presencia del señor Valenod, al cual no ocultó que tenía el corazón destrozado; un pobre muchacho como él se debía por entero a la vocación que el cielo había despertado en su corazón, pero en este bajo mundo la vocación no lo es todo. Para trabajar dignamente en la viña del Señor y no ser del todo indigno de tantos y tan sabios colaboradores necesitaba instrucción, necesitaba pasar dos años en el Seminario de Besancon, cosa muy dispendiosa; le era, pues, indispensable -y podía decirse que era en cierto modo una obligación- hacer economías, cosa que le sería mucho más fácil conseguir ganando ochocientos francos, pagados por trimestres, que no con seiscientos, que se le iban de entre las manos de un mes a otro. Pero, por otra parte, el cielo, al colocarle al lado de los jóvenes de Rénal y, sobre todo, al inspirarle un cariño especial hacia ellos, parecía indicarle que no era del caso abandonar su educación para emprender otra...
Julien alcanzó un grado tal de perfección en este género de elocuencia, que ha reemplazado a la rapidez de acción del Imperio, que acabó por aburrirse de sus propias palabras.
Al volver a casa, encontró a un criado del señor Valenod, vestido de gran librea, que le buscaba por toda la ciudad con una invitación para comer aquel mismo día.
En "Rojo y Negro" de Stendhal
04 diciembre 2007
La palabra "roble" en las literaturas
Qué embriagador y espléndido es un día de verano en Ucrania!... ¡Qué languidez y qué bochorno el de sus horas cuando el mediodía fulge entre el silencio y el sopor, y el azul e inconmensurable océano, inclinado sobre la tierra como un dosel voluptuoso, parece dormir sumergido en ensueños mientras ciñe y estrecha a la hermosa con inmaterial abrazo! No hay una nube en el cielo, ni una voz en el campo. Todo parece estar muerto. Solo allá, en lo alto, en la inmensidad celeste, tiembla una alondra, cuyo canto argentino vuela por los peldaños del aire hasta la tierra amante, y resuena en la estepa el grito de una gaviota o el estridente reclamo de una codorniz. Indolentes y distraídos, como paseantes sin rumbo, álzanse los robles rozando las nubes, y el golpe cegador de los rayos solares prende pintorescos manojos de hojas, proyectando sobre algunas de ellas, a las que un fuerte viento salpica de oro una sombra oscura como la noche. Las esmeraldas, topacios y ágatas de los insectos del éter se derraman sobre los huertos multicolores que los girasoles circundan majestuosos. Los grises haces de heno y las doradas gavillas de trigo formadas en la estepa, vagan errantes por su inmensidad. Las amplias ramas de los cerezos, de los manzanos, de los ciruelos y de los perales, se vencen bajo el peso del fruto. Fluye el río, límpido espejo del cielo, en su verde y altivo marco... ¡Cuán pleno de sensualidad y de dulce dicha está el verano en Ucrania ! ...
en LA FERIA DE SOROCHINETZ por Nikolai V. Gogol
03 diciembre 2007
Los diciembre en otras historias inventadas
Mientras Macondo celebraba la reconquista de los recuerdos, José Arcadio Buendía y Melquíades le sacudieron el polvo a su vieja amistad. El gitano iba dispuesto a quedarse en el pueblo. Había estado en la muerte, en efecto, pero había regresado porque no pudo soportar la soledad. Repudiado por su tribu, desprovisto de toda facultad sobrenatural como castigo por su fidelidad a la vida, decidió refugiarse en aquel rincón del mundo todavía no descubierto por la muerte, dedicado a la explotación de un laboratorio de daguerrotipia. José Arcadio Buendía no había oído hablar nunca de ese invento. Pero cuando se vio a sí mismo y a toda su familia plasmados en una edad eterna sobre una lámina de metal tornasol, se quedó mudo de estupor. De esa época databa el oxidado daguerrotipo en el que apareció José Arcadio Buendía con el pelo erizado y ceniciento, el acartonado cuello de la camisa prendido con un botón de cobre, y una expresión de solemnidad asombrada, y que Úrsula describía muerta de risa como «un general asustado. En verdad, José Arcadio Buendía estaba asustado la diáfana mañana de diciembre en que le hicieron el daguerrotipo, porque pensaba que la gente se iba gastando poco a poco a medida que su imagen pasaba a las placas metálicas. Por una curiosa inversión de la costumbre, fue Úrsula quien le sacó aquella idea de la cabeza, como fue también ella quien olvidó sus antiguos resquemores y decidió que Melquíades se quedara viviendo en la casa, aunque nunca permitió que le hicieran un daguerrotipo porque (según sus propias palabras textuales) no quería quedar para burla de sus nietos. Aquella mañana vistió a los niños con sus ropas mejores, les empolvó la cara y les dio una cucharada de jarabe de tuétano a cada uno para que pudieran permanecer absolutamente inmóviles durante casi dos minutos frente a la aparatosa cámara de Melquíades. En el daguerrotipo familiar, el único que existió jamás, Aureliano apareció vestido de terciopelo negro, entre Amaranta y Rebeca. Tenía la misma languidez y la misma mirada clarividente que había de tener años más tarde frente al pelotón de fusilamiento. Pero aún no había sentido la premonición de su destino. Era un orfebre experto, estimado en toda la ciénaga por el preciosismo de su trabajo. En el taller que compartía con el disparatado laboratorio de Melquíades, apenas si se le oía respirar. Parecía refugiado en otro tiempo, mientras su padre y el gitano interpretaban a gritos las predicciones de Nostradamus, entre un estrépito de frascos y cubetas, y el desastre de los ácidos derramados y el bromuro de plata perdido por los codazos y traspiés que daban a cada instante. Aquella consagración al trabajo, el buen juicio con que administraba sus intereses, le habían permitido a Aureliano ganar en poco tiempo más dinero que Úrsula con su deliciosa fauna de caramelo, pero todo el mundo se extrañaba de que fuera ya un hombre hecho y derecho y no se le hubiera conocido mujer. En realidad no la había tenido.
02 diciembre 2007
Magosto o para decir en Navidad
01 diciembre 2007
La tarde amansa el día y serena la luz va cediendo
-Govinda -dijo Siddharta a su amigo-, Govinda, ven conmigo a la higuera de los banianos.
Tenemos que practicar el arte de la meditación.
Se fueron a la higuera de los banianos. Se sentaron. Aquí Siddharta y veinte pasos más allá Govinda. Acomodado y dispuesto a decir el Om, Siddharta repitió el verso murmurando:
Om es el arco, la flecha, es el alma,
la meta de la flecha es el brahmán,
al que sin cesar se debe alcanzar.
Cuando había pasado el tiempo acostumbrado para el ejercicio del arte de ensimismarse, Govinda se levantó. Se había hecho tarde; ya era la hora de efectuar la ablución de la noche. Llamó a Siddharta por su nombre. Siddharta no contestó. Siddharta se hallaba sentado, con la mirada fija en una meta lejana, con la punta de la lengua saliendo un poco entre los dientes; parecía que no respiraba. Así sentado, logrado el arte de ensimismarse, pensaba en el Om, enviaba su alma como una flecha hacia el brahmán.
Hermann Hesse en Siddharta
22 de noviembre
Deirdre frunció el entrecejo. —No al «Traiga y Compre» de Nochebuena —dijo—. Fue al anterior… al de la Fiesta de la Cosecha. —La Fiesta de...