LA SUBLIME PUERTA
Llevaba muerta ya seis años, cuando los Señores
Inquisidores ordenaron desenterrarla para quemar sus huesos e infamar su
memoria. Durante toda su vida había sido considerada como una alta dama, espejo
de casta limpia. Llevaba un alto apellido y estaba emparentada por vía materna,
con los Láscaris y Comnenos bizantinos, y entre sus familiares había quienes
habían muerto en defensa de Constantinopla, y en su palacio tenía una
hermosísima capilla con iconos, y cuya cúpula acababa en forma de cebolla
recubierta de oro y lapislázuli.
Sus antepasados todos, desde que se tenía
memoria, habían sido fieles grecocatólicos romanos, pero el capellán de la casa
en vida de la dama, que luego había sido arzobispo en tierras orientales,
parece que había sostenido doctrinas arriesgadas desde el punto de vista
teológico y adoptado posiciones políticas extrañas y sospechosas. Y no faltaron
tampoco rumores de que el palacio de la dama era un nido de herejía y
costumbres de una muy sofisticada depravación.
Sus señorías los Señores Inquisidores fueron
recomponiendo durante años aquella vida privada de la alta dama y su pequeña
corte y servidumbre en la cual parecía probado que había algunas personas de
origen turco, y desde la casa se escribían cartas a la Sublime Puerta, y de
allí se recibían. Y, al final de su inquisición, sus señorías encontraron
probados dos delitos sustanciales, un crimen de herejía y otro delito de
costumbres relacionado con ella.
En el primer caso, se tenían examinados y
convenientemente señalados varios libros de la biblioteca de la dama y algunas
pinturas extrañas en la misma capilla como lo era un cuadro de una imagen de
Cristo dormido ante la esfera del mundo que sigue girando como por sí mismo.
Una pintura, por cierto que parecía la expresión de lo expresado en uno de los
pliegos escritos de mano del antiguo capellán, y corregidos luego por la propia
dama, en los que aparecía la idea de que Cristo, mirando el rodar del mundo, había
quedado tan colmado de tedio, acedia y tristeza que se había quedado postrado y
amortecido, y ausente por tanto, de nuestro mundo y de nosotros mismos. O bien
era el mundo el que consideraba que se podía gobernar por sí solo, y había
pintado dormido a Cristo como quien no entendía nada de él y había quedado
anclado en su tiempo.
Y escandalosa y reprobable del todo había sido
la conducta de la dama que tenía a su servicio algunas doncellas turcas y,
sobre todo, un muchachito igualmente turco, una verdadera belleza, que tenía
libre acceso a la mayor intimidad de la dama y al que esta prodigaba tactos y
caricias que en los papeles se llamaban de «las seis sensaciones» o deliquios,
en relación con ciertas enfermedades y de los que se tenía alguna noticia en
los libros de los físicos, que los consideraban orientales refinamientos y perversiones.
Y, gracias a los cuales, los restos del cadáver mismo de la dama o, más bien
sus huesos, exhalaban un extraño y delicado aroma; y, naturalmente también se
había ordenado hacer una efigie o estatua de la condenada para ser quemada
igualmente, pero se determinó no hacerlo, porque, siendo de una extremada
belleza la estatua como lo era la pintura o retrato de los que se había copiado
la estatua, se temió que, en vez de pena y castigo de la herejía y costumbres
perversas, pareciera alabanza, ya que la hermosura entra por los sentidos e
inficiona el razonamiento. Y por ello finalmente tampoco se quemaron los
huesos, pero en especial, porque a última hora se tuvieron testimonios muy
seguros y detallados, según los cuales la dicha alta dama había muerto durante
una epidemia de peste al haber asistido con sus propias manos, y en su propio
palacio, a los apestados; y por haber descubierto también un tratado de oración
escrito por su mano, y titulado «La Sublime Puerta o Cancel de la Oración y
Práctica de la Humildad» que es de una relumbrante ortodoxia y piedad sin
igual.
El caso de la dama y el expediente donde
constaba fue así archivado y prohibida su lectura bajo las penas más graves,
salvo licencia del Señor Inquisidor General o a favor de quien él autorizase en
el futuro; de aquí que en esta escritura no se pueda afirmar nada seguro. Y no
dan más luces los papeles sobre este asunto tan oscuro y contradictorio, que ha
pasado los siglos.
LA QUERENCIA DE LOS BÚHOS
CUENTOS
JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO
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