(Celébrase la fiesta algún día del primer tercio del mes de noviembre.) En la expectación de los días y al amor de las fiestas de la Navidad –al amor de las fiestas como al amor de un fuego de dulces y lentas llamas–, la idea sentimental de que alguna vez hubo una paz, de que hubo un mundo antiguo que conoció una paz humana, una paz de corazón y de mente –enraizada en razones del corazón, y en caritativos y emocionados movimientos de la inteligencia–, parece apoderarse de nosotros. Dos cosas hay, sin duda, que no se le pueden confiscar al hombre: la sombra y la nostalgia; la nostalgia de la Edad de Oro, tiempo en que el amor era la ley vivaz que regía el Cosmos. Don Quijote, con un puñado de bellotas en la mano, y hablando para pastores, lo dijo levantando la voz en la manchega noche: «¡Dichosa edad y siglos dichosos!»... Una ley vivaz, sí, y siempre de la parte de la humana soledad. Esa edad, sólo podría tener nostalgia del Paraíso. El pasado jueves, viniendo de Vigo a La Coruña, viajaba en el mismo vagón que yo una señora joven y hermosa, madre de seis hijos, que con el marido la acompañaban. El mayor, varón, de unos diez años; dos niñas, que me parecieron gemelas, de unos ocho; otras dos menores, también gemelas, como de cinco años, y finalmente un mamoncillo gracioso, de grandes ojos y rosado rostro, sobre año y medio de feliz edad. Gobernaba la madre aquel rebaño con tanta serena y gentil autoridad que pasmaba. Estaba atenta, lúcida, sonriente y fatigada por amor. El amor, ya lo dijo Shakespeare, se huele como un perfume; si los poetas tuvieran algún crédito en este tiempo, yo me hubiese acercado a aquella señora y le dijera que a mí también, como un regalo feliz de Pascuas, me había tocado algo del aroma de la rosa. Pero lo que me hubiese gustado decirle es de la lección de su autoridad, de esa humilde caricia con que ella a sí misma se perdonaba el ejercicio del materno mando... Quizás eran así los reyes paladines y mágicos, puros como fuente en que beban a la par el ciervo y la paloma, de la Edad de Oro.Quizás su diestra heroica, al regreso de la batalla –sólo hay dos guerras justas, en defensa de la pila bautismal, y por aguardar que el trigo sea segado en paz–, o viniendo de deshacer un entuerto, fuese así de liviana... Pero, ¿hubo alguna vez una paz? Añorarla, será como vivir del aroma de un vaso vacío. Yo, a aquella paz antigua, había pensado ponerle estas Navidades o unas canciones o la estampa de unas historias. Pero, sin duda, por caridad hacia mí mismo soledad primero. Las historias para decir por Navidad deben de ser historias por las que pase un ángel. O un ángel o una estrella. Y los versos como villancicos o lenta «quaderna vía», que son versos que andan los caminos como el hombre, con el andar del hombre. Podía contar la historia de aquel ángel que era menudico como una paloma, que se quedó así pasando por una corriente de aire frío, y tenía las alas azules y muy abiertas, como cola de paloma colipava, y viéndole tan menudo, lo puso Dios por custodio de los mirlos en las viñas de un príncipe iracundo que odiaba los negros cantores, y en ese quehacer estaba cuando nació en Belén el Niño, y no lo pudo resistir y allá se fue a adorarle, y se estuvo toda la noche diciendo aleluyas y subiendo y bajando por los ríos del aire, y cuando regresó a la guarda que le estaba encomendada, halló a todos mirlos degollados por el príncipe, tal y como Herodes degollaría poco después a los inocentes. (Ernesto Hello recordaba, aterrándose, que hubo un precio para la venida del Mesías: la degollación de los inocentes, y que hubo un precio para su muerte: treinta dineros, y añadía que en este misterio está la llave del rostro de este mundo, es decir, de la Historia). O también podía contarles de aquella estrella que el Señor mandó moler y luego entregó la harina a las gentes, y aquella harina era el primer fuego, que desde entonces habitó entre los hombres, y Dios se quedó con un puñadito de aquella harina para hacer, en día, la estrella que guiase a los Reyes Magos. Son historias que yo me cuento a mí mismo, y las parrafeo mucho, y aun invento palabras para que tengan, por el medio, como algo de música. Algo de música quisiera que tuviera también este decir, con el que quiero felicitaros las Pascuas: Primeiro foi o Anxo que falóu a María: nove meses de sono ata que véu o día. Pasóu a primaveira, e que ben frolecía. Pasóu tamén a sega, que moito pan había. Logo véu a vendima –i-o magosto dourado. I-o viño novo nas cuncas na adega foi catado. I-estando o outo cume de outo neve nevado, en Belem o noveno mese lle foi contado: nascéu dom Xesucristo, de todos é loubado. Música de la zanfoña para este decir, que como a maestro Gonzalo de Berceo el suyo, me valga, en esta Navidad, «el vaso de bom viño». En estos días se celebra la fiesta del magosto
Para decir en Navidad" por Álvaro Cunqueiro
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