En el curso de este capítulo se habrá advertido la sombra de algunos pequeños misterios, a cuenta de los cuales, de ser yo aficionado a esta clase de artificios, podía fácilmente haber mantenido al lector intrigado por espacio de un mes:
1.
¿Por qué insiste la señora Prior en llamar
academia al teatro en que baila su hija?
2.
¿Cuáles eran las razones especiales que
movieron a la señora Lovel a mostrarse tan complaciente con su hijo y
entregarle ciento cincuenta libras no bien se las pidiera?
3.
¿Por qué estuvo a punto de destrozarse el
corazón de Federico Lovel?
Y
4.
¿Quién era el lenitivo de sus dolores?
Voy a contestar inmediatamente, sin el más
leve intento de dilación o circunloquio:
1.
La señora Prior, que había recibido dinero
en muchas ocasiones de su hermano, Juan Erasmo Sargent, rector de
Saint-Boniface, sabía perfectamente que si el rector, a quien había ella estado
atosigando toda la vida, se enteraba de que a su sobrina se la había mandado a
la escena, no habría de darles un chelín más.
2.
La razón de que Emma, la viuda de Adolfo
Loeffer, confitero de Whitechapel Road, hubiese acogido con tanta amabilidad a
su hijo Adolfo Federico Lovel, Esq. del colegio de Saint-Boniface de Oxbridge y
socio principal de la mencionada casa de Loeffel, casi un niño aún, consistía en
que ella, Emma, se hallaba a punto de contraer segundas nupcias con el
reverendo Samuel Bonnington.
3.
El corazón de Federico Lovel se conmovió
tan profundamente al enterarse de ello, que adoptó gestos y ademanes de Hamlet;
se vistió de negro; empezó a gastar melenas que llegaban hasta los ojos, y
presentó mil señales exteriores de pena y desesperación, hasta que…
Y
4.
Luisa —viuda de sir Popham
Baker, de Bakerstown Cº Kilkenny —baronet— indujo a mister Lovel
a emprender un viaje al Rin con ella y Cecilia, cuarta y única hija soltera del
difundo sir Popham Baker.
El concepto que yo formé de Cecilia ya lo
he consignado con toda candidez en una de las páginas anteriores. Ahora, me
ratifico en aquella opinión. No he de repetirla. Me desagrada el tema, como me
desagradaba en vida aquella mujer. No sabré decir lo que Federico encontrase en
ella digno de admirarse. No es poca suerte para todos nosotros la variedad de
gustos que reina en hombres y mujeres. A esta mujer no la veréis viva en esta
historia. Veréis, sí, su retrato pintado por el difunto mister Gandish.
Aparece en la pintura pulsando un arpa, con la cual acostumbraba a volverme
loco en fuerza de hacerme oír su Tara Halls y su Pobre
Mariana. Solía ella zaherir a Federico y manifestarse tan impolítica con
sus invitados, que, con objeto de apaciguarla, decíale a su marido. «Vamos,
querida mía, haznos un poco de música»; y en seguida quitábase los guantes y
empezaba con su Tara Halls, en el arpa, cuyas malditas cuerdas no
sabían ninguna otra música que martirizara cien veces mis oídos con el mismo
sonsonete. A poco sobrevino el período en el que, como he dicho, empezó a
mirárseme por encima del hombro; y como no me gustase aquel trato, dejé de ir a
Shrublands.
William M. Thackeray
El viudo Lovel
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