Recuerdo muy bien
la profunda impresión de violencia y pobreza que me produjo Almería, viniendo
por la nacional 340, la primera vez que la visité, hace ya algunos años. Había
dejado atrás Puerto Lumbreras —con los tenderetes del mercado en medio de la
rambla— y el valle del Almanzora, Huércal Overa, Vera, Cuevas, Los Gallardos.
Desde un recodo de la cuneta había contemplado las increíbles casas de Sorbas
suspendidas sobre el abismo. Después, cociéndose al sol, las sierras ásperas,
cinceladas a golpe de martillo, de la zona de Tabernas, corroídas por la
erosión y como lunares. La carretera serpentea entre horcajos y barrancos,
bordeando el cauce de un río seco. En vano había buscado la sombra de un
arbusto, la huella de un miserable agave. En aquel universo exclusivamente
mineral la calina inventaba espirales de celofán finísimo. Guardo clara memoria
de mi primer descenso hacia Rioja y Benahadux: del verdor de los naranjos, la
cresta empenachada de las palmeras, el agua aprovechada hasta la avaricia. Me
había parecido entonces que allí la tierra se humanizaba un poco y, hasta mucho
después, no advertí que me engañaba. Anunciada por un rosario de cuevas
horadadas en el flanco de la montaña —«capital del esparto, mocos y legañas»,
como dicen irónicamente los habitantes de las provincias vecinas—, Almería se
extiende al pie de una asolada paramera cuyos pliegues imitan, desde lejos, el
oleaje de un mar petrificado y albarizo.
Cuando fui la
última vez, la ciudad me era ya familiar y apenas paré en ella el tiempo
preciso para informarme del horario de los autocares. Conocía el panorama de la
Alcazaba sobre el barrio de La Chanca: sus moradores encalan púdicamente la
entrada de las cuevas y, vistos desde arriba, los techos de las chabolas se
alinean como fichas de dominó, azules, ocres, rosas, amarillos y blancos.
También había trepado al cerro de San Cristóbal para atalayar el puerto desde
las gradas del Vía Crucis: una patulea de arrapiezos juega y se ensucia entre
los pasos y el aliento de la ciudad sube hasta uno como el jadeo de un animal
cansado. Almería carece de vida nocturna y, en mis estancias anteriores,
haciendo de tripas corazón, había recorrido temprano sus calles. Me apresuraré
a decir que no lo lamento en absoluto. El espectáculo merece el sacrificio: el
mercado de Puerta Purchena, con sus gitanos y charlatanes, obsequiosos y
vocingleros; los somnolientos coches de punto a la espera de cliente; los
emigrados marroquíes meditando a la sombra de los ficus, valen cumplidamente el
viaje. Almería es ciudad única, medio insular, medio africana. A través de sus
hombres y mujeres que fueron a buscar trabajo y pan a Cataluña —y a realizar
los trabajos más duros, dicho sea de paso—, la quería sin conocerla aún. La patria
chica puede ser elegida: desde que la conozco, salvando centenares de
kilómetros, le rindo visita todos los años.
En los mismos
suburbios de la ciudad, camino de Murcia, torciendo a la derecha de la nacional
340, una carretera comarcal une Almería con las zonas montañosas y desérticas
de Níjar y Sierra de Gata. Otras veces, durante mis breves incursiones por el
corazón de la provincia, había prometido recorrer con alguna calma este
olvidado rincón de nuestro suelo, rincón que sonaba familiarmente en mis oídos
gracias a la aburrida lista de cabos importantes aprendida en el colegio bajo
el imperio de la regla y el temor de los castigos: «Sacratif, en Granada. Gata,
en Almería. Palos, en Murcia. La Nao, San Antonio y San Martín, en Alicante…».
Cuando llegué a la central de autobuses, el coche acababa de irse. Como
faltaban dos horas para el próximo, dejé el equipaje en consigna y salí a
cantonear. Las calles bullían de regatones, feriantes, vendedores de helados
que solfeaban a gritos la mercancía. Otros, más modestos, aguardaban al cliente
en la acera, con sus cestos de cañaduz e higos chumbos. Lucía el sol y las
mujeres escobaban delante de las casas. El cielo empañado, sin nubes, anunciaba
un día caluroso.
Después del
invierno gris del Norte, me sentía bien en medio de aquel bullicio. Recuerdo
que, al cruzar el puente, pasaron dos simones con muchachas ataviadas de típica
señorita española. Conscientes de la curiosidad que promovían, se esforzaban en
encamar dignamente las virtudes características de la raza: garbo, empaque,
gracia, donosura. Un hombre las piropeó con voz ronca. Luego desfilaron otros
coches de punto con caballeros en levita, militares, un niño con tirabuzones,
un cura. Alguien dijo que celebraban un bautizo.
Los curiosos
prosiguieron su camino y entré en un bar tras dos hombres que se habían asomado
a mirar. No se me despintan de la memoria, negros, cenceños, con sus chalecos
oscuros, sombreros de ala vuelta hacia arriba y camisas abotonadas hasta el
cuello. Parecían dos pajarracos montaraces y hablaban mascujando las palabras.
—¡Qué mujeres!
—España es el mejó
país del mundo.
—No tendrá el
adelanto de otras naciones, pero pa vivir…
—Caray, que no lo
cambiaba yo por ninguno.
Al reparar en el
brillo anormal de sus ojos comprendí que andaban bebidos. El dueño me trajo un
café y se acercaron a pegar la hebra. Querían saber quién era, de dónde venía,
qué hacía por allí. Aunque les contestaba con monosílabos, me invitaron a
chatear.
—No puedo —dije. Y
miré el reloj.
—¿No?
—Mi autobús sale
dentro de unos minutos.
El tiempo había
pasado sin darme cuenta y continué hacia la carretera de Murcia por el camino
de la estación.
Juan Goytisolo
Campos de Níjar
El paisaje de los campos de Níjar se aparece a Goytisolo como una
imagen inaudita, de una desnudez violenta, totalmente diferente a todo lo visto
por él en Europa. Frente a la opinión más común, incluso entre la gente que lo
habita, el novelista es capaz de apreciar la belleza de la tierra que lo rodea,
si bien había llegado a ella ya seducido por las descripciones que había
escuchado de los inmigrantes y, sobre todo, de los soldados almerienses que
había conocido durante su servicio militar.
Y ocupando ese paisaje,
los niños desnudos o vestidos miserablemente, los adultos, envejecidos
prematuramente, condenados a una vida paupérrima o a la emigración, las
evidencias del abandono de un pueblo a su suerte y del peor de los expolios: el
expolio humano. Juan Goytisolo documenta todo ello a lo largo del libro desde
la perspectiva de un reportero, prestando también un especial interés al
lenguaje utilizado por las gentes del país. Sólo al final de la obra la voz del
narrador abandona todo esfuerzo por mantener la objetividad para mostrar su
disconformidad con las injusticias de las que ha sido testigo.