Era una noche de Abatida, y la clientela habitual se había reunido en la Roca de Guía. No podía decirse que cinco personas formaran un grupo muy numeroso, pero últimamente, en los tiempos que corrían, nunca se reunían más de cinco clientes en la taberna.
El viejo Cob oficiaba de narrador y suministrador de consejos. Los que estaban sentados a la barra bebían y escuchaban. En la cocina, un joven posadero, de pie junto a la puerta, sonreía mientras escuchaba los detalles de una historia que ya conocía.
—Cuando despertó, Táborlin el Grande estaba encerrado en una alta torre. Le habían quitado la espada y lo habían despojado de sus herramientas: no tenía ni la llave, ni la moneda ni la vela. Pero no creáis que eso era lo peor… —Cob hizo una pausa para añadir suspense— ¡porque las lámparas de la pared ardían con llamas azules!
Graham, Jake y Shep asintieron con la cabeza. Los tres amigos habían crecido juntos, escuchando las historias que contaba Cob e ignorando sus consejos.
Cob miró con los ojos entrecerrados al miembro más nuevo y más atento de su reducido público, el aprendiz de herrero.
—¿Sabes qué significaba eso, muchacho? —Llamaban «muchacho» al aprendiz de herrero, pese a que les pasaba un palmo a todos. Los pueblos pequeños son así, y seguramente seguirían llamándolo «muchacho» hasta que tuviera una barba poblada o hasta que, harto de ese apelativo, hiciera sangrar a alguien por la nariz.
El muchacho asintió lentamente y respondió:
—Los Chandrian.
—Exacto —confirmó Cob—. Los Chandrian. Todo el mundo sabe que el fuego azul es una de sus señales. Pues bien, estaba…
—Pero ¿cómo lo habían encontrado? —lo interrumpió el muchacho—. Y ¿por qué no lo mataron cuando tuvieron ocasión?
—Cállate, o sabrás todas las respuestas antes del final —dijo Jake—. Deja que nos lo cuente.
—No le hables así, Jake —intervino Graham—. Es lógico que el muchacho sienta curiosidad. Bébete tu cerveza.