12 abril 2021
11 abril 2021
11 de abril
11 de abril, 1970
Hoy es no sé si el 11 o el doce de abril, sábado. Después de dos días de mi regreso, me pongo a grabar para matar el aburrimiento y hacerme la ilusión de que mato la soledad. Llegué anteayer por la noche y ocupo un lugar que se llama «Albert Hall», o cosa así, un departamento que, bien tenido, sería precioso, pero que está completamente abandonado, a pesar de lo cual es habitable. Ayer asistí a la Universidad y me acosté muy temprano. Hoy estoy despierto desde las cuatro, levantado desde las cinco. A las ocho quise ir a la Universidad, esperé el autobús durante media hora y a poco me muero de frío; regresé, y salvo escribir una carta a Vergés, no puedo decir que haya hecho nada, salvo la comida y este reposo relativo al que estoy entregado. Ahora son poco más de las doce; a la una, quizás a las dos, intentaré volver hacia allá, y no ya a la Universidad, sino a mi casa, a ver si hago algo con los cuadros. Estoy cansado y en una situación inestable que, ya lo sé, me impedirá hacer nada positivo. ¡Si por lo menos atiendo mis cartas y termino el arreglo de mi equipaje, me consideraré satisfecho! Escribir, ni pensarlo, pero estoy tan alejado de mis temas que hasta esas ocurrencias inesperadas, a veces tan frecuentes, han desaparecido por completo. Si Dios lo quiere, el día 8 de mayo regresaré a España definitivamente, y para volver aquí habré de pensarlo mucho y tendrán que irme allá las cosas muy mal. He pasado quince días casi feliz: hacía buen tiempo, apenas hubo acontecimientos más o menos perturbadores. Fui con Fernanda a El Ferrol, a Santiago y a Vigo: tres viajes distintos. El resumen, muy bueno. El viaje de regreso, excelente. He venido leyendo la última novela de Vargas Llosa Conversaciones en la Catedral que me parece buena, pero no excelente. Llena de trucos, le falta ese algo que le empuja a uno a meterse en un mundo y a no dejarse salir de él. Aquí no me siento inferior. He leído también una antología de Octavio Paz publicada por «Barral»: me parece un poeta mediano y, lo que es peor, agotado, aunque sigue siendo un buen ensayista. He leído también un libro de Chomsky muy interesante sobre lingüística cartesiana. Algo más compré, pero no lo leí.
Y ahora aquí, tumbado, viendo cómo se está oscureciendo la luz, quizá porque el sol se haya toldado. Hablo poco porque no sé qué decir; tengo la cabeza tan vacía que ni siquiera se me ocurren palabras para ir matando minutos y llenando cintas: ésta es mi situación. Cuando me encuentre en casa, estaré tan desentrenado que me va a costar trabajo volver a escribir. Probablemente me lo costará también volver a pensar, y, sin embargo, todo es necesario, dramáticamente necesario. Tengo que escribir la novela, tengo que escribir el otro libro, tengo que escribir artículos para poder seguir viviendo, porque el dinero que voy a ganar allá más bien será poco.
Continúo una hora después, y después quiere decir también sin hacer nada. Tarde a perros como tantas tardes. Estoy en la cama, son ya las ocho. Pronto tendré sueño y hablo para oírme, quizá para desdoblarme, para acompañarme a mí mismo. En realidad hoy es un día en que no he cruzado una sola palabra con nadie, y espero que mañana me suceda otro tanto. Cuando se despiden de uno el viernes, dicen «buen fin de semana»: mis fines de semana son silenciosos y lo serían más si yo no hablase para engañarme. Estuve oyendo unas cintas y leyendo unos papeles; fui a mi casa y me traje el manuscrito de La Saga Fuga de J. B., empecé a leer y abandoné la lectura porque no me gusta, no me gusta. Me da la impresión de que tengo que empezar por el principio, tengo que rehacer el libro desde la primera línea o, mejor dicho, desde la segunda, porque la primera sigue siendo aquella de «¡Veciños, veciños, roubaron o Corpo Santo!» y yo creo que es lo único estable de la novela. Por el momento, lo único estable: ¡Quién sabe si dejará de serlo! Si fuese capaz de trabajar, debería repasar todas esas notas y hacer unos extractos de lo que hay en cada una de ellas de positivo; ordenarlas y decidir de una vez qué materiales voy a usar y cómo los voy a usar. Decidirlo de una vez, porque en realidad todavía no lo sé. Creo recordar que la última ordenación después del capítulo inicial, consistía en dos partes paralelas, independientes. Una de ellas, en el mundo de Barallobre y, otra, en el mundo de Bastida. La primera contada en primera persona del presente, perdón, en tercera persona del presente; y la otra, en primera persona del pasado; pero ninguna de las dos está escrita, sino sólo iniciadas. Bueno, no he vuelto a preocuparme de esto porque mi preocupación última y actual es seguir inventando disparates para atribuírselos a don Torcuato del Río, a la tía Celinda y a todos estos personajes de la narración de Bastida, y efectivamente no tengo por qué distraerme de esta parte pensando en otras, aunque hoy se me haya ocurrido algo acerca de la necesidad de introducir en ese capítulo nada más que proyectado, ni siquiera empezado, en que J. B. cuenta su vida, que es la vida de todos los J. B., dar consistencia a la infancia de Bendaña y de Barallobre y a su adolescencia. También he decidido últimamente que Barallobre no sea catedrático en activo, sino suspenso de empleo y sueldo. No sé por qué se me ha ocurrido eso de pronto, y me pareció bueno; posiblemente se trate de un truco inconsciente para eliminar la descripción del Instituto, que por otra parte no tiene el menor interés en la novela. Lo tenía antes, cuando había una primera parte remota y una segunda parte próxima, y cuando el protagonista de la segunda parte era un catedrático de francés; pero, ahora se ha eliminado todo esto, el mundo del Instituto no hace más que estorbarme. Claro que me hace falta cuando Taladriz acude a la cita, pero esto se puede arreglar de otra manera sin necesidad de meter el Instituto por medio. Ya veré, ya veré. Yo no sé si tengo apuntada en alguna parte la explicación que da don Torcuato de la evolución, y menos aún sé si tengo apuntado que esta explicación la da en mitad del discurso de inauguración de la Tabla Redonda: consiste en que en un principio los hombres tenían todos los sentidos —la vista, el olfato, el gusto—, muy juntos y muy próximos al orificio de defecación, vulgo ano, que no era el ano actual; y entonces hay una emigración iniciada por la nariz o quizá por el ojo delantero, seguido de la nariz, que van recorriendo la parte anterior del cuerpo hasta quedar instalados uno encima de otro, de donde procede el gigante monóculo; pero no es monóculo, puesto que el segundo ojo abandona su lugar, dejando, como el primero, un orificio, que es precisamente el ano. Recorre la espalda hasta llegar al cuello, y permanece allí durante mucho tiempo, durante todo el tiempo que los hombres tienen una doble visión, delantera y posterior. Cuando se deciden por la visión binocular, el ojo rodea el cuello y acaba instalándose a un lado de la nariz. Como hace feo, el otro ojo desciende un poco hasta situarse simétricamente. Yo no sé si he inventado algo más estos últimos tiempos atribuible a don Torcuato, como no sea una nota que está precisamente en este mismo carrete acerca de esa novela en cartas encontrada por Bastida. Esta novela precisamente puede llevar un prólogo en que el autor anónimo, a la vez protagonista, según Bastida, dice que publica la novela para mostrar a don Juan Valera cómo se escribe, es decir, que no se pueden ocultar ciertos acontecimientos que el señor Valera escamotea al describir el amor del protagonista por Pepita Jiménez. Si usted no ha hablado para nada del sexo, ¿no encuentra un poco forzado que acaben en la cama? Naturalmente hay un sofisma y precisamente por ser sofisma es por lo que Bastida cree que se trata de un mero subterfugio. Bueno, tengo sueño y dada la hora que es, será inevitable que vuelva a despertarme a las cuatro de la mañana, que intente dormir, que no lo consiga y que pierda las primeras horas de la madrugada. Voy sin embargo a ver si logro leer un poco y prolongar algo más este tiempo para no despertarme tan temprano.
Gonzalo Torrente Ballester
Cuadernos de un vate vago
En Los cuadernos de un vate vago Torrente da cuenta de cómo nacieron algunas de sus novelas. Entre 1961 y 1976, Torrente recogió gran parte de sus notas trabajo en cintas magnetofónicas. Al magnetófono le contaba sus problemas durante la escritura, le hablaba acerca de la gestación de varias de sus obras o de sus miedos y sus alegrías. A veces, incluso, le contaba al magnetófono la historia y luego la transcribía. En este volumen se recogen, tal cual se narraron y con la mínima corrección, este conjunto de soliloquios. Se trata de una obra de características inéditas en las letras españolas, y posiblemente universales, por la técnica empleada en ella; y en un texto de gran dimensión literaria: paso de la literatura oral a la literatura escrita, en una bellísima y contundente prosa.
10 abril 2021
10 de abril
Es difícil encontrar un cementerio pequeño en Los Ángeles. Y yo estaba decidida a que mi hijo fuese enterrado en algún lugar pequeño e íntimo, un lugar donde hubiera pocos transeúntes, donde hubiera menos miradas indiferentes que en algunas de las necrópolis de gran extensión o los vastos parques de la muerte embellecidos que constituyen la norma.
Encontré una vieja misión parcialmente reconstruida en el extremo norte del valle de San Fernando donde, gracias a un fuerte donativo para el fondo de restauración, me proporcionaron una sepultura en un rincón, a la sombra de un bosquecillo de eucaliptos. Voy allí de vez en cuando, aproximadamente una vez al mes, tratando de no hacer de las visitas un ritual, en estados de ánimo buenos y malos, pero inevitablemente el lugar ha forjado sus propias asociaciones (después de todo, yo no tengo ningún verdadero recuerdo de él) y ahora es el crujir de las hojas secas, el olor a gato macho de los eucaliptos, incluso las sombras de filigrana del sol a través de las hojas, lo que conspira para recordarme a mi hijo muerto.
También dediqué algún tiempo a la lápida. ¿Qué inscripción pone uno cuando una vida ha durado solamente dieciséis días? ¿«Aquellos a quienes los dioses aman…»? ¿«Vanidad de vanidades, dijo el predicador, todo es vanidad»? Al final elegí mármol blanco, muy sencillo, y mandé poner el nombre y la fecha incrustados en bronce. COLEMAN BROCKWAY, 10 de abril de 1930 - 26 de abril de 1930. En los años transcurridos desde su muerte el verdín de las letras de bronce se ha corrido y ha manchado el mármol, como lágrimas verdes. Lágrimas verdes para mi bebé azul. Coleman Brockway vino al mundo con una baraja marcada en su contra desde el primer día: tenía un agujero en el corazón.
William Boyd
La tarde azul
Los Ángeles, 1936. Kay Fischer vive en una ciudad norteamericana y se dedica a la arquitectura, tras la muerte de su hijo y la ruptura de su matrimonio. Está en un momento malo de su vida cuando se presenta ante ella Salvador Carriscant, un anciano que dice ser su padre y que reclama la ayuda de la joven para desenmarañar unos hechos que llevan enterrados más de un cuarto de siglo.
09 abril 2021
9 de abril
Cuando la enfermedad empeora, cuando los médicos confiesan que renuncian, Guillermo hace venir a todos los que le escoltaban desde que salía de sus lugares privados. Naturalmente. Necesariamente… ¿Cuándo estuvo alguna vez solo? ¿Quién se presenta solo al principio del siglo XIII, más que los insensatos, los posesos, los marginales a los que se acorrala? El orden del mundo requiere que cada uno permanezca encerrado en un tejido de solidaridades, de amistades, en un cuerpo. Guillermo convoca a aquellos que constituyen el cuerpo del que él es la cabeza. Un grupo de hombres. Sus hombres: los caballeros de su casa; y después el mayor de sus hijos. Es preciso este numeroso entorno para el gran espectáculo que va a comenzar, el de la muerte principesca. Desde el momento en que están allí para formar el cortejo, ordena que se le lleve. En su casa, dice, sufrirá más a gusto. Más vale morir en la propia casa que fuera. Que se le conduzca a Caversham, a su propia mansión. Tiene muchas, pero es ésta la que escoge porque es, del lado del país natal, la más próxima, la más accesible. No hay que cabalgar: está el Támesis, que conduce hasta ella. Así, el 16 de marzo, el conde Guillermo es «engalanado» por los suyos en una barca, su mujer en otra que sigue, y se empieza a remar, dulcemente, sin jadeos, en caravana.
Desde la llegada, su primera preocupación es liberarse de la carga que le pesa. El hombre cuya muerte se acerca debe, en efecto, deshacerse poco a poco de todo, y abandonar en primer lugar los honores del siglo. Primer acto, primera ceremonia de renuncia. Ostentatoria, como van a serlo los actos que seguirán; pero las bellas muertes en este tiempo son fiestas, se despliegan como sobre un teatro ante gran número de espectadores, ante gran número de oyentes atentos a todas las posturas, a todas las palabras, esperando del moribundo que manifieste lo que vale, que hable, que actúe según su rango, que deje un último ejemplo de virtud a los que le seguirán. Cada uno, de este modo, al dejar el mundo, tiene el deber de ayudar por última vez a afirmar esta moral que hace mantenerse en pie al cuerpo social, y sucederse las generaciones en la regularidad que complace a Dios. Y nosotros, que ya no sabemos lo que es la muerte suntuosa; nosotros, que escondemos la muerte, que la callamos, la evacuamos lo más rápidamente posible como un asunto molesto; nosotros, para quienes la buena muerte debe ser solitaria, rápida, discreta, aprovechemos que la grandeza a que el Mariscal ha llegado le coloca ante nosotros con una luz excepcionalmente viva, y sigamos paso a paso, en los detalles de su desarrollo, el ritual de la muerte a la antigua, que no era una escapada, una salida furtiva, sino una lenta aproximación, reglamentada, gobernada, un preludio, una transferencia solemne de un estado a otro estado superior, una transición tan pública como lo eran las bodas, tan majestuosa como la entrada de los reyes en sus villas. La muerte que hemos perdido y que, muy posiblemente, nos falte.
La función con la que el Mariscal moribundo se encuentra todavía investido es de tal peso que todos los que cuentan en el Estado deben ver con sus ojos cómo la abandona, lo que hace de ella. El rey, por supuesto, el legado del papa también —ya que Roma, en este primer cuarto del siglo XIII, considera que el reino de Inglaterra está bajo su protección, su control—, el gran justicia de Inglaterra; pero también toda la alta baronía. Una muchedumbre, que se ha reunido para eso. No cabría dentro del interior de la mansión de Caversham. Acampa en la otra orilla, en Reading, en el gran monasterio real y en sus alrededores. Guillermo no puede moverse de su cama. Es preciso, por tanto, que los más importantes del reino atraviesen el río, vayan a la cabecera de su lecho. El 8 ó el 9 de abril entran en la habitación, acompañando a un muchacho de doce años, Enrique, el pequeño rey. Es a este niño al que, desde su cama, el Mariscal comienza a sermonear, excusándose de no poderle tener más tiempo bajo su custodia, desarrollando un discurso moral, este discuso que, según los ritos, deben tener los padres en su lecho de muerte para con su hijo mayor, el heredero. Guillermo amonesta al niño, le compromete a bien vivir, piendo a Dios —dice— que le haga desaparecer pronto si por desgracia se convirtiera en un traidor como lo fueron, ¡ay!, algunos de sus abuelos. Y toda la compañía contesta amén. El Mariscal la despacha entonces. Aún no está dispuesto. Tiene necesidad de la noche para elegir quién le ha de suceder como tutor. Quiere descartar al obispo de Winchester, ardiente, que hacía un momento se enganchaba al adolescente, que se imagina tenerle firmemente en sus manos porque, en 1216, el Mariscal le había confiado, como en subcontrato, al muchacho demasiado débil entonces como para seguir al regente en las cabalgadas incesantes, y que ahora le querría para él solo por completo. Guillermo quiere reflexionar, tomar consejo de su hijo, de su gente, de sus más íntimos. En familia, en privado, decide: hay demasiadas rivalidades ahora en el país. Si dejara a Enrique, tercero del nombre, al uno, los otros estarían despechados, y sería de nuevo la guerra. Sólo él, de entre todos los barones, tenía la autoridad que se precisaba. ¿Quién podría ocupar su sitio? Dios, simplemente. Dios y el papa. A ellos, por tanto, dejaría al rey: es decir, al legado que ocupa el lugar de éste y de aquél en Inglaterra.
Georges Duby
Guillermo el Mariscal
Nacido de un modesto linaje a mediados del siglo XII, GUILLERMO EL MARISCAL (1145?-1219) —el caballero más leal, sabio y valeroso del mundo— fue ascendido en rango y honores a lo largo de los tres cuartos de siglo de vinculación con Inglaterra de la aristocracia anglonormanda. Este héroe a la vez histórico y legendario alcanzó la fama como campeón de los torneos y sirvió fielmente a los Plantagenêt (Enrique II, Enrique el Joven, Ricardo Corazón de León y Juan sin Tierra) en las guerras contra la nobleza y en sus enfrentamientos con la monarquía francesa de los Capetos. Regente del reino durante la minoría de edad de Enrique III, combate a sus setenta y tres años contra Felipe Augusto y vence al futuro Luis VIII en la batalla de Lincoln en 1217.
Siguiendo el poema compuesto a la muerte de Guillermo el Mariscal por encargo de su primogénito, esta prodigiosa monografía de GEORGES DUBY —uno de los grandes medievalistas contemporáneos y profesor del Colegio de Francia— logra una brillante y rigurosa reconstrucción del mundo de la caballería, del ritual medieval de la guerra y del sistema de valores de una sociedad que rindió especial culto a la lealtad y el heroísmo de sus hombres de armas.
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