05 octubre 2022

El Tajo es más bello que el río que corre por mi aldea

El Tajo es más bello que el río que corre por mi aldea,
o el Tajo no es más bello que el río que corre por mi aldea
porque el Tajo no es el río que corre por mi aldea.

El Tajo tiene grandes navíos
y todavía navega en él,
para quienes en todo ven lo que ya no existe,
la memoria de las naos.

El Tajo baja de España
y el Tajo entra en el mar en Portugal.
Todo el mundo lo sabe.
Pero pocos saben cuál es el río de mi aldea
y para dónde va
y de qué sitio viene.
Y por eso, porque pertenece a menos gente,
es más libre y mayor el río de mi aldea.

Por el Tajo se va al Mundo.
Más allá del Tajo está América
y la fortuna de quienes la encuentran.
Nadie ha pensado nunca en lo que hay más allá del río de mi aldea.

El río de mi aldea no hace pensar en nada.
Quien se encuentra a su lado, sólo a su lado está.

Fernando Pessoa
POEMAS DE ALBERTO CAEIRO

Cenero, mundo rural asturiano

Cenero, mundo rural asturiano

04 octubre 2022

BLANCA DE CASTILLA

 BLANCA DE CASTILLA

La royne Blanche, comme ung lys,
qui chantoit à voix de sereine…


GENTIL era, y rubia; tenía los ojos claros de su tío Juan Sin Tierra; sería menuda y graciosa, como lo eran las leonesas, y sabía toda la cortesía de la vieja, rica y gótica León, que no la gastaban mayor los papas de Roma.
Blanca, ya lo dice Villon, era blanca como un lirio, y cantar cantaba con voz de sirena. Sobre la voz de las sirenas, desde el viejo y alegre Homero, se ha escrito mucho. Blanca tendría la voz grave y acariciadora de las sirenas atlánticas, y con ella cantaría los romances castellanos, los amores del conde Olinos, o aquel que comienza:
De Francia partió la niña,
de Francia la bien guarnida…

Como en el romance, cuando iba a bodas con el delfín de Francia:
A las puertas de París
la niña se sonreía.

Trece años, trece brisas de abril en los altos álamos de Castilla, en los chopos de las riberas del Duero, del Pisuerga, del Arlanzón; trece brisas de abril, trece rosas, trece jilgueros en el corazón. Trece años tenía la novia.
¿De qué vos reís, señora?
¿De qué vos reís, mi vida?

Cuando visita los feudos de Issoudun y Graçay que Juan Sin Tierra le regala, todo el Berry es primavera; pero la primavera en el Berry es melancólica para las princesas. Quizás Blanca de Castilla tomó del pálido cielo del Berry, para sus ojos claros, una sombra nostálgica.
Luis VIII la quiso bien. Luis VIII el León era político, soldado y ambicioso. Gustaba de los quesos picantes del Nivernais y del vino tinto de Burdeos, que por aquellos días lo bebían los coléricos ingleses. Tuvieron doce hijos: uno de ellos fue Luis el Santo, el cruzado. Luis el León guerreó toda su vida contra el inglés y contra el hereje, y Blanca pasó años enteros sin verlo, cuidando su nidada en su palacio de París. Así pasaron, largos o breves, alegres o tristes, veintiséis años. Luis murió lejos de Blanca, en el Languedoc, con la espada desenvainada contra el albigense. Dicen que cuando la fiebre que diezmaba su ejército se llevó su último aliento, ya tenía Luis en su cabeza gusanos verdiblancos que asomaban por la maraña de la blanca y laica cabellera.
Muerto Luis el León, Blanca de Castilla reinó en Francia por la minoridad de su hijo Luis IX.
—Hijo, prefiero verte muerto que en pecado mortal —dijo Blanca a Luis.
Así educaba la reina al rey.
Luis IX hallóse un día con la muerte en la cabecera de su lecho, y aunque por sí no le tomó miedo a la guadaña, tomóselo por su reino y sus hijos y se ofreció cruzado si Dios lo libraba. Y un día de agosto del 1248 Luis IX embarcaba para Tierra Santa, y Blanca de Castilla, por segunda vez, gobernaba Francia. Hay que decir cómo la gobernaba: con generoso corazón y mano dura, a manera de madre. Ella unió el Languedoc a Francia y fue, en ímpetu, paciencia y visión, una Capeto más.
Peleaba Luis IX contra el sarraceno en Levante por la libertad del Santo Sepulcro, cuando Blanca murió. Blanca vistió hábito benito e hizo votos meses antes de morir. Había fundado la abadía de Maubuisson, de la regla de Cister, con el nombre de Santa María la Real. La abadesa de Maubuisson nada tenía que envidiar a la de las Huelgas de Burgos, de la que se dijo un día que si el papa hubiera de casar no encontraría mejor partido en toda la redonda cristiandad. Allí, en la iglesia de Maubuisson está enterrada Blanca. Cerca del huerto de la Abadía, vicioso de manzanos bernardinos, corre el Oise. Entre Creil y Pontoise el Oise es como un río de Castilla, como Duero caudal, Arlanzón o Pisuerga. Los álamos son lanzas verdeplata que crecen hasta las nubes para ver las torres de París. El río, turbio y manso, canta de molino en molino. Molinos trigueros como molinos castellanos. Blanca, blanca como un lirio que cantaba con voz de sirena, duerme allí. No penséis en madama la reina pensad en una niña de trece años que un día, por Roncesvalles, de Castilla pasó a Francia. Como en un romance, la niña se sonreía. Menuda, graciosa, rubia, los ojos claros, trece años en la cintura, en la boca, en las mejillas.
A las puertas de París
la niña se sonreía
¿De qué vos reís, señora?
¿De qué vos reís, mi vida?

Pensad en esta sonrisa; os aseguro que era libre como mariposa y dulce como miel. En las puertas de París, a caballo, está el delfín. Blanca, de oro y rosa, le hace la más grave y pausada reverencia de la cortesía de León.

BALADA DE LAS DAMAS DEL TIEMPO PASADO
Álvaro Cunqueiro

Cenero, mundo rural asturiano

Cenero, mundo rural asturiano

03 octubre 2022

TÚ me llamas, amor, yo cojo un taxi,

  me llamas, amor, yo cojo un taxi,

cruzo la desmedida realidad
de febrero por verte,
el mundo transitorio que me ofrece
un asiento de atrás,
su refugiada bóveda de sueños,
luces intermitentes como conversaciones,
letreros encendidos en la brisa,
que no son el destino,
pero que están escritos encima de nosotros.

Ya sé que tus palabras no tendrán
ese tono lujoso, que los aires
inquietos de tu pelo
guardarán la nostalgia artificial
del sótano sin luz donde me esperas,
y que, por fin, mañana
al despertarte,
entre olvidos a medias y detalles
sacados de contexto,
tendrás piedad o miedo de ti misma,
vergüenza o dignidad, incertidumbre
y acaso el lujurioso malestar,
el golpe que nos dejan
las historias contadas una noche de insomnio.

Pero también sabemos que sería
peor y más costoso
llevárselas a casa, no esconder su cadáver
en el humo de un bar.

Yo vengo sin idiomas desde mi soledad,
y sin idiomas voy hacia la tuya.
No hay nada que decir,

pero supongo

que hablaremos desnudos sobre esto,
algo después, quitándole importancia
avivando los ritmos del pasado,
las cosas que están lejos
y que ya no nos duelen.



LUIS GARCÍA MONTERO
Diario cómplice, Hiperión, Madrid, 1987.

Cenero, mundo rural asturiano

 Cenero, mundo rural asturiano

02 octubre 2022

La custodia de la calabaza

La custodia de la calabaza

El sol matinal descendía como una ducha dorada sobre el castillo de Blandings, iluminando con un tonificante resplandor sus muros cubiertos de hiedra, sus prados ondulantes, sus jardines, sus viviendas y sus dependencias, y aquellos de sus habitantes que en aquel momento pudieran estar tomando el aire. Bajaba sobre verdes extensiones de césped y amplias terrazas, y sobre nobles árboles y multicolores parterres. Caía sobre el desgastado asiento de los pantalones de Angus McAllister, jardinero en jefe del noveno conde de Emsworth, mientras inclinaba con recia testarudez escocesa su espalda para arrancar una babosa de sus sueños bajo la hoja de una lechuga. Caía sobre los blancos pantalones de franela del Honorable Freddie Threepwood, segundo hijo de lord Emsworth, que avanzaba a buen paso a través de los húmedos prados. Y también caía sobre el mismísimo lord Emsworth y sobre Beach, su fiel mayordomo, que se encontraban en la torrecilla que dominaba el ala oeste, el primero con un ojo aplicado a un potente telescopio y el segundo sosteniendo el sombrero que le habían enviado a buscar.

—Beach —dijo lord Emsworth.

—¿Milord?

—Me han estafado. Este maldito trasto no funciona.

—¿Su señoría no puede ver con claridad?

—No puedo ver absolutamente nada, maldita sea. Todo está negro.

El mayordomo era hombre observador.

—Acaso si yo quitase el tapón que hay en el extremo del instrumento, milord, cabría obtener unos resultados más satisfactorios.

—¿Eh? ¿Un tapón? ¿Hay un tapón? ¿O sea que es esto? Sáquelo, Beach.

—En seguida, milord.

—¡Ah!

Había satisfacción en la voz de lord Emsworth. Hizo girar y ajustó los mandos, y su satisfacción aumentó.

—Sí, esto ya está mejor. Es formidable. Beach, puedo ver una vaca.

—¿Sí, milord?

Enriketa ve un fantasma