02 septiembre 2022

...la sombra de algunos pequeños misterios...

 En el curso de este capítulo se habrá advertido la sombra de algunos pequeños misterios, a cuenta de los cuales, de ser yo aficionado a esta clase de artificios, podía fácilmente haber mantenido al lector intrigado por espacio de un mes:

1.             ¿Por qué insiste la señora Prior en llamar academia al teatro en que baila su hija?

2.             ¿Cuáles eran las razones especiales que movieron a la señora Lovel a mostrarse tan complaciente con su hijo y entregarle ciento cincuenta libras no bien se las pidiera?

3.             ¿Por qué estuvo a punto de destrozarse el corazón de Federico Lovel?

Y

4.             ¿Quién era el lenitivo de sus dolores?

Voy a contestar inmediatamente, sin el más leve intento de dilación o circunloquio:

1.             La señora Prior, que había recibido dinero en muchas ocasiones de su hermano, Juan Erasmo Sargent, rector de Saint-Boniface, sabía perfectamente que si el rector, a quien había ella estado atosigando toda la vida, se enteraba de que a su sobrina se la había mandado a la escena, no habría de darles un chelín más.

2.             La razón de que Emma, la viuda de Adolfo Loeffer, confitero de Whitechapel Road, hubiese acogido con tanta amabilidad a su hijo Adolfo Federico Lovel, Esq. del colegio de Saint-Boniface de Oxbridge y socio principal de la mencionada casa de Loeffel, casi un niño aún, consistía en que ella, Emma, se hallaba a punto de contraer segundas nupcias con el reverendo Samuel Bonnington.

3.             El corazón de Federico Lovel se conmovió tan profundamente al enterarse de ello, que adoptó gestos y ademanes de Hamlet; se vistió de negro; empezó a gastar melenas que llegaban hasta los ojos, y presentó mil señales exteriores de pena y desesperación, hasta que…

Y

4.             Luisa —viuda de sir Popham Baker, de Bakerstown Cº Kilkenny —baronet— indujo a mister Lovel a emprender un viaje al Rin con ella y Cecilia, cuarta y única hija soltera del difundo sir Popham Baker.

El concepto que yo formé de Cecilia ya lo he consignado con toda candidez en una de las páginas anteriores. Ahora, me ratifico en aquella opinión. No he de repetirla. Me desagrada el tema, como me desagradaba en vida aquella mujer. No sabré decir lo que Federico encontrase en ella digno de admirarse. No es poca suerte para todos nosotros la variedad de gustos que reina en hombres y mujeres. A esta mujer no la veréis viva en esta historia. Veréis, sí, su retrato pintado por el difunto mister Gandish. Aparece en la pintura pulsando un arpa, con la cual acostumbraba a volverme loco en fuerza de hacerme oír su Tara Halls y su Pobre Mariana. Solía ella zaherir a Federico y manifestarse tan impolítica con sus invitados, que, con objeto de apaciguarla, decíale a su marido. «Vamos, querida mía, haznos un poco de música»; y en seguida quitábase los guantes y empezaba con su Tara Halls, en el arpa, cuyas malditas cuerdas no sabían ninguna otra música que martirizara cien veces mis oídos con el mismo sonsonete. A poco sobrevino el período en el que, como he dicho, empezó a mirárseme por encima del hombro; y como no me gustase aquel trato, dejé de ir a Shrublands.

 

William M. Thackeray

El viudo Lovel

Robledal

 flores, plantas y más

01 septiembre 2022

Hopper, Vermeer y los enigmas de la luz

 


Johannes Vermeer (1632-1675)
La lección de música interrumpida, 1660-1661

Hopper, Vermeer y los enigmas de la luz

Hay cosas que no pueden decirse sin más. Doble prohibición: la del pudor y la del tabú. Me encuentro en el Frick Museum de Nueva York frente a La lección de música interrumpida de Vermeer. Dos pensamientos cruzan por mi cabeza. El primero: el cuadro me obliga a adoptar el papel de voyeur, como sucede con las obras de Hopper. El segundo: debido al carácter intensamente holandés del cuadro (tan holandés como americano es Hopper), me embarga algo parecido a un sentimiento «nacional». En realidad eso sólo quiere decir que tengo más que ver con esta obra que con los gainsboroughs y los veroneses también expuestos en este museo. Además de todo aquello que desata en mí este cuadro de Vermeer —emoción, nostalgia, admiración, placer—, siento un cierto pudor al sorprender a dos personas (pintadas) en un instante de intimidad. No importa que no sean individuos reales ni que, de haberlo sido, ya estén muertos. En este cuadro el ahora se ha tornado eterno, y en este ahora sorprendo a la muchacha con su amigo, amante, admirador. Con todo, el cuadro no deja de recordarme mi condición de holandés. Pero ¿qué hacer con eso del sentimiento nacionalista? Como unidad menor, está bien considerado —el pueblo es lindo, las cosas antiguas y los dialectos deben conservarse—. Pero, como unidad mayor —referido a un país con su lengua y características nacionales procedentes de una historia común no poco movida— el sentimiento nacionalista ha quedado desacreditado. Si uno conoce a los pintores amsterdameses, verá que el autorretrato de Rembrandt, también expuesto en este museo, muestra a un pintor típicamente amsterdamés. Pero eso no importa, pues la ciudad de Ámsterdam sí está bien considerada. De cualquier manera, sería un sinsentido hacer prevalecer en este cuadro lo nacional sobre lo puramente estético o sostener la pintoresca idea de Rembrandt como pintor amsterdamés. El sentimiento nacionalista se ha tornado ridículo. Conviene reprimirlo, o, si eso no se consigue, al menos no mencionarlo. Yo no lo consigo, es obvio. Hasta aquí lo referido al tabú. Ahora, el pudor.

Mientras me hallo (todavía) frente a la muchacha cuya lección de música ha sido interrumpida, una voz de muchacha holandesa perturba mi contemplación del cuadro. Yo vuelvo la cabeza, claro está. La muchacha, una belleza, está hablando con alguien que al parecer es su madre. En realidad, la joven guarda un cierto parecido con la muchacha de Vermeer, lo cual complica todavía más las cosas. Entonces sucede algo curioso. Las voces neerlandesas que rodean el cuadro hacen que éste se sienta un poco más en casa. ¿Es posible que un cuadro alimente sentimientos de nostalgia? La muchacha y el hombre del cuadro hablaban en su día —si es que hablaron alguna vez— en neerlandés. Ese neerlandés no se escribía como ahora, pero sí se hablaba más o menos igual.

La muchacha que está frente al cuadro le dice algo a su madre acerca de la muchacha del cuadro. Si Vermeer no la hubiera pintado tan bien, jamás se me habría ocurrido esa idea tan absurda que me ha asaltado ahora: que la muchacha del cuadro es al fin capaz de entender lo que se dice en la sala. Lo que no sabe la muchacha de enfrente del cuadro es que yo también lo entiendo. Tiene una voz bella y oscura y habla sobre Vermeer con bastante conocimiento de causa. Y además mantiene una buena postura erguida, algo bastante inusual en las mujeres nórdicas. Será que ha practicado ballet o hípica, quién sabe. Quisiera decir algo pero me vence la timidez. Las dos mujeres se alejan, la joven precediendo a la madre. Lleva la joven una blusa azul celeste y un pantalón beige, unas prendas que a la muchacha del cuadro deben de resultarle bastante incomprensibles. Ésta lleva una casaquilla de color rojo encendido sobre una amplia falda en la que domina el azul grisáceo, y en la cabeza, un ancho pañuelo o capucha de color más claro que le oculta el cabello dejando su hermoso rostro ovalado de mujer joven expuesto a la luz. Pero ¿qué luz? El resto de la luz que ilumina este cuarto interior holandés tiene una fuente visible: una vidriera situada en el ángulo superior izquierdo del cuadro. El rostro de la joven, vuelto hacia el pintor, queda por esta razón apartado de la fuente de luz. La capucha, que claramente le sobresale a ambos lados de la cara, le haría sombra en el rostro si esa ventana fuese la fuente de luz. Pero no hay ninguna sombra. La luz que le ilumina el rostro procede del lugar donde está el pintor (y el espectador). Ahora sí que se complican las cosas, lo mismo que sucede con Hopper. También el pintor americano pinta desde una óptica en la que de hecho no puede situarse. En el cuadro Morning Sun se ve muy bien por qué: en el sitio que ocupa el pintor estaría una de las paredes de la habitación. Es pues físicamente imposible que el artista esté pintando en ese lugar, y eso es lo que confiere al cuadro ese toque de misterio. Hopper ha sorprendido (y por consiguiente nosotros también) a una persona con su sola presencia en una habitación de hotel; el pintor es un voyeur (y me convierte a mí en lo mismo), y en este aspecto sigue el gran ejemplo de Vermeer. Esa intimidad tan especial que emana de los interiores de Vermeer queda reforzada por el hecho de que vemos a las personas representadas cuando en realidad eso es imposible, salvo que hubiera una cámara oculta en esos interiores, una cámara dentro de una cámara. Pero no hay ninguna cámara y un pintor es una figura demasiado grande para poder esconderlo. El cuadro frente al que me encuentro ahora mismo es más misterioso aún si cabe, puesto que la muchacha está mirando al pintor (a mí), mientras que el resto de lo que acontece en el cuadro indica que eso es imposible. La intimidad, o lo que sea que ésta signifique, no ha sido capaz de soportar de ninguna manera a una tercera persona. Pero ¿adónde dirige su mirada la muchacha? ¿Acaso fija sus ojos en el espacio, en el vacío? ¿Una mirada «casualmente» atrapada por nosotros? ¿Se ha «inventado» el pintor un transeúnte anónimo que, de nuevo por casualidad, habría pasado por delante de una ventana abierta detrás de la cual estaba esa muchacha con su amante, profesor de música o esposo? El amor está sugerido en el cuadro por un Cupido apenas visible, colgado en la pared del fondo. De ser así, la escena se convierte en un asunto de ficción; lo que aún sería comprensible. La posibilidad de que la muchacha hubiera posado está descartada: lo que el espectador ve es, literalmente, un abrir y cerrar de ojos, un instante, la mirada de la muchacha, el breve momento en que ésta interrumpe la intimidad del acontecimiento alzando la vista. En cierto modo, esa mirada la libera de la presencia masculina que tiene a sus espaldas. No está del todo claro por qué el Frick Museum ha titulado este cuadro Girl interrupted at her music. Encima de la mesa hay un instrumento de cuerda y sobre éste, medio colgando, una partitura, pero no es seguro que ella estuviera tocando su instrumento cuando el hombre irrumpió en el cuadro. El profesor de música no mira hacia el pintor. El hombre constituye un cuerpo protector que envuelve a la delicada criatura. Ella, aunque permanece «libre», está como encapsulada en la presencia del hombre, quien por cierto ha entrado más tarde en escena. El brazo derecho de él roza las manos de ella. Juntos sostienen con tres manos una carta o una partitura. A su vez, el brazo izquierdo de él pasa por detrás de ella y se apoya en el respaldo de su silla. Todo ello queda delicadamente acentuado por la facilidad con que se confunden los colores de la capa de él y de la falda de ella. En realidad son los mismos colores, convertidos en algo así como una gran superficie de hojas sobre la que el rojo de la casaquilla de la muchacha destaca como una flor.

Y ahora vuelvo sobre el asunto de lo nacional. Lo que ha convertido este sentimiento en sospechoso es el nacionalismo de carácter externo, el de las proezas, las medallas de oro y las cifras de exportación. No estoy hablando de ese sentimiento que me invade cuando en Tokio oigo los aplausos dedicados a la orquesta del Concertgebouw interpretando a Mahler, sino de ese sentimiento, como el de ahora, de estar delante de algo que —por muy universal que sea— tiene más que ver conmigo que con el americano que tengo al lado. No hay que tener miedo al ridículo, de modo que vuelvo sobre lo mismo: esas dos personas del cuadro son compatriotas, una palabra que también contiene una gran carga emocional, sobre todo para gente que no viaja mucho. Para mí los compatriotas son poco frecuentes, personas aisladas con las que me cruzo de vez en cuando. Yo sería capaz de hablar con esas figuras del cuadro, aunque ya sé que ésta es una observación absurda. Pero no es tan absurda la idea de que yo sé más de esas figuras del cuadro que mi vecino americano, quien por cierto se ha marchado enseguida; yo comparto un pasado con esas figuras, y aunque el mío sea más largo, yo conozco su historia, aun siendo esa historia para ellos en parte nueva y para mí vieja, y, lo que es más, conozco su ciudad y conozco su interior: yo mismo vivo en una casa similar.

Al alzar la vista veo a mi compatriota viva, la muchacha de la blusa azul, recorriendo con su madre la gran sala que hay un poco más allá. Como forastero que viaja solo, me gustaría hablarle a la chica de Vermeer, porque sé que compartimos algo al respecto, y si ella no lo sabe, podría explicárselo. Pero jamás haría semejante cosa. No soy capaz de abordar a extraños. ¿No soy capaz? Vamos a verlo. El Frick Museum, establecido en una mansión como un fuerte en Central Park, fue en otros tiempos residencia del magnate del acero y del carbón Frick. El carbón que él extraía —no personalmente— de la tierra, lo usó para adquirir arte y bellos objetos. Éstos están depositados en el museo y llevan casi todos su nombre, no el de los excavadores individuales. Debió de ser una casa rica, bastante ostentosa. Como museo tiene cierta gracia. Las cosas están dispuestas en un orden un poco extraño. El mobiliario en que, a principios de siglo, los Fricks recibían a otros barones del carbón y a las gentes que rodeaban a éstos se expone detrás de unas cuerdas de bombasí como un monumento a un tiempo pasado que continúa su proceso de descomposición invisible y silencioso.

Me topo con algunos viejos conocidos. Mrs. Elliot, retratada por Gainsborough, con su rostro ya para siempre alargado, con sus carrillos sonrojados de finas venas y las cejas espesas casi varoniles que conservan un tono oscuro mientras su cabello ha adquirido un color impreciso. Sir Thomas More y Cromwell retratados por Holbein, todos ellos parientes; el conde de Montesquiou, que Proust refundiría en otros caballeros, aquí retratado por Whistler, todavía como él mismo, vanidoso. La idea de que todos forman una familia no es en realidad muy descabellada, pues al fin y al cabo lleva uno toda la vida viendo esas mismas imágenes, inalterables, en la realidad o como reproducción, en libros o en tarjetas postales. De algún modo pertenecen a mi galería cultural de antepasados, tal vez con más intensidad aún por el hecho de ser inalterables. Es como si hubieran existido desde siempre.

 

Cees Nooteboom

El enigma de la luz

Un viaje en el arte

Título original: Gesprach in irgendeiner zukunft, Grand Central Station, Giovanni Battista Tiepolo, Bespiegelingen van lucht, De schim van Leonardo, De filosoof zonder ogen, De dame met de eenhoorn, De blinde mannen van Bruegel, De schaduwzijde van de schilderkunst, Rembrandt in Leiden, De laatste leerling van Rembrandt, Het wonder van Piero della Francesca, Hopper

Cees Nooteboom, 2007

 

 

Libélula

Libélula

31 agosto 2022

Noticias de Navidad con el mar de fondo

 Noticias de Navidad con el mar de fondo
Cuentan que en las semanas anteriores a la Navidad se ve por los caminos que llevan a Finisterre —al cabo final de la tierra desconocida— un extraño personaje al que ladran los perros horas antes de que aparezca y al que siguen ladrando cuando ya camina a varias leguas de distancia. Aún no es Navidad, aún no ha nacido el Niño de Belén de Judá, y ya ese personaje va con una terrible noticia hasta o cabo do mundo. Se trata de un criado del rey Herodes, que va hasta el Finisterre a dar la orden de que hay que degollar a los inocentes. El tal criado es un tipo moreno, vestido a la morisca, gran corredor; de vez en cuando se detiene para beber en una fuente, que deben secarle la boca las palabras de la terrible orden herodiana. Dos cosas me preocupan de este oficial de órdenes de Herodes: su presencia en Galicia y en Finisterre transforma la degollación de los inocentes en un acontecimiento universal, como si todos los niños del mundo fueran degollados el día 28, y qué hace o dice cuando llega a Finisterre y tiene ante sus ojos y su voz la inmensa soledad del océano. ¿Atraviesa el mar, tiene tan poderosa voz que llega a la ribera de las Indias Occidentales, a América, su grito arameo? Porque parece que la degollación haya de hacerse en todo lugar de cristianos y, al mismo tiempo, lo que se prueba, entre otras cosas, por la aparición de inocentes degollados en los más diversos lugares de Europa, tanto en la cristiana romana como en la ortodoxa griega. Muchos de los que me lean saben que, pasados varios siglos del nacimiento de Jesús, aparecían en Palermo o en Aquisgrán niños degollados todavía con un soplo de vida, y que eran escapados de la matanza ordenada por Herodes. En Palermo, en el siglo XIII, en un convento de franciscanos. En un río cercano a Aquisgrán, en el siglo IX. En Palermo, la sangre que derramaba el inocente por la gran herida de su garganta, manchó el suelo y aún hoy no se ha borrado la mancha. En el río de Aquisgrán, el niño pudo decir quién era y lo llevaron ante Carlomagno, quien dijo que en mayo saldría a hacerle guerra a aquel Heredes tan asesino… Entre nosotros, los gallegos, no se sabe que haya aparecido ningún degollado, ni en Santiago de Compostela ni en alguna posada del «camino francés», del camino de las grandes peregrinaciones, que sería lugar adecuado. Por ello me pregunto: ¿qué hará el criado de Herodes ante el océano? ¿Quién lo escucha en las rocas extremas? El océano es asesino también, pero a su manera. Lo ha dicho Yeats en un verso memorable:
 
La asesina inocencia del mar
 
El océano, con su enorme violencia, con sus grandes olas y sus fuertes vientos, destruye las naves que lo surcan, pero no tiene la voluntad de Dedanar. Enorme bestia que respira dos veces al día, ignora los límites de su fuerza, desconoce el poder de sus tempestades, ahoga humanos creyendo acariciarlos y, con los mayores temporales, cree que está jugando. Me inclino a juzgar que el criado de Herodes a quien le grita es a Leviatán, la enorme ballena, la gran bestia del mar, para de alguna manera hacerla participar en el crimen.
 
Hace algunos años me habían pedido un villancico, para que lo cantase un coro de niños en una iglesia de La Marina, de Lugo. La iglesia está en la vecindad misma del mar, y de su ábside a las aguas hay un pequeño campo y unas grandes rocas oscuras, que sirven de rompeolas. Y se me ocurrió que algo del mar había de entrar en mis versos. Los niños cantores eran casi todos hijos de marineros, de pescadores —como varios de los compañeros del Señor, con barcas en un lago, que no en el mar—. Y se me ocurrió comenzar mi villancico —traduzco de mi lengua gallega— así:
 
San José tenía miedo
de que el Niño le saliese marinero,
y se le fuese un día por el mar
en un velero…
 
Yo me imaginaba a San José preocupado, contemplando el mar de Foz o de San Ciprián, el Cantábrico verde y torvo, y el Niño jugando en la playa a navíos, con dos trozos de madera, donde la ola comienza a ser espuma que lame la arena. Sí, San José tenía miedo.
 
De que o neno lle saíse
mireñeiro
e se lle fose un día pelo mare
num veleiro…
 
Y por mis propios simples versos me emocionaba la aventura del niño saliendo al mar mayor en una dorna, diciéndole adiós a la ribera oscura, a las luces de los grandes faros nuestros, Vilan, Finisterre, Corrubedo, Silleiro.
 
Como saben, hubo discusiones entre los pesebristas italianos —después de que San Francisco hiciese el primer pesebre o Nacimiento— de si había de ponerse el mar en el pesebre. Y como uno de aquellos primeros franciscanos dijese que en el Nacimiento debía aparecer il mondo nel suo ordine intero, fue decidido que siempre, bordeando el país de colinas, bosques y ríos, debía aparecer el mar con sus barcas. Un trocito de mar, que se fingía con cristal o con tela pintada de azul. Y, de aparecer el mar en el pesebre, se llegó a poner en la fingida playa a gente de remo, que ella también subía a Belén de Judá a adorar al Niño, juntamente con los ángeles y los pastores. Belén está tierra adentro, pero a los marineros que en la playa se apoyan en sus largos remos ha debido llegarles la extraña gran noticia: han visto estrellas, no usadas, escuchado músicas que viajan con el viento terral… Cuando en un pesebre no veo el mar, me parece, desde que supe de aquellas discusiones franciscanas, que le falta algo y en el pequeño que me hago para mí mismo, pongo un poco de arena, y en ella una pequeña barca, varada. Y así soy dueño de la ilusión de que acude a Belén la gente toda de la costa gallega, y de las islas, de Sálvora, Ons, las Cíes, que se entera de que le ha nacido un Salvador al mundo. Y de paso le doy a la gente del mar el puesto que merece en el ordine intero universale, en los trabajos y los días. Con el acento claro y cantarín de las gentes gallegas ribereñas suenan cantos, en mi imaginación, en el Belén de Judá tan lejano. Y acaso uno de los marineros lleve en la mano diestra una caracola, para que, puesta en el oído del Niño, éste escuche cómo ronca el mar.

Álvaro Cunqueiro

Fábulas y leyendas de la mar

Por Cantabria

Por Cantabria

Serie: azulejos