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01 septiembre 2022

Hopper, Vermeer y los enigmas de la luz

 


Johannes Vermeer (1632-1675)
La lección de música interrumpida, 1660-1661

Hopper, Vermeer y los enigmas de la luz

Hay cosas que no pueden decirse sin más. Doble prohibición: la del pudor y la del tabú. Me encuentro en el Frick Museum de Nueva York frente a La lección de música interrumpida de Vermeer. Dos pensamientos cruzan por mi cabeza. El primero: el cuadro me obliga a adoptar el papel de voyeur, como sucede con las obras de Hopper. El segundo: debido al carácter intensamente holandés del cuadro (tan holandés como americano es Hopper), me embarga algo parecido a un sentimiento «nacional». En realidad eso sólo quiere decir que tengo más que ver con esta obra que con los gainsboroughs y los veroneses también expuestos en este museo. Además de todo aquello que desata en mí este cuadro de Vermeer —emoción, nostalgia, admiración, placer—, siento un cierto pudor al sorprender a dos personas (pintadas) en un instante de intimidad. No importa que no sean individuos reales ni que, de haberlo sido, ya estén muertos. En este cuadro el ahora se ha tornado eterno, y en este ahora sorprendo a la muchacha con su amigo, amante, admirador. Con todo, el cuadro no deja de recordarme mi condición de holandés. Pero ¿qué hacer con eso del sentimiento nacionalista? Como unidad menor, está bien considerado —el pueblo es lindo, las cosas antiguas y los dialectos deben conservarse—. Pero, como unidad mayor —referido a un país con su lengua y características nacionales procedentes de una historia común no poco movida— el sentimiento nacionalista ha quedado desacreditado. Si uno conoce a los pintores amsterdameses, verá que el autorretrato de Rembrandt, también expuesto en este museo, muestra a un pintor típicamente amsterdamés. Pero eso no importa, pues la ciudad de Ámsterdam sí está bien considerada. De cualquier manera, sería un sinsentido hacer prevalecer en este cuadro lo nacional sobre lo puramente estético o sostener la pintoresca idea de Rembrandt como pintor amsterdamés. El sentimiento nacionalista se ha tornado ridículo. Conviene reprimirlo, o, si eso no se consigue, al menos no mencionarlo. Yo no lo consigo, es obvio. Hasta aquí lo referido al tabú. Ahora, el pudor.

Mientras me hallo (todavía) frente a la muchacha cuya lección de música ha sido interrumpida, una voz de muchacha holandesa perturba mi contemplación del cuadro. Yo vuelvo la cabeza, claro está. La muchacha, una belleza, está hablando con alguien que al parecer es su madre. En realidad, la joven guarda un cierto parecido con la muchacha de Vermeer, lo cual complica todavía más las cosas. Entonces sucede algo curioso. Las voces neerlandesas que rodean el cuadro hacen que éste se sienta un poco más en casa. ¿Es posible que un cuadro alimente sentimientos de nostalgia? La muchacha y el hombre del cuadro hablaban en su día —si es que hablaron alguna vez— en neerlandés. Ese neerlandés no se escribía como ahora, pero sí se hablaba más o menos igual.

La muchacha que está frente al cuadro le dice algo a su madre acerca de la muchacha del cuadro. Si Vermeer no la hubiera pintado tan bien, jamás se me habría ocurrido esa idea tan absurda que me ha asaltado ahora: que la muchacha del cuadro es al fin capaz de entender lo que se dice en la sala. Lo que no sabe la muchacha de enfrente del cuadro es que yo también lo entiendo. Tiene una voz bella y oscura y habla sobre Vermeer con bastante conocimiento de causa. Y además mantiene una buena postura erguida, algo bastante inusual en las mujeres nórdicas. Será que ha practicado ballet o hípica, quién sabe. Quisiera decir algo pero me vence la timidez. Las dos mujeres se alejan, la joven precediendo a la madre. Lleva la joven una blusa azul celeste y un pantalón beige, unas prendas que a la muchacha del cuadro deben de resultarle bastante incomprensibles. Ésta lleva una casaquilla de color rojo encendido sobre una amplia falda en la que domina el azul grisáceo, y en la cabeza, un ancho pañuelo o capucha de color más claro que le oculta el cabello dejando su hermoso rostro ovalado de mujer joven expuesto a la luz. Pero ¿qué luz? El resto de la luz que ilumina este cuarto interior holandés tiene una fuente visible: una vidriera situada en el ángulo superior izquierdo del cuadro. El rostro de la joven, vuelto hacia el pintor, queda por esta razón apartado de la fuente de luz. La capucha, que claramente le sobresale a ambos lados de la cara, le haría sombra en el rostro si esa ventana fuese la fuente de luz. Pero no hay ninguna sombra. La luz que le ilumina el rostro procede del lugar donde está el pintor (y el espectador). Ahora sí que se complican las cosas, lo mismo que sucede con Hopper. También el pintor americano pinta desde una óptica en la que de hecho no puede situarse. En el cuadro Morning Sun se ve muy bien por qué: en el sitio que ocupa el pintor estaría una de las paredes de la habitación. Es pues físicamente imposible que el artista esté pintando en ese lugar, y eso es lo que confiere al cuadro ese toque de misterio. Hopper ha sorprendido (y por consiguiente nosotros también) a una persona con su sola presencia en una habitación de hotel; el pintor es un voyeur (y me convierte a mí en lo mismo), y en este aspecto sigue el gran ejemplo de Vermeer. Esa intimidad tan especial que emana de los interiores de Vermeer queda reforzada por el hecho de que vemos a las personas representadas cuando en realidad eso es imposible, salvo que hubiera una cámara oculta en esos interiores, una cámara dentro de una cámara. Pero no hay ninguna cámara y un pintor es una figura demasiado grande para poder esconderlo. El cuadro frente al que me encuentro ahora mismo es más misterioso aún si cabe, puesto que la muchacha está mirando al pintor (a mí), mientras que el resto de lo que acontece en el cuadro indica que eso es imposible. La intimidad, o lo que sea que ésta signifique, no ha sido capaz de soportar de ninguna manera a una tercera persona. Pero ¿adónde dirige su mirada la muchacha? ¿Acaso fija sus ojos en el espacio, en el vacío? ¿Una mirada «casualmente» atrapada por nosotros? ¿Se ha «inventado» el pintor un transeúnte anónimo que, de nuevo por casualidad, habría pasado por delante de una ventana abierta detrás de la cual estaba esa muchacha con su amante, profesor de música o esposo? El amor está sugerido en el cuadro por un Cupido apenas visible, colgado en la pared del fondo. De ser así, la escena se convierte en un asunto de ficción; lo que aún sería comprensible. La posibilidad de que la muchacha hubiera posado está descartada: lo que el espectador ve es, literalmente, un abrir y cerrar de ojos, un instante, la mirada de la muchacha, el breve momento en que ésta interrumpe la intimidad del acontecimiento alzando la vista. En cierto modo, esa mirada la libera de la presencia masculina que tiene a sus espaldas. No está del todo claro por qué el Frick Museum ha titulado este cuadro Girl interrupted at her music. Encima de la mesa hay un instrumento de cuerda y sobre éste, medio colgando, una partitura, pero no es seguro que ella estuviera tocando su instrumento cuando el hombre irrumpió en el cuadro. El profesor de música no mira hacia el pintor. El hombre constituye un cuerpo protector que envuelve a la delicada criatura. Ella, aunque permanece «libre», está como encapsulada en la presencia del hombre, quien por cierto ha entrado más tarde en escena. El brazo derecho de él roza las manos de ella. Juntos sostienen con tres manos una carta o una partitura. A su vez, el brazo izquierdo de él pasa por detrás de ella y se apoya en el respaldo de su silla. Todo ello queda delicadamente acentuado por la facilidad con que se confunden los colores de la capa de él y de la falda de ella. En realidad son los mismos colores, convertidos en algo así como una gran superficie de hojas sobre la que el rojo de la casaquilla de la muchacha destaca como una flor.

Y ahora vuelvo sobre el asunto de lo nacional. Lo que ha convertido este sentimiento en sospechoso es el nacionalismo de carácter externo, el de las proezas, las medallas de oro y las cifras de exportación. No estoy hablando de ese sentimiento que me invade cuando en Tokio oigo los aplausos dedicados a la orquesta del Concertgebouw interpretando a Mahler, sino de ese sentimiento, como el de ahora, de estar delante de algo que —por muy universal que sea— tiene más que ver conmigo que con el americano que tengo al lado. No hay que tener miedo al ridículo, de modo que vuelvo sobre lo mismo: esas dos personas del cuadro son compatriotas, una palabra que también contiene una gran carga emocional, sobre todo para gente que no viaja mucho. Para mí los compatriotas son poco frecuentes, personas aisladas con las que me cruzo de vez en cuando. Yo sería capaz de hablar con esas figuras del cuadro, aunque ya sé que ésta es una observación absurda. Pero no es tan absurda la idea de que yo sé más de esas figuras del cuadro que mi vecino americano, quien por cierto se ha marchado enseguida; yo comparto un pasado con esas figuras, y aunque el mío sea más largo, yo conozco su historia, aun siendo esa historia para ellos en parte nueva y para mí vieja, y, lo que es más, conozco su ciudad y conozco su interior: yo mismo vivo en una casa similar.

Al alzar la vista veo a mi compatriota viva, la muchacha de la blusa azul, recorriendo con su madre la gran sala que hay un poco más allá. Como forastero que viaja solo, me gustaría hablarle a la chica de Vermeer, porque sé que compartimos algo al respecto, y si ella no lo sabe, podría explicárselo. Pero jamás haría semejante cosa. No soy capaz de abordar a extraños. ¿No soy capaz? Vamos a verlo. El Frick Museum, establecido en una mansión como un fuerte en Central Park, fue en otros tiempos residencia del magnate del acero y del carbón Frick. El carbón que él extraía —no personalmente— de la tierra, lo usó para adquirir arte y bellos objetos. Éstos están depositados en el museo y llevan casi todos su nombre, no el de los excavadores individuales. Debió de ser una casa rica, bastante ostentosa. Como museo tiene cierta gracia. Las cosas están dispuestas en un orden un poco extraño. El mobiliario en que, a principios de siglo, los Fricks recibían a otros barones del carbón y a las gentes que rodeaban a éstos se expone detrás de unas cuerdas de bombasí como un monumento a un tiempo pasado que continúa su proceso de descomposición invisible y silencioso.

Me topo con algunos viejos conocidos. Mrs. Elliot, retratada por Gainsborough, con su rostro ya para siempre alargado, con sus carrillos sonrojados de finas venas y las cejas espesas casi varoniles que conservan un tono oscuro mientras su cabello ha adquirido un color impreciso. Sir Thomas More y Cromwell retratados por Holbein, todos ellos parientes; el conde de Montesquiou, que Proust refundiría en otros caballeros, aquí retratado por Whistler, todavía como él mismo, vanidoso. La idea de que todos forman una familia no es en realidad muy descabellada, pues al fin y al cabo lleva uno toda la vida viendo esas mismas imágenes, inalterables, en la realidad o como reproducción, en libros o en tarjetas postales. De algún modo pertenecen a mi galería cultural de antepasados, tal vez con más intensidad aún por el hecho de ser inalterables. Es como si hubieran existido desde siempre.

 

Cees Nooteboom

El enigma de la luz

Un viaje en el arte

Título original: Gesprach in irgendeiner zukunft, Grand Central Station, Giovanni Battista Tiepolo, Bespiegelingen van lucht, De schim van Leonardo, De filosoof zonder ogen, De dame met de eenhoorn, De blinde mannen van Bruegel, De schaduwzijde van de schilderkunst, Rembrandt in Leiden, De laatste leerling van Rembrandt, Het wonder van Piero della Francesca, Hopper

Cees Nooteboom, 2007

 

 

12 septiembre 2021

12 de septiembre

Nosotros otra vez. Siempre por la noche, eso parece. El coro de Sófocles tiene una opinión. Nosotros no. El coro de Enrique V pide una sentencia. Nosotros tampoco hacemos eso. Elegimos la noche porque es cuando estáis quietos. Es el instante de las ideas, la enumeración o, sencillamente, del sueño, que es como más os parecéis a los muertos sin estarlo. Ahora están todos en su lugar. Arno lee historia antigua, eso se debe a Elik. Polibio, para ser más exactos. Se sorprende del rigor, el tono científico, nota que se siente contemporáneo del escritor. Oye la tormenta fuera y lee sobre culturas que se destruyen unas a otras, que se transforman entre sí. Hace dos mil años alguien pensó que la historia era una unidad fundamental y orgánica. El hombre de Berlín deja el libro y no sabe si comparte ese punto de vista. Luego vuelve a leer hasta que le acoge la noche. Zenobia tiene menos aguante, se ha quedado dormida sobre un artículo que tiene que escribir acerca del Surveyor, que el 12 de septiembre de este año habrá tardado 309 días en recorrer los 466 millones de millas que le separaban de Marte. No, no podemos decir si saldrá bien, y mucho menos si alguien pondrá el pie en Marte en el 2012. Si seguís viviendo, lo averiguaréis vosotros mismos. De lo que se trata ahora es de la representación espacial de las líneas que existen entre las personas y lo que están haciendo, y de las personas entre sí. Arthur duerme, está perdido para cualquier causa, pero Victor se encuentra en su estudio y observa detenidamente el fósil de una pieza de esqueleto que tiene al menos cien millones de años. Al igual que tú ignoras qué camino sigue el viento. Los huesos y la ignorancia, el enigma que determina su siguiente obra. No contará nada al respecto, y está ahí sentado, muy tranquilo. Quiere que el enigma se manifieste en lo que va a realizar. Y todas esas cosas están escritas en tu libro, cómo serían creados los días cuando aún no había ninguno. Nosotros lo vemos, las líneas más sutiles que puedan dirigirse desde el deportado Polibio en su mesa de trabajo hacia Arno, hacia Zenobia hacia el primer pie en Marte, hacia la expedición militar de Urraca hacia Elik, hacia el año en que vivió ese hueso hacia Victor, hacia el Eclesiastés, hacia la ausencia sin imágenes de Arthur. Nosotros somos los que debemos mantener todo junto. Vuestra capacidad de existir en el tiempo es escasa, vuestra capacidad de pensar en el tiempo es inagotable. Años luz, años humanos, Polibio, Urraca, el Surveyor, un hueso de la prehistoria, líneas, una figura espacial tetradimensional, así están unidos esos cinco entre sí, una constelación que volverá a desvanecerse, pero todavía no. Ya no oiréis hablar mucho de nosotros, algunas frases aún, y luego un par de palabras. Cuatro, para ser exactos.

Cees Nooteboom
El día de todas las almas

Arthur Daane, un reportero neerlandés que ha perdido a su mujer y a su hijo en un trágico accidente aéreo, vaga con una cámara de vídeo por un Berlín transfigurado por la nieve buscando imágenes para su película, de momento sólo fragmentos sin coherencia aparente. En esta ciudad tiene tres amigos: un intelectual, un artista y una científica, con quienes conversa elocuentemente sobre los pequeños detalles de la vida que le interesan. Un día conoce a Elik, una mujer joven llena de secretos por la que Arthur siente una poderosa y oscura atracción. Ella le hace el amor pero no le habla, ni le permite cruzar sus límites. Y, fascinado, la seguirá hasta Madrid. El día de todas las almas es una novela de amor filosófica sobre los cambios de la historia reciente y las dimensiones metafísicas de la vida, narrada magistralmente por una de las voces más interesantes y sólidas de la narrativa europea.

16 agosto 2021

16 de agosto

 A la mañana siguiente me presento temprano. Corren rumores terribles sobre las interminables colas que se forman a la entrada, pero tengo suerte. Tal como me sucedió el año anterior en las grandes exposiciones sobre los Médicis, también aquí me veo asediado por masas de escolares demasiado pequeños. Hay que ser un verdadero optimista de la educación para pensar que con este tipo de visitas se despertará la pasión por la Antigüedad clásica en el alma de esos cientos de criaturas de ocho años. Al cabo de media hora, una voz serena de hombre mayor dice a mis espaldas: All children beneath twenty-one ought to be executed (Habría que ejecutar a todos los niños menores de veintiún años). Los profesores, nerviosos, intentan a la desesperada imponer orden entre esos futuros fascistas, brigadistas rojos y decentes ciudadanos, pero en vano. La cruzada de criaturas avanza. Se arrojan al suelo los unos a los otros tirándose de los pelos, se introducen los duros dedos infantiles en ojos, orejas y otros orificios, se pinchan, vociferan y parlotean como en un parlamento liliputiense, al tiempo que arrastran consigo a un par de personas adultas como si fueran los restos de un naufragio. Una vez en el interior del museo, las criaturas son divididas en cohortes y a cada cohorte se le habla por separado, aunque con una diferencia de tiempo mínima. El resultado es una polifonía tipo Frère Jacques de información cultural. En fin. Los tiempos del Grand Tour y de la Contemplación en Silencio han llegado a su fin. El ciudadano que hoy en día desee ver algo en un museo no tiene más remedio que acorazarse contra sus prójimos armado de un odio brutal e intentar aislarse valiéndose de sus últimas reservas de concentración. De lo contrario, también él sufrirá las consecuencias de esa difusión del conocimiento: es decir, un menor conocimiento.

El 16 de agosto de 1972, un solitario buceador avanza por las transparentes cortinas del mar Jónico agitadas por el viento nello Ionio, di fronte a Riace Marina, su un fondo di circa otto metri, trecenti metri della riva. Aquél debió de ser un instante extático para ese hombre que, buceando en el gran silencio por entre los mudos pobladores del mar, sostenido por el elemento en el que se mueve, de repente ve surgir ante sí a esas dos grandes figuras oscuras, cubiertas de algas, de hierbas de mar y de conchas, y sin embargo figuras humanas. Unos hombres, sí, aunque de mayor tamaño, los rostros con los ojos muy abiertos, los brazos paralizados en un movimiento indefinido, unas figuras que no nadaban, sino que flotaban en las aguas, a la espera de este momento. El buceador avisa al doctor Giuseppe Foti, quien alerta a los carabinieri del Nucleo Sommozzatori di Messina. El atestado instruido contiene los elementos de esta asociación policíaco-arqueológica. Fueron hallados en el mar: due figure virili nude, stante, in origine armate di scudo e lancia, Ve secolo a. C.: dos figuras masculinas desnudas, en posición erguida, armadas originariamente de escudo y lanza, del siglo V a. C.
En las primeras fotos, llama la atención la calma que irradian las dos figuras, como si hubieran pasado todo ese tiempo dormidas, mecidas en el gran lecho de la madre jónica. Eso se ha terminado. Hay algo absurdamente humano en la serie de fotos que recogen el proceso de restauración. Ocho años ha llevado el trabajo, ocho años de operaciones y tratamientos químicos con el objeto de convertir a los dos misteriosos colosos, afectados de peste y de cáncer de piel, en los dos héroes de bronce reluciente que he visto en la sala de al lado. El proceso ha sido retratado en imágenes. Se ve a las figuras yaciendo en el quirófano, rodeadas de hombres, más pequeños y posteriores, vestidos de blanco, que arremeten contra ellas con toda clase de instrumentos; ves un brazo de bronce extendido rozando una pared de azulejos con un grifo anacrónico, sigues el largo proceso de pulido (pulitura con vibratore meccanico), ves cómo la boca abierta vuelve a relucir, cómo emiten luz y resplandecen los dientes dorados.

Cees Nooteboom
El enigma de la luz
Un viaje en el arte


Cees Nooteboom recorre algunos museos buscando capturar en las obras de los grandes pintores aquello que alimenta nuestra alma con formas y colores: la belleza. En este libro el lector tiene el privilegio de intuir, gracias al diálogo permanente que nuestro especial guía mantiene consigo mismo, el enigma que subyace en toda obra artística. Nooteboom no es un historiador del arte ni pretende serlo. Él se deja llevar por la imaginación, no ofrece respuestas sino que plantea interrogantes. A través de los ojos del artista-escritor contemplamos, entre otras, las imágenes alegóricas medievales, los estudios de la naturaleza de Leonardo da Vinci, los autorretratos de Aert de Gelder o de Rembrandt, los interiores de Vermeer, los paisajes de Bruegel, los rostros sin ojos de De Chirico, la pasión por la masa geométrica de Piero della Francesca o las soledades de Hopper. Y finalmente, sin apenas darnos cuenta, empezamos a ver los cuadros como si fueran personas.

22 de noviembre

  Deirdre frunció el entrecejo. —No al «Traiga y Compre» de Nochebuena —dijo—. Fue al anterior… al de la Fiesta de la Cosecha. —La Fiesta de...