16 mayo 2022
15 mayo 2022
Comienzo de un libro. Hoy: de Umberto Eco; "El nombre de la rosa"
Era una hermosa mañana de finales de noviembre. Durante la noche había nevado un poco, pero la fresca capa que cubría el suelo no superaba los tres dedos de espesor. A oscuras, en seguida después de laudes, habíamos oído misa en una aldea del valle. Luego, al despuntar el sol, nos habíamos puesto en camino hacia las montañas.
Mientras trepábamos por la abrupta vereda que serpenteaba alrededor del monte, vi la abadía. No me impresionó la muralla que la rodeaba, similar a otras que había visto en todo el mundo cristiano, sino la mole de lo que después supe que era el Edificio. Se trataba de una construcción octogonal que de lejos parecía un tetrágono (figura perfectísima que expresa la solidez e invulnerabilidad de la Ciudad de Dios), cuyos lados meridionales se erguían sobre la meseta de la abadía, mientras que los septentrionales parecían surgir de las mismas faldas de la montaña, arraigando en ellas y alzándose como un despeñadero. Quiero decir que en algunas partes, mirando desde abajo, la roca parecía prolongarse hacia el cielo, sin cambio de color ni de materia, y convertirse, a cierta altura, en burche y torreón (obra de gigantes habituados a tratar tanto con la tierra como con el cielo). Tres órdenes de ventanas expresaban el ritmo ternario de la elevación, de modo que lo que era físicamente cuadrado en la tierra era espiritualmente triangular en el cielo. Al acercarse más se advertía que, en cada ángulo, la forma cuadrangular engendraba un torreón heptagonal, cinco de cuyos lados asomaban hacia fuera; o sea que cuatro de los ocho lados del octágono mayor engendraban cuatro heptágonos menores, que hacia afuera se manifestaban como pentágonos. Evidente, y admirable, armonía de tantos números sagrados, cada uno revestido de un sutilísimo sentido espiritual. Ocho es el número de la perfección de todo tetrágono; cuatro, el número de los evangelios; cinco, el número de las partes del mundo; siete, el número de los dones del Espíritu Santo. Por la mole, y por la forma, el Edificio era similar a Castel Urbino o a Castel dal Monte, que luego vería en el sur de la península italiana, pero por su posición inaccesible era más tremendo que ellos, y capaz de infundir temor al viajero que se fuese acercando poco a poco. Por suerte era una diáfana mañana de invierno y no vi la construcción con el aspecto que presenta en los días de tormenta.
Sin embargo, no diré que me produjo sentimientos de júbilo. Me sentí amedrentado, preso de una vaga inquietud. Dios sabe que no eran fantasmas de mi ánimo inexperto, y que interpreté correctamente inequívocos presagios inscritos en la piedra el día en que los gigantes la modelaran, antes de que la ilusa voluntad de los monjes se atreviese a consagrarla a la custodia de la palabra divina.
Mientras nuestros mulos subían trabajosamente por los últimos repliegues de la montaña, allí donde el camino principal se ramificaba formando un trivio, con dos senderos laterales, mi maestro se detuvo un momento, y miró hacia un lado y hacia otro del camino, miró el camino y, por encima de éste, los pinos de hojas perennes que, en aquel corto tramo, formaban un techo natural, blanqueado por la nieve.
—Rica abadía —dijo—. Al Abad le gusta tener buen aspecto en las ocasiones públicas.
Acostumbrado a oírle decir las cosas más extrañas, nada le pregunté. También porque, poco después, escuchamos ruidos y, en un recodo, surgió un grupo agitado de monjes y servidores. Al vernos, uno de ellos vino a nuestro encuentro diciendo con gran cortesía:
—Bienvenido, señor. No os asombréis si imagino quién sois, porque nos han avisado de vuestra visita. Yo soy Remigio da Varagine, el cillerero del monasterio. Si sois, como creo, fray Guillermo de Baskerville, habrá que avisar al Abad. ¡Tú —ordenó a uno del grupo—, sube a avisar que nuestro visitante está por entrar en el recinto!
—Os lo agradezco, señor cillerero —respondió cordialmente mi maestro—, y aprecio aún más vuestra cortesía porque para saludarme habéis interrumpido la persecución. Pero no temáis, el caballo ha pasado por aquí y ha tomado el sendero de la derecha. No podrá ir muy lejos, porque al llegar al estercolero tendrá que detenerse. Es demasiado inteligente para arrojarse por la pendiente…
—¿Cuándo lo habéis visto? —preguntó el cillerero.
—¿Verlo? No lo hemos visto, ¿verdad, Adso? —dijo Guillermo volviéndose hacia mí con expresión divertida—. Pero si buscáis a Brunello, el animal sólo puede estar donde yo os he dicho.
14 mayo 2022
Comienzo de libro... Hoy: de Patrick Rothfuss; El nombre del viento
Era una noche de Abatida, y la clientela habitual se había reunido en la Roca de Guía. No podía decirse que cinco personas formaran un grupo muy numeroso, pero últimamente, en los tiempos que corrían, nunca se reunían más de cinco clientes en la taberna.
El viejo Cob oficiaba de narrador y suministrador de consejos. Los que estaban sentados a la barra bebían y escuchaban. En la cocina, un joven posadero, de pie junto a la puerta, sonreía mientras escuchaba los detalles de una historia que ya conocía.
—Cuando despertó, Táborlin el Grande estaba encerrado en una alta torre. Le habían quitado la espada y lo habían despojado de sus herramientas: no tenía ni la llave, ni la moneda ni la vela. Pero no creáis que eso era lo peor… —Cob hizo una pausa para añadir suspense— ¡porque las lámparas de la pared ardían con llamas azules!
Graham, Jake y Shep asintieron con la cabeza. Los tres amigos habían crecido juntos, escuchando las historias que contaba Cob e ignorando sus consejos.
Cob miró con los ojos entrecerrados al miembro más nuevo y más atento de su reducido público, el aprendiz de herrero.
—¿Sabes qué significaba eso, muchacho? —Llamaban «muchacho» al aprendiz de herrero, pese a que les pasaba un palmo a todos. Los pueblos pequeños son así, y seguramente seguirían llamándolo «muchacho» hasta que tuviera una barba poblada o hasta que, harto de ese apelativo, hiciera sangrar a alguien por la nariz.
El muchacho asintió lentamente y respondió:
—Los Chandrian.
—Exacto —confirmó Cob—. Los Chandrian. Todo el mundo sabe que el fuego azul es una de sus señales. Pues bien, estaba…
—Pero ¿cómo lo habían encontrado? —lo interrumpió el muchacho—. Y ¿por qué no lo mataron cuando tuvieron ocasión?
—Cállate, o sabrás todas las respuestas antes del final —dijo Jake—. Deja que nos lo cuente.
—No le hables así, Jake —intervino Graham—. Es lógico que el muchacho sienta curiosidad. Bébete tu cerveza.
13 mayo 2022
Comienzo de libro... Hoy: de José Jiménez Lozano; El viaje de Jonás
Jonás era un profeta muy pequeño. Es decir, que, además de ser hombre más bien bajito y delgadito, ejercía como profeta muy pocas veces, y se pasaban años enteros sin que dijese esta boca es mía, e incluso cuando pronunciaba una profecía, ésta era minúscula. Por lo que respectaba al porvenir, era muy prudente, y, si pronosticaba grandes calores para el verano, siempre apostillaba que, sin embargo, no sólo por las noches habría un vientecillo de refrigerio, sino que, al caer el sol o por las mañanitas, habría días en que convendría echarse algo a la espalda. Y cuando criticaba la situación política, o los abusos sociales, o los desmanes de los poderosos, siempre lo hacía con mucha mesura, y decía por ejemplo:
—¡Hombre, no! ¡Esto no! Esto es un abuso y una indignidad, y no puede ser.
Entonces se ponía su túnica de profeta, cogía su cayado con empuñadura de plata que había comprado en una joyería de Nínive verdaderamente esplendorosa que se llamaba Tiffany’s, y era mayor y estaba mejor surtida que el mejor bazar de toda Babilonia, y así se sentía con mayor seguridad en sí mismo para ir a donde tuviese que ir de ordinario, naturalmente, a ver a sátrapas o a sus cortesanos que habían ordenado o cometido aquellos desaguisados. Y a veces estos sátrapas y cortesanos le recibían, y otras no. Algunas veces incluso pasó desde la sala de audiencia de ellos a un calabozo, y allí quedaba encerrado un tiempo, y otras le oían como si oyeran llover. Pero un día, en Nínive, hacía algunas lunas, le detuvieron unos esbirros en la calle misma, simplemente porque no tuvo la suficiente prudencia, y cuando todo el mundo decía que corría una brisa muy fresca e incluso bastante fría, Jonás comentó sin pensárselo dos veces:
—Pues esto en mi pueblo se llama aire solano y bochornoso.
Nunca lo hubiera dicho. Enseguida vio el espanto en el rostro de los que estaban con él, y uno de ellos le reconvino:
—¿Es que no sabes que el sátrapa ha dicho que hace un día muy frío, y hemos llegado a un consenso en cuanto lo ha dicho? ¿Cómo te atreves a mover la lengua de otro modo?
Y Jonás ya había comenzado a pedir excusas, pero no encontraba bien las palabras adecuadas para decir que efectivamente aquel viento solano era más bien fresco, cuando se presentaron dos esbirros, y, en cuanto se enteraron de lo que Jonás había dicho, le ordenaron de mal temple que se fuera de la ciudad inmediatamente, y no volviera por allí, para nada, nunca jamás.
—O te flagelaremos con juncos llenos de nudos.
—O te asaremos a una parrilla como a un cordero.
—O te despellejaremos.
Y Jonás contestaba:
—¡Hombre, no! ¡No lo decís en serio!
Echaron mano de él entonces de muy malos modos, y le retorcieron el brazo; y además se hizo un esguince en un tobillo cuando salió corriendo ya de la muralla para afuera, al tropezar con un pedrusco. Así que, cuando estaba a cierta distancia, alzó su mano derecha haciendo un puño, se besó el pulgar y dijo:
—¡Pues punto y raya con esta Nínive de las fosas nasales! ¡A mí ya como si baja fuego del cielo y deja a este maldito poblachón como la palma de la mano!
Suscribirse a:
Entradas (Atom)