Cruzamos la habitación hasta llegar a la puerta y la abrí,
deteniéndonos en el umbral para mirar el panorama del exterior. El aire frío
llegó hasta nosotros, penetrante. Estaba más oscuro, pero la última luz del día
persistía con un brillo que parecía salir de la misma nieve. El blanco manto
sin hollar se extendía hasta el punto en que las dos grandes acacias, cargadas
y medio dibujadas contra la negrura, señalaban el final del césped y enmarcaban
el panorama de colinas ahora invisibles en que se plegaban las perdidas aldeas
de siderita de Sibford Gower y Sibford Ferris. La nieve caía calladamente y a
plomo de un cielo sin viento, y por la puerta abierta percibíamos su enfático
silencio. Estábamos encerrados, como en una tumba. En ese momento, oscuramente
emborronado como en un dibujo chino, un mirlo que se dirigía a su nido se movió
repentinamente al abrigo de un arbusto, giró la cabeza hacia nosotros y después
se alejó rápidamente volando bajo sobre la nieve. A la luz crepuscular de la
tarde vimos sus ojos y su pico naranja.
—«El mirlo de tan negro color,
Con el pico anaranjado» murmuró Alexander.
—Lo citas demasiado oportunamente, hermano.
—¿Demasiado oportunamente?
—¿No recuerdas el resto?
—No.
«El malvis de notas tan puras,
El chochín de pequeñas plumas,
El pinzón, la alondra y el gorrión,
El cuco gris de clara canción.
Cuyas notas plenas en muchos hombres dejan huella
Y no osan desoír su llamada».
Alexander guardó silencio durante unos momentos. Después dijo:
—¿Has sido fiel a Antonia?
La pregunta me cogió por sorpresa. No obstante, contesté en
seguida:
—Claro que sí.
Alexander suspiró. La luz entraba en el salón y proyectaba en
el aire que se oscurecía un cono de oro por el que los copos de nieve, ya
grises y apenas visibles, se filtraban para convertirse, durante unos momentos,
antes de posarse, en oropel. De la ventana colgaba la rama de acebo que
Rosemary trenzaba laboriosamente todas las navidades, como le había enseñado mi
madre, adornaba con bolas de colores y naranjas y pájaros de larga cola, velas
y muérdago, y en ese momento, vi a mi hermana subirse a una silla para encender
las velas. Parpadearon y en seguida la llama se elevó con un fuerte brillo al
balancearse el viejo y ambiguo símbolo con la brisa que siempre ronda esas
altas ventanas victorianas que no encajan bien.
—¿Por qué «claro»? —dijo Alexander.
En ese momento oímos el tintineo del piano. Rosemary empezaba
a tocar un villancico. Era Once in Roy al David’s City.
Iris Murdoch
La cabeza cortada
«La cabeza cortada» tiene tono de farsa y trata de un
sexteto amoroso, o de un hexágono, según si a uno le parece que estas
formaciones se parecen más a grupos musicales o a figuras geométricas, y según
si le parece que sus miembros son más como intérpretes o más como lados de una
misma cosa. Martin ama a su esposa, Antonia, y a su amante, Georgie. Un día,
Antonia le cuenta que es amante de Anderson, y que se quiere casar con él,
aunque no quiere salirse del todo de su actual matrimonio.
Se forma entonces un trío entre Martin, Antonia y Anderson.
Luego Antonia se entera de la infidelidad de Martin, y se forma un amago de
cuarteto con el trío anterior más Georgie. Martin se enamora a continuación de
Honor, la hermana de Anderson, y la encuentra en la cama con Anderson, quien
decide dejar a Antonia para seguir en su incesto. Georgie conoce al hermano de
Martin, Alexander, y se compromete con él. Pero Alexander está enamorado de su
cuñada, Antonia, de quien ha sido amante en secreto durante años.