27 diciembre 2020

27 de diciembre

Escribí la historia de El viaje de Rita Malú para Sophie Calle. Podría decirse que porque ella me lo pidió. Todo comenzó una tarde en Barcelona, cuando ella me llamó a casa. Me quedé de piedra. La admiraba, la consideraba inaccesible. No la conocía personalmente, ni pensaba que fuera a conocerla nunca. Me llamó y me dijo que una amiga común (Isabel Coixet) le había dado mi número y que deseaba proponerme algo, pero que no podía hacerlo por teléfono. 

Había en sus palabras una extraña, por muy involuntaria que fuera, carga de misterio. Sugerí un encuentro en París a finales de aquel mes, pues pensaba pasar el fin de año en esa ciudad. Estábamos en las postrimerías de 2005. Quedamos en el Café de Flore de París el 27 de diciembre, al mediodía. 

El día señalado, llegué al barrio una media hora antes, algo inquieto ante el encuentro. Sophie Calle ha tenido siempre cierta fama de ser capaz de todo y yo sabía de sus rarezas y de su coraje, en parte por lo que había contado Paul Auster en su novela Leviatán, donde Sophie era un personaje del libro y se llamaba Maria Turner. Escribía allí Auster al comienzo del libro, a modo de dedicatoria: «El autor agradece efusivamente a Sophie Calle que le permitiera mezclar la realidad con la ficción». 

Yo sabía esto, pero también muchas cosas más. Recordaba, por ejemplo, que había leído que durante un tiempo, siendo ella muy joven, a la vuelta de un largo viaje por el Líbano, se había sentido perdida en París, en su propia ciudad, pues ya no conocía a nadie, y eso la había llevado a seguir a personas que no conocía y que fueran ellas quienes decidieran adónde había de ir. Recordaba esto y también sus acciones más célebres: la invitación a dormir en su cama a desconocidos que aceptasen dejarse mirar y fotografiar y responder preguntas (Los durmientes); la persecución a la que había sometido en Venecia a un hombre de quien por un azar supo que partía esa noche hacia allí (Suite veneciana); la contratación, a través de su madre, de un detective para que le hiciera fotos y la siguiera, sabiéndose seguida, y al final la retratara en sus informes con la falsa verdad desnuda de un observador objetivo.

Enrique Vila-Matas
Porque ella no lo pidió



Carretera de la Vega de Aranjuez

 carreteras de la Vega de Aranjuez

26 diciembre 2020

26 de diciembre

26 de diciembre de 1452

Mi criado me sorprendió esta mañana al prevenirme:

—Señor, no debéis visitar Pera con demasiada frecuencia.

Por primera vez lo miré con atención. Hasta ahora lo había considerado, simplemente, como un mal inevitable que formaba parte de la casa cuando la alquilé. Cuida de mis vestidos y se ocupa de comprar la comida; mira por los intereses del propietario y barre el patio. No me cabe duda de que es igualmente celoso a la hora de informar al servicio secreto del palacio de Blaquernae sobre mis idas y venidas.

Nunca he tenido nada contra él. Es un viejo digno de compasión, pero hasta ahora no había reparado en él. Estaba ante mí con su barba rala, sus rodillas ulceradas y sus ojos grises, que reflejaban una tristeza insondable. Sus andrajos rezumaban grasa.

—¿Cómo se te ocurre decir algo así? —pregunté.

Adoptó un aire ofendido.

—Sólo pensaba en vuestro propio bien. Sois mi dueño en tanto habitéis esta casa.

—Soy un latino —dije.

—¡No, no…, no lo sois! —replicó con vehemencia. Y dejándome desconcertado de asombro cayó de rodillas ante mí y me asió la mano para besarla, mientras decía—: No me despidáis, señor. Es verdad que os bebo el vino que sobra en la jarra y me quedo a menudo con los cambios. También suelo llevar un poco de aceite a mi tía enferma, pues nuestra familia es muy pobre. Pero si ello os disgusta no lo haré más, pues ahora os he reconocido.

—No he sido tacaño a la hora de pagarte —dije sorprendido—. Mientras sea tu amo puedes mantener a tu familia a mis expensas. Doy poco valor al dinero. Se acerca la hora en que dinero y propiedad perderán todo significado. A la hora de la muerte todos somos iguales, y para Dios un mosquito vale lo mismo que un elefante.

Mientras hablaba observé mejor su rostro. Parecía un hombre honrado pero la cara miente con frecuencia y ¿puede confiar acaso un griego en otro?

Él prosiguió:

—Otra vez no es preciso que me encerréis en la bodega si no deseáis que siga vuestros pasos. Hacía tanto frío que se me helaron las articulaciones. Desde entonces sudo de frío y de dolor de oídos y mis articulaciones están peor que antes.

—Vamos, levántate, bobalicón, y cura tus dolores con vino —dije al tiempo que sacaba un besante de oro de mi bolsa. Para él, tal suma era una fortuna, pues en Constantinopla los pobres son muy pobres y los pocos ricos extremadamente ricos.

Miró la moneda que tenía yo en la mano y su rostro se iluminó; pero sacudió la cabeza, diciendo:

—No me quejaba para pediros nada, señor. No necesitáis sobornarme. No veré ni oiré nada que no queráis que vea u oiga. Sólo tenéis que ordenar.

—No te comprendo —dije.

Señaló en dirección al perro, que comenzaba ya a echar carnes y que se hallaba tendido sobre su estera ante la puerta, con la nariz pegada al suelo y vigilando todos mis movimientos.

—¿Acaso no os sigue y obedece ese perro? —dijo.

—No te comprendo —repetí, y arrojé la moneda a la esterilla que había delante de él. Se inclinó para recogerla y luego me miró a los ojos.

—No necesitáis poneros en evidencia, señor. ¿Cómo podría suponerlo? Vuestro secreto es sagrado para mí. Tomo vuestro dinero sólo porque me ordenáis que lo haga. Nos proporcionará a mí y a mi familia una gran felicidad, pero no mayor que la que siento al poder serviros.

Sus insinuaciones me causaron resquemor, pues, naturalmente, él sospechaba, al igual que otros griegos, que me hallaba secretamente al servicio del Sultán y que mi huida había sido fingida. Quizás esperaba de mí que le evitara la esclavitud cuando el Sultán capturase la ciudad. Tal esperanza habría sido ventajosa para mí en el caso de haber tenido algo que ocultar. Aunque, ¿cómo habría podido fiarme de un hombre de tan baja extracción?

—Estás equivocado si piensas salir ganando conmigo —repliqué—. No estoy al servicio del Sultán. Lo he repetido ya más de cien veces, y hasta el límite de la paciencia, a quienes te pagan por espiarme. Pero voy a repetírtelo una vez más a ti: No estoy al servicio del Sultán.

—Oh, no, no… Lo sé. ¿Cómo podríais estarlo? Os he reconocido, y es como si el rayo hubiese chocado contra el suelo que piso.

—¿Estás borracho? ¿Deliras o tienes fiebre? No sé qué quieres decir. —Sin embargo, en mi interior me hallaba extrañamente excitado.

Él sacudió la cabeza y repuso:

—Señor, estoy borracho. Perdonadme. No volverá a suceder.

Pero sus disparatadas palabras me condujeron ante un espejo. Por alguna razón decidí no ir a la barbería, sino afeitarme en casa, y más cuidadosamente aún que antes. Esos últimos días mi estado de ánimo había hecho que lo olvidara. Ahora he cambiado hasta mis vestidos para mostrar que soy, en efecto, un latino por los cuatro costados.

Mika Waltari 
El ángel sombrío 
El sitio de Constantinopla

Las cosas, las meras cosas

 las meras cosas, pinzas navideñas

25 diciembre 2020

25 de diciembre

Los villancicos de la calle de Buci

Antes de la guerra, era en la noche del 24 al 25 de diciembre cuando había que ir a ver la calle de Buci, tan querida para los poetas de mi generación. Una vez, en un cabaré cercano, cenamos en nochebuena André Salmon, Maurice Cremnitz, René Dalize y yo. Oímos cantar villancicos. Yo estenografié sus letras. Los había de diferentes regiones de Francia.

¿Acaso no se cuentan los villancicos entre los más curiosos monumentos de nuestra poesía religiosa y popular? Son, en todo caso, las obras que quizá reflejen mejor el alma y las costumbres de la provincia de la que vienen. El primero que anoté en ese cabaré de la calle de Buci lo cantaba un aprendiz de barbero, nacido en Bourg-en-Bresse.

Los villancicos bresanos no son ciertamente villancicos para los tiempos de guerra.

Las enumeraciones rabelasianas de las vituallas contrastan con las restricciones de la época austera en que vivimos.

En cuanto la villa de Bourg / Supo la buena nueva / Mandó tocar el tambor / Poner todo en escudillas. / Becadas, lebroncillos / Codornices, capones gordos / De la casa Curnillon / Celebrando una francachela / De la casa Curnillon / Celebrando la nochebuena.

Tres patitos llevó Gorg / Una hermosa oca rellenó / Y con lomo de ternera / Se hizo un buen ragú; / Su mujer hizo morcilla / Y en casa del señor Choin cogió / Una gran fuente de plata / Para ahí, ahí, ahí poner / Una gran fuente de plata / Para ahí su ofrenda poner.

Rápido se fue a llamar / Al huésped de la Buena Escuela / Que albóndigas llevó / Y una butifarra hermosa; / Fricandos el señor mezcló / Con orejas de ternera / Y tres barriletes llevó / De mo, de mo, de mostaza, / Y tres barriletes llevó / De mostaza de Dijon.

Cuando el huésped de Saint-François / Escuchó que se animaban / Las sartenes y graseras / En el barrio de Tesnière, / Mandó hacer a su lacayo / Un brodio de pollo / Para enseguida chuparse / Los de, los de, los deditos / Para enseguida chuparse / Los cinco dedos y el morrito.

En cuanto el huésped del Escudo / Vio que a la luz de luna partían, / Puso por cuatro escudos / Azúcar en la harina / Para hacer pastelillos / Que parecieron castillos; / Son mejores que el pan / Para, para, para las damas; / Son mejores que el pan / Para los niños y las damas.

Neren puso en una tabla / Morcilla blanca como la nieve / Y doce lenguas de buey / Que eran negras como el pan; / Y luego su buen vino viejo / Que yo a menudo bebí / Y si Dios quiere, beberé / Hasta la Pas, Pas, Pascua / Y si Dios quiere beberé / Más de lo que él guste dar.

Usted y yo, padre Alexis, / Hemos de hacer una ofrenda / Y juntarnos cinco o seis / Para tocar la zarabanda; / Con nuestro gran bordón / Cantaremos de corazón; / Llegó, llegó Navidad / A celebrar una francachela / Llegó, llegó Navidad / Un sabroso caldo se hará.

Después de este villancico de nochebuena, he aquí otro con más gracia que también fue oído hace años en los alrededores de Saint-Quentin. Doy la versión que anoté en la calle de Buci.

Cantemos, os ruego, / Navidad en alto / Con bella voz / Solemnizando / De María doncella / La Concepción / Sin original / Maculación.

Esta muchacha / Nativa era / De la noble villa / Llamada Nazaret / De virtud llena / De cuerpo gracioso / Es la más bella / Que hay bajo los cielos.

Iba al Templo / Para a Dios suplicar; / El Consejo se forma / Para aquesta casar; / La chica tan bella / No quiere consentir / Pues Virgen y doncella / Quiere vivir y morir.

El Ángel les ordena / Que se hagan juntar / Gentes en un bando, / Todos por casar; / Y aquél cuya verga / Presto brotará / A la noble Virgen / Verdadero esposo hará.

Presto la abundancia / De amables galantes / A la virgen grata / Se van deseando; / Con la noble chica / Cada uno contaba, / Pero el más hábil / Ya nada penaba.

José cogió su verga, / En llegándose della: / A la Virgen cuántos / No la desearon; / Pues en su vida entera / No tuvo intención / Deseo ni gana / De conjunción.

Cuando fueron al Templo / De todo reunidos, / Estando todos juntos / En tropa ordenados, / La grata verga / De José floreció, / Y en el mismo instante / Flor y fruto dio.

Con gran reverencia / A José se retuvo, / Quien con su mano blanca / A esta virgen tuvo; / Y así después el cura, / Rector de la ley, / Abrazar les hizo / A ambos la fe.

Con las orejas gachas / Los amables galantes / Tanto que es maravilla, / Se van murmurando / Diciendo qué pena / Que este canoso padre / Haya en matrimonio / A la virgen tomado.

La noche seguiente, / A la medianoche, / La Virgen grata / En su libro lee, / Que el Rey celestial / Fundará nación / De una doncellita / Sin corrupción.

Mientras que María / Así contemplaba / Y del todo encantada / Hacia Dios estaba, / Gabriel arcángel / Llegó de repente / Entrando en su cuarto / Manifiestamente.

Con voz suavecita / Graciosamente / Dijo a la muchacha / Para saludarla: / Dios te guarde, María, / Llena de beldad, / Eres la Amiga / Del Dios de bondad.

Dios hace un misterio / En ti maravilloso, / Es que serás madre / Del rey glorioso; / Tu castidad / Y virginidad / Por obra divina / Preservada será.

A esta palabra / La Virgen consiente, / El Hijo de Dios vuela, / A ella desciende. / Pronto estuvo encinta / Del príncipe de los Reyes. / Sin males ni fatigas / Lo guardó nueve meses.

El noble trabajo / José no comprende / A pocas no gruñe, / Se va murmurando, / Pero el ángel celeste / Le dice, durmiendo, / Que él no se inquiete, / De Dios es el niño.

José y María / Vírgenes son a la par, / Que en compañía / A Belén van. / Allí parirá / A la medianoche / La Virgen sagrada / En un pobre logal.

Fue allí consolada / Por ángeles celestes, / Fue allí visitada / Por los Pastores alegres, / Fue allí venerada / Por tres nobles Reyes, / Y fue rechazada / Por los nobles burgueses.

Así, oremos a María / Y a Jesús, su hijo. / Que después de esta vida / Tengamos Paraíso / Y, nuestro viaje / Estando acabado / Nos dé repartido / El cielo azulado.

En May-en-Multien es donde todavía se canta este encantador villancico del cual tenemos aquí una estrofa:

Pastores que os juntáis / Al toque de la señal / Para así juntos ir / A saludar tralarilorí / A saludar tralariloró / Al rey que recién nació.

Y también aquél donde

San Lifardo fue a coger / La Dama del Camino / Con idea de aparecer / Llevando todos en la mano / Laúdes, oboes y guitarras / Para hacer unas charangas, / Trompetas y tambores / Para tocar todo el día.

He aquí un villancico que oí cantar en la calle de Buci. No conozco su procedencia. En cualquier caso, es bien campestre y lleno de sabor:

Estribillo: Dejad pastar vuestro ganado, / Pastorcillos de la Ceca a la Meca, / Dejad pastar vuestro ganado / Y venid a cantar al niño.

De oír cantar al ruiseñor / Con un canto tan nuevo / Tan alto, tan bello, / Con tal resonar / Me rompía la cabeza, / De tanto que predicaba y trisaba, / Cogí entonces mi cayado / Para ir a ver al niño (estribillo).

Me dirigí al pastor Nolet; / ¿Has oído al Ruiseñorcillo / Tan bonitico / Que chillaba / Allá en lo alto sobre una espina? / ¡Ah, sí! dijo, lo oí, / He cogido mi bocina / Y con ello me he deleitado (estribillo).

Todos cantamos una canción, / Los otros han venido al son. / Ahora, ande, bailemos. / ¡Coge a Alizon! / Yo cogeré a Guillemette, / Margot cogerá al gordo Guillot. / ¿Quién cogerá a Péronelle? / Se ocupará Talebot (estribillo).

No bailemos más, tardamos demasiado; / Vayamos pronto, corramos al trote, / Vente pronto. / Espera, Guillot. / Se ha roto mi correíta, / Tengo que remendar mi zueco. / Así que, coge esta agujita, / Que buena falta te hará (estribillo).

¿Cómo, Guillot, no vienes? / Claro, voy con suave paso, / Tú no oyes / De todo mi caso; Sabañones tengo en los talones, / Por lo que no puedo trotar; / Me han cogido las heladas. / Yendo al bosque a laborar (estribillo).

Marcha delante, pobre Mulard, / Y apóyate en tu cayado; / Y tú, Coquard, / Viejo Loriquart, / Has de tener gran vergüenza / De rechinar así los dientes, / Y de esto no debes dar cuenta / Al menos ante la gente (estribillo).

Con grande firmeza corrimos, / Por ver Nuestro dulce Redentor / Y creador / Y hacedor; / Tenía, que Dios sepa, / De banderas gran necesidad; / Yacía en el belén / Sobre una brizna de heno (estribillo).

Su madre con aqueste estaba / Un viejo lo alumnaba / Que en nada semejaba / Al bonito delicado / No era su padre / Lo supe por sus morritos / Se parecía a la madre / Pero aún más bonito es él (estribillo).

Así, un paquete grande teníamos / De víveres para un banquete; / Pero el fino / De Jean Huguet / Y una gran galga / Dejaron el tarro destapado / Después la pastora fue / Que dejó la tapa abierta (estribillo).

De alborozarnos no cesamos; / Yo una ovejita le di; / Al pequeño niñito / Un malvís / Le dio Péronnelle, / Y Margot leche le dio / Una pequeña escudilla / Con un velo cubierta (estribillo).

Ahora, oremos todos al Rey de Reyes / Que nos dé a todos feliz Navidad / Y mucha paz / Que nuestras fechorías, / No tenga en memoria / Nuestros pecados perdone, / A aquellos del Purgatorio / Que sus pecados borre.

Aquí tenemos un villancico delicado y delicioso del que lamento no haber anotado más que este pasaje:

Yo me levanté una mañanita / Que el alba la blanca manteleta vestía. / Cantemos Navidad, Navidad al niño / Cantemos de nuevo al niño.

Y este villancico híbrido:

Celebremos el nacimiento / Nostri Salvatoris / Que provoca el contento / Dei sui patris. / Salvador tan amable / In node media / Ha nacido en un establo / De Casta María.

Esa misma noche también anoté un villancico de una provincia que está devastando la guerra, la Champagne de La Fontaine y de Paul Fort:

Las chicas de Cernay / Dormir no pudieron. / Sólo manteca, leche / Y al campo que se fueron, / Y aquellas de Taissy / La calle cruzaron / Después de haber oído / El ruido / Y el encantador debate / ¡Lailé! / De las de Sillery.

Y para acabar alguien canta un gracioso villancico infantil cuya fecha debe de ser reciente. He aquí una estrofa:

Una pequeña abeja / Zumbando cual moscardón / Se fue hacia el chiquitillo / Diciéndole al oído / Te traigo yo un bombón / Es suave como la seda / Pruébalo mi guapetón.

Uno puede tener cien impresiones distintas de la vieja calle de Buci. Yo las cambio todas por las que sentí al escuchar cantar estos villancicos, una nochebuena, pocos años antes de la guerra.
Guillaume Apollinaire 
El paseante de las dos orillas

Figuras de un Nacimiento artesano

Noche de Amor, colección de belenes de Basanta-Martín

24 diciembre 2020

la cena de Nochebuena

Herodes en el Finisterre

Alguna vez he hablado de este misterio: en tiempo de Adviento, por los caminos de Galicia que llevan a la punta final de la tierra conocida, al Finisterre, hay gentes que encuentran en los caminos a un raro viajero, un extranjero sin duda, que va ligero, sin tiempo a detenerse en una taberna a echar una taza de vino, no da ni los buenos días ni las buenas tardes, y deja tras de sí un insólito perfume. Los perros le temen, y le ladran al arrimo de los caseríos, sin osar correrlo, y menos morder. El forastero toma atajos como si fuese del país y conociese los senderos que van entre pinares o maizales, o baja a pasar los ríos por vados donde, en los álamos y los chopos, anida la paloma torcaz. Algunos que lo vieron aseguraron que lleva en la cabeza un gorro rojo. Es más bien corto de talla, y bracea al andar como si estuviese practicando una instrucción militar dada a lo pomposo. Evita las iglesias y los puentes, pero en cada fuente que encuentra se detiene a beber algo y enjuagar la boca. En algunos lugares secaron por más de un año algunas fuentes, y se dice que fueron aquéllas en las que bebió el viajero. Parece que come a escondidas de lo que lleva en un zurrón de piel, y no le importa la lluvia ni la noche, ni lo detiene, bajando de O Cebreiro a Portomarín a cruzar el Miño, la nevada. A su paso se aparta el lobo, y los gallos no cantan alba hasta que el forastero se haya alejado… Finalmente, hay quien asegura que si pasa cerca de una casa perdida en el campo, en el hogar se apaga el fuego, y niños que duerman despiertan llorando. Sí, se sabe quién es: nada menos que un criado del rey Herodes, que va al Finisterre a avisar que el día veintiocho de diciembre, al quebrar albores, hay que degollar a los Inocentes. ¿A avisar a quién? En principio, en cualquier siglo no le habrá sido difícil a ese criado de Herodes, o a otros compañeros suyos en las diversas partes del mundo conocido, el hallar gentes dispuestas a degollar. Modernamente, la degollación puede ser sustituida por las cámaras de gas, y dándole vueltas al tema en el magín, puede llegar servidor a imaginar que, por ejemplo, en un campo de concentración nazi, uno de aquellos expeditos arios ejecutores haya podido actuar, en lo que a dar muerte a niños se refiere, por orden de Herodes el Grande, rey de los judíos. A Ernesto Hello y a León Bloy les hubiese gustado, creo yo, está explicación de la postrera iniquidad. 

Desde niño, yo me he contado muchas veces a mí mismo el viaje del criado de Herodes y, naturalmente, las más de las noticias que hoy tengo de él son inventadas por mí. Más de una vez, en los días cercanos a Navidad, la edad mía ocho o diez años, he salido hacia un bosque próximo, o caminado por el atajo que va desde Mondoñedo a la carretera de Lugo, por ver si me cruzaba en el camino con el criado de Herodes. De una Historia universal que había en casa, había arrancado una lámina a todo color en la que figuraban, con sus trajes, los hebreos de los días de la venida del Mesías, desde el Sumo Sacerdote a un pobre pastor, y no me cabía duda de que sabría reconocer al ligero herodíada mensajero. Si veía que alguien se acercaba, o escuchaba pasos, me tomaba el miedo y corría a esconderme. Pero nunca fue, el que pasaba, el criado de Herodes. A lo mejor, era uno de Barbeitas que venía de comprar bacalao en Mondoñedo, para añadirle a la coliflor de la cena de Nochebuena, y a la altura de mi escondite, como ocurrió una vez, se detenía, posaba el paquete, liaba cigarro, y con pedernal y eslabón encendía la mecha, la soplaba y encendía lentamente el pitillo. Le veía la cara, y era vecino conocido, y el miedo se me iba, y echaba a correr, pues anochecía, hacia la ciudad. Y aunque ya Mondoñedo no tenía murallas, ni había por lo tanto puertas en ella que cerrar, yo corría, casi saliéndome el corazón por la boca, no llegase tarde, y me quedase frente a la puerta cerrada, bajo la lluvia que comenzaba a caer mansa, como le aconteció en Ginebra a Juan Jacobo niño… Pasados años, con alguna frecuencia he soñado que me encontraba el criado de Herodes, uno de barba redonda, envuelto en capa, en la cabeza un gorro, que no sé si era rojo, porque me parece que no sueño en colores. Soñaba, digo, que el tal criado me miraba triste y me mostraba el papel en el que iba, firmada y sellada, la orden de 

Herodes el Grande. Ni el criado de Herodes decía palabra, ni yo osaba abrir la boca. El criado de Herodes hablaría arameo, o quizás latín, y yo solamente sabía gallego y castellano. Me santiguaba, y el hombrecillo echaba a correr, algunas veces a volar, y se perdía con los cuervos sobre la fraga de Rioseco, espesa, escondite del lobo y del jabalí. 

Hace una semana —no se sabe lo que puede nacer de una mala postura de la cadera; lean el primer capítulo del Swann de Proust—, soñé con el criado de Herodes. Supe que era él, porque era el que yo me había imaginado. Avanzaba hacia mí en figura de San Dionisio. ¿Se había degollado a sí mismo? Cuando desperté, me preguntaba si es que ya ha llegado el tiempo de que sean degollados, o se degüellen, los degolladores. Lo cual significaría que podíamos estar en vísperas de una nueva edad de la Historia.

Álvaro Cunqueiro 
El laberinto habitado 

Enriketa ve un fantasma