24 diciembre 2020
23 diciembre 2020
23 de diciembre
El 19 de diciembre, tres días después de la conversación de Ferguson con Noah, el New York Times informó de que soldados estadounidenses habían penetrado en la zona de guerra de Vietnam del Sur y estaban participando en operaciones tácticas con orden de disparar si eran atacados. Junto con un envío de cuarenta helicópteros, cuatrocientos soldados entrenados para el combate habían llegado a Vietnam del Sur una semana antes. Más aviones, vehículos terrestres y embarcaciones anfibias iban de camino. En total, había ahora dos mil norteamericanos de uniforme en Vietnam del Sur, en vez de los 685 miembros del grupo de asesores militares del que se había informado oficialmente.
Cuatro días después, el 23 de diciembre, el padre de Ferguson se marchó dos semanas de viaje a California, a visitar a sus hermanos y sus familias. Era el primer descanso del trabajo que se tomaba desde hacía años, el último se remontaba a diciembre de 1954, cuando fue con la madre de Ferguson a Miami Beach para pasar diez días de vacaciones de invierno. Esta vez, la madre de Ferguson no fue con él. Tampoco lo acompañó al aeropuerto para despedirse el día que se marchó. Ferguson había oído a su madre hablar mal de sus cuñados bastantes veces para saber que no tenía interés en verlos, pero aun así debía de haber algo más, porque en cuanto su padre se fue, ella empezó a mostrarse más inquieta que nunca, preocupada, taciturna, incapaz, por primera vez que él recordara, de seguir una conversación, y su ensimismamiento era tan profundo que Ferguson se preguntaba si no estaría dándole vueltas a su situación matrimonial, que al parecer había dado un giro definitivo con la marcha en solitario de su padre a Los Ángeles. Puede que ahora la bañera no estuviera solo fría. Quizá estaba glacial, a punto de congelarse y convertirse en un bloque de hielo.
Paul Auster
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22 diciembre 2020
22 de diciembre
En efecto, el padre de Miguel, aquel Rodrigo de Cervantes, se mueve frenéticamente en Madrid y consigue mandar a su hijo el documento salvador.
Se trata de un escrito que Rodrigo de Cervantes manda al Teniente de Corregidor de la villa de Madrid pidiendo el informe de limpieza de sangre a favor de su hijo Miguel. El escrito tiene interés porque da testimonio de la mentalidad de la época, en un terreno que había sido el gran debate a mediados de siglo —los estatutos de limpieza de sangre—, pero que acabaría imponiéndose, como un signo del espíritu inquisitorial que se había apoderado de la sociedad española y que la había hecho sospechosa ante la romana; de forma que Rodrigo de Cervantes, ante el requerimiento del cardenal Acquaviva, escribe al Teniente de Corregidor madrileño:
Muy magnífico señor: Rodrigo de Çerbantes, andante en corte, digo que Miguel de Çerbantes, mi hijo e de doña Leonor de Cortinas, mi legítima mujer, estante en Corte romana, le conviene probar e averiguar cómo es hijo legítimo mío e de la dicha mi mujer y que él ni yo, ni la dicha mujer, ni mis padres ni agüelos ni los de la dicha mi mujer, hayan sido ni somos moros, judíos, conversos ni reconciliados por el Santo Oficio de la Inquisición ni por otra ninguna Justicia de caso de infamia; antes han sido e somos muy buenos cristianos viejos, limpios de toda raíz. A vuestra merced pido mande hacer información de los testigos que acerca de lo susodicho presentare, la qual hecha me la mande dar por testimonio signado, interponiendo en ella su autoridad e decreto para que valga e haga fee en juizio y fuera dél y pido justicia. E para ello, [etc.][Firmado:]Rodrigo de ÇervantesAndrés de Oçaeta
Los informes fueron favorables, tal como la familia Cervantes lo esperaba y deseaba; de todas formas, y para evitar sorpresas desagradables, Rodrigo de Cervantes se movió entre sus amigos. Uno de ellos era alguacil de la Villa, y por lo tanto testigo de peso, el cual, además de testificar todo lo adecuado en cuanto a la limpieza de sangre de los Cervantes y de no haber tenido nada que ver con la Inquisición, terminaba con una de las afirmaciones más deseadas en aquellos tiempos, tan influidos por el ansia nobiliaria:
… e sabe que son habidos por buenos hidalgos…
La información de limpieza de sangre, pedida por Rodrigo de Cervantes a finales del año 1569 (exactamente, el 22 de diciembre), no pudo llegar a Roma hasta entrado el nuevo año de 1570, acaso en torno a febrero o marzo. Surtió sus efectos, pues el cardenal Julio Acquaviva tomaría a su servicio a Miguel de Cervantes, en calidad de camarero, como el propio Miguel señala en la dedicatoria que hace en su novela pastoril La Galatea al noble italiano Ascanio Colonna, en la que dice, en su alabanza:
… las cosas que, como en profecía, oí muchas veces de V. S. Ilustrísima al cardenal de Acquaviva, siendo yo su camarero en Roma…
Y es muy posible, en efecto, que el joven Miguel de Cervantes, al entrar al servicio del Cardenal romano, lograra una cierta intimidad con él. Ambos eran jóvenes y de una edad pareja, ya que Julio Acquaviva había nacido en 1546, un año antes, pues, que nuestro escritor. Y dadas las cualidades de buen trato, ingenio y cultura de Cervantes, sin duda le harían congeniar con su protector romano.
Manuel Fernández Álvarez
Cervantes visto por un historiador
21 diciembre 2020
21 de diciembre
Pero pronto se oyó en la casa otra voz. Acaso fue la música lo que obligó a Ricey a salir de casa. Lily y Spohr, el pintor, trabajaban de firme para tener listo el retrato el día de mi cumpleaños. Lily pues, se había marchado, y Ricey, sola, fue a Danbury para visitar a una compañera de colegio. No dio con la casa de la chica. En cambio, mientras vagaba por las callejas de Danbury, pasó junto a un coche estacionado y oyó el llanto de un recién nacido, que estaba en el asiento trasero de aquel viejo Buick, metido en una caja de zapatos. Hacía un frío terrible, por lo tanto Ricey se trajo a casa al niño abandonado y lo escondió en el armario de su habitación. El 21 de diciembre, al mediodía, yo comentaba: —Niños, hoy es el solsticio de invierno… Y en aquel momento se oyó, saliendo de los tubos de calefacción que quedaban debajo del aparador, el gemido de un niño. Tiré hacia abajo la visera peluda de mi gorro de caza, que, aunque parezca raro, llevaba a la hora de comer y, para no demostrar mi sorpresa, empecé a hablar de otra cosa. Porque Lily dirigía su risa hacia mí significativamente, con el labio superior cubriendo sus dientes, y su palidez se veía acentuada. Miró a Ricey y vi que se reflejaba en sus ojos una alegría silenciosa. A sus quince años, esta muchacha es, en cierta manera, una belleza, aunque ésta sea un tanto apagada. Pero en aquellos momentos no estaba apagada; estaba arrobada por el crío. Como yo no sabía de que crío se trataba ni cómo había entrado en casa, estaba sobresaltado y desorientado, y les dije a los mellizos: —¡Ajá! ¡Conque hay un gatito arriba! Pero no se dejaron engañar. ¡Buenos son ellos para dejarse engañar! Ricey y Lily tenían biberones en la cocina esterilizándose. Me di cuenta de aquella gran olla llena de biberones mientras bajaba al sótano para ejercitarme en el violín, pero no hice ningún comentario. Durante toda la tarde, por los conductos de aire, oí berrear al recién nacido. Salí a dar un paseo, pero no pude soportar las frías ruinas de mi hacienda, en otro tiempo reino de los cerdos. Quedaban algunos animales de concurso por vender. Todavía no podía hacerme a la idea de despedirme de ellos.
Había quedado en que tocaría el villancico «Primer Noel» el día de Nochebuena, y lo estaba ensayando, cuando Lily bajó a hablarme.
—No quiero oír nada —dije.
—Pero, Gene… —protestó Lily.
—Tú eres la responsable —le grité—, tú eres la responsable, arréglatelas como quieras.
—Gene, cuando sufres, lo haces más intensamente que cualquier otra persona. No pudo disimular una sonrisa; naturalmente no se burlaba de mi sufrimiento, sino del modo en que sufría. Nadie se lo espera, y el que menos se lo espera es Dios mismo —continuó.
—Ya que estás en condiciones de hablar por el propio Dios —le dije— dime, ¿qué le parece eso de que salgas todos los días de casa para hacerte pintar un retrato?
—¡No creo que tengas motivo para avergonzarte de mi! —dijo.
Saul Bellow
Henderson, el rey de la lluvia
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