21 diciembre 2020

21 de diciembre

Pero pronto se oyó en la casa otra voz. Acaso fue la música lo que obligó a Ricey a salir de casa. Lily y Spohr, el pintor, trabajaban de firme para tener listo el retrato el día de mi cumpleaños. Lily pues, se había marchado, y Ricey, sola, fue a Danbury para visitar a una compañera de colegio. No dio con la casa de la chica. En cambio, mientras vagaba por las callejas de Danbury, pasó junto a un coche estacionado y oyó el llanto de un recién nacido, que estaba en el asiento trasero de aquel viejo Buick, metido en una caja de zapatos. Hacía un frío terrible, por lo tanto Ricey se trajo a casa al niño abandonado y lo escondió en el armario de su habitación. El 21 de diciembre, al mediodía, yo comentaba: —Niños, hoy es el solsticio de invierno… Y en aquel momento se oyó, saliendo de los tubos de calefacción que quedaban debajo del aparador, el gemido de un niño. Tiré hacia abajo la visera peluda de mi gorro de caza, que, aunque parezca raro, llevaba a la hora de comer y, para no demostrar mi sorpresa, empecé a hablar de otra cosa. Porque Lily dirigía su risa hacia mí significativamente, con el labio superior cubriendo sus dientes, y su palidez se veía acentuada. Miró a Ricey y vi que se reflejaba en sus ojos una alegría silenciosa. A sus quince años, esta muchacha es, en cierta manera, una belleza, aunque ésta sea un tanto apagada. Pero en aquellos momentos no estaba apagada; estaba arrobada por el crío. Como yo no sabía de que crío se trataba ni cómo había entrado en casa, estaba sobresaltado y desorientado, y les dije a los mellizos: —¡Ajá! ¡Conque hay un gatito arriba! Pero no se dejaron engañar. ¡Buenos son ellos para dejarse engañar! Ricey y Lily tenían biberones en la cocina esterilizándose. Me di cuenta de aquella gran olla llena de biberones mientras bajaba al sótano para ejercitarme en el violín, pero no hice ningún comentario. Durante toda la tarde, por los conductos de aire, oí berrear al recién nacido. Salí a dar un paseo, pero no pude soportar las frías ruinas de mi hacienda, en otro tiempo reino de los cerdos. Quedaban algunos animales de concurso por vender. Todavía no podía hacerme a la idea de despedirme de ellos.

Había quedado en que tocaría el villancico «Primer Noel» el día de Nochebuena, y lo estaba ensayando, cuando Lily bajó a hablarme.

—No quiero oír nada —dije.

—Pero, Gene… —protestó Lily.

—Tú eres la responsable —le grité—, tú eres la responsable, arréglatelas como quieras.

—Gene, cuando sufres, lo haces más intensamente que cualquier otra persona. No pudo disimular una sonrisa; naturalmente no se burlaba de mi sufrimiento, sino del modo en que sufría. Nadie se lo espera, y el que menos se lo espera es Dios mismo —continuó.

—Ya que estás en condiciones de hablar por el propio Dios —le dije— dime, ¿qué le parece eso de que salgas todos los días de casa para hacerte pintar un retrato?

—¡No creo que tengas motivo para avergonzarte de mi! —dijo.

Saul Bellow 
Henderson, el rey de la lluvia

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Ikebana o haiku