07 diciembre 2007

Constitución, Constitución y más Constitución

Monumento a la Constitución. Madrid

La historia muestra el juego de influencias entre la felicidad y la justicia. El viejo Platón ya se preocupó y se ocupó de las leyes «que harían a una ciudad feliz». Las primeras declaraciones americanas de independencia consideraban que la felicidad era una meta políticamente relevante. La Declaración de derechos del buen pueblo de Virginia (1776) afirmaba que los hombres tienen por naturaleza el derecho a «buscar y obtener la felicidad», y la Declaración de Independencia (1776) proclama que el fin del gobierno es «alcanzar la seguridad y la felicidad». En su artículo 13, la Constitución española de 1812 proclamaba: «El objeto del gobierno es la felicidad de la nación.» Y lo mismo dicen Constituciones recientes y culturalmente lejanas. La de Irán (1989): «La república islámica de Irán tiene como ideal la felicidad humana en toda sociedad humana.» La de Namibia (1990) consagra los «derechos del individuo a la vida, a la libertad y la felicidad.» Y la de Corea del Sur dice en su artículo 10: «A todos los ciudadanos se les garantiza la dignidad, y tendrán derecho a perseguir la felicidad.»
No creemos que sean expresiones retóricas, aunque lo parezcan. Delatan la energía que unifica nuestra vida privada y nuestra vida pública, asunto especialmente importante en un momento en que el nexo entre ambas se ha roto, y es necesario reedificar los puentes entre la ética política y la ética personal. La estructura de ese puente, que permite unir la orilla de lo privado y de lo público, es, precisamente, la felicidad.

de
José Antonio Marina
María de la Válgoma
LA LUCHA POR LA DIGNIDAD
Teoría de la felicidad política

06 diciembre 2007

De el "Arte de Amar" de Ovidio

De nada aprovecha a las jóvenes tomar filtros amorosos, que turban la razón y excitan el furor. Rechaza los artificios culpables; si quieres ser amado, sé amable; la belleza del rostro ni la apostura arrogante, bastan a asegurar el triunfo. Aunque fueses aquel Nireo tan celebrado por Homero, o el tierno Hilas, a quien arrebataron las culpables Náyades, si aspiras a la fidelidad de tu dueño y a no verte un día abandonado, has de juntar las dotes del alma con las gracias corporales. La belleza es don muy frágil: disminuye con los años que pasan, y su propia duración la aniquila. No siempre florecen las violetas y los lirios abiertos, y en el tallo donde se irguió la rosa quedan las punzantes espinas. Lindo joven, un día blanquearán las canas tus cabellos, y las arrugas surcarán tus frescas mejillas. Eleva tu ánimo, si quieres resistir los estragos del tiempo y conservar la belleza: es el único compañero fiel hasta el último suspiro. Aplícate al cultivo de las bellas artes y al estudio de las dos lenguas. Ulises no era hermoso, pero sí elocuente, y dos divinidades marinas sufrieron por él angustias mortales. ¡Cuántas veces Calipso se dolió viéndole apresurar la partida, y quiso convencerle de que el tiempo no favorecía la navegación! Continuamente le instaba a repetir los sucesos de Troya, y él sabía relatar el mismo caso con amena variedad. Un día que estaban sentados en la plaza, la hermosa Calipso le pidió que le refiriese de nuevo la trágica muerte del príncipe de Odrisia, y Ulises, con una varilla delgada que al azar empuñaba, trazó en la arena el cuadro del suceso, diciéndole: «Ésta es Troya (y dibujó los muros en el suelo arenoso); por ahí corre el Símois, y aquí estaba mi campamento. Más lejos se distingue el llano (y en seguida lo traza) que regamos con la sangre de Dolon, la noche que intentó apoderarse de los caballos de Aquiles; por allí cerca se alzaban las tiendas de Reso el de Tracia, y por allí regresé yo la misma noche con los corceles robados a este príncipe.» Proseguía la descripción, cuando una ola repentina destruyó el contorno de Pérgamo y el campo de Reso, con su caudillo. Entonces la diosa dijo: «Ya ves las olas que crees favorables a tú partida cómo destruyen en un momento nombres tan insignes.» Seas quien seas, pon una débil confianza en el prestigio de tu lindo semblante y adórnate con prendas superiores a las del cuerpo. Una afectuosa complacencia gana del todo los corazones, y la rudeza engendra odios y guerras enconadas.

El arte de amar de Ovidio

El esplendor del otoño

aranjuez

fotos de Ilu

05 diciembre 2007

La palabra "otoño" en historias inventadas

otoño

foto de Ilu

Después de enviar esta carta, Julien salió para pedir consejo al padre Chélan, contento como el cazador que a las seis de la mañana de un hermoso día de otoño desemboca en una explanada abundante en caza. Pero antes de llegar a casa del buen sacerdote, el cielo, que no le quería privar de ningún goce, le puso en presencia del señor Valenod, al cual no ocultó que tenía el corazón destrozado; un pobre muchacho como él se debía por entero a la vocación que el cielo había despertado en su corazón, pero en este bajo mundo la vocación no lo es todo. Para trabajar dignamente en la viña del Señor y no ser del todo indigno de tantos y tan sabios colaboradores necesitaba instrucción, necesitaba pasar dos años en el Seminario de Besancon, cosa muy dispendiosa; le era, pues, indispensable -y podía decirse que era en cierto modo una obligación- hacer economías, cosa que le sería mucho más fácil conseguir ganando ochocientos francos, pagados por trimestres, que no con seiscientos, que se le iban de entre las manos de un mes a otro. Pero, por otra parte, el cielo, al colocarle al lado de los jóvenes de Rénal y, sobre todo, al inspirarle un cariño especial hacia ellos, parecía indicarle que no era del caso abandonar su educación para emprender otra...
Julien alcanzó un grado tal de perfección en este género de elocuencia, que ha reemplazado a la rapidez de acción del Imperio, que acabó por aburrirse de sus propias palabras.
Al volver a casa, encontró a un criado del señor Valenod, vestido de gran librea, que le buscaba por toda la ciudad con una invitación para comer aquel mismo día.

En "Rojo y Negro" de Stendhal

04 diciembre 2007

La palabra "roble" en las literaturas

robles

Qué embriagador y espléndido es un día de verano en Ucrania!... ¡Qué languidez y qué bochorno el de sus horas cuando el mediodía fulge entre el silencio y el sopor, y el azul e inconmensurable océano, inclinado sobre la tierra como un dosel voluptuoso, parece dormir sumergido en ensueños mientras ciñe y estrecha a la hermosa con inmaterial abrazo! No hay una nube en el cielo, ni una voz en el campo. Todo parece estar muerto. Solo allá, en lo alto, en la inmensidad celeste, tiembla una alondra, cuyo canto argentino vuela por los peldaños del aire hasta la tierra amante, y resuena en la estepa el grito de una gaviota o el estridente reclamo de una codorniz. Indolentes y distraídos, como paseantes sin rumbo, álzanse los robles rozando las nubes, y el golpe cegador de los rayos solares prende pintorescos manojos de hojas, proyectando sobre algunas de ellas, a las que un fuerte viento salpica de oro una sombra oscura como la noche. Las esmeraldas, topacios y ágatas de los insectos del éter se derraman sobre los huertos multicolores que los girasoles circundan majestuosos. Los grises haces de heno y las doradas gavillas de trigo formadas en la estepa, vagan errantes por su inmensidad. Las amplias ramas de los cerezos, de los manzanos, de los ciruelos y de los perales, se vencen bajo el peso del fruto. Fluye el río, límpido espejo del cielo, en su verde y altivo marco... ¡Cuán pleno de sensualidad y de dulce dicha está el verano en Ucrania ! ...

en LA FERIA DE SOROCHINETZ por Nikolai V. Gogol

03 diciembre 2007

Los diciembre en otras historias inventadas








Mientras Macondo celebraba la reconquista de los recuerdos, José Arcadio Buendía y Melquíades le sacudieron el polvo a su vieja amistad. El gitano iba dispuesto a quedarse en el pueblo. Había estado en la muerte, en efecto, pero había regresado porque no pudo soportar la soledad. Repudiado por su tribu, desprovisto de toda facultad sobrenatural como castigo por su fidelidad a la vida, decidió refugiarse en aquel rincón del mundo todavía no descubierto por la muerte, dedicado a la explotación de un laboratorio de daguerrotipia. José Arcadio Buendía no había oído hablar nunca de ese invento. Pero cuando se vio a sí mismo y a toda su familia plasmados en una edad eterna sobre una lámina de metal tornasol, se quedó mudo de estupor. De esa época databa el oxidado daguerrotipo en el que apareció José Arcadio Buendía con el pelo erizado y ceniciento, el acartonado cuello de la camisa prendido con un botón de cobre, y una expresión de solemnidad asombrada, y que Úrsula describía muerta de risa como «un general asustado. En verdad, José Arcadio Buendía estaba asustado la diáfana mañana de diciembre en que le hicieron el daguerrotipo, porque pensaba que la gente se iba gastando poco a poco a medida que su imagen pasaba a las placas metálicas. Por una curiosa inversión de la costumbre, fue Úrsula quien le sacó aquella idea de la cabeza, como fue también ella quien olvidó sus antiguos resquemores y decidió que Melquíades se quedara viviendo en la casa, aunque nunca permitió que le hicieran un daguerrotipo porque (según sus propias palabras textuales) no quería quedar para burla de sus nietos. Aquella mañana vistió a los niños con sus ropas mejores, les empolvó la cara y les dio una cucharada de jarabe de tuétano a cada uno para que pudieran permanecer absolutamente inmóviles durante casi dos minutos frente a la aparatosa cámara de Melquíades. En el daguerrotipo familiar, el único que existió jamás, Aureliano apareció vestido de terciopelo negro, entre Amaranta y Rebeca. Tenía la misma languidez y la misma mirada clarividente que había de tener años más tarde frente al pelotón de fusilamiento. Pero aún no había sentido la premonición de su destino. Era un orfebre experto, estimado en toda la ciénaga por el preciosismo de su trabajo. En el taller que compartía con el disparatado laboratorio de Melquíades, apenas si se le oía respirar. Parecía refugiado en otro tiempo, mientras su padre y el gitano interpretaban a gritos las predicciones de Nostradamus, entre un estrépito de frascos y cubetas, y el desastre de los ácidos derramados y el bromuro de plata perdido por los codazos y traspiés que daban a cada instante. Aquella consagración al trabajo, el buen juicio con que administraba sus intereses, le habían permitido a Aureliano ganar en poco tiempo más dinero que Úrsula con su deliciosa fauna de caramelo, pero todo el mundo se extrañaba de que fuera ya un hombre hecho y derecho y no se le hubiera conocido mujer. En realidad no la había tenido.

En "Cien años de soledad" de Gabriel García Márquez

02 diciembre 2007

Magosto o para decir en Navidad

(Celébrase la fiesta algún día del primer tercio del mes de noviembre.) En la expectación de los días y al amor de las fiestas de la Navidad –al amor de las fiestas como al amor de un fuego de dulces y lentas llamas–, la idea sentimental de que alguna vez hubo una paz, de que hubo un mundo antiguo que conoció una paz humana, una paz de corazón y de mente –enraizada en razones del corazón, y en caritativos y emocionados movimientos de la inteligencia–, parece apoderarse de nosotros. Dos cosas hay, sin duda, que no se le pueden confiscar al hombre: la sombra y la nostalgia; la nostalgia de la Edad de Oro, tiempo en que el amor era la ley vivaz que regía el Cosmos. Don Quijote, con un puñado de bellotas en la mano, y hablando para pastores, lo dijo levantando la voz en la manchega noche: «¡Dichosa edad y siglos dichosos!»... Una ley vivaz, sí, y siempre de la parte de la humana soledad. Esa edad, sólo podría tener nostalgia del Paraíso. El pasado jueves, viniendo de Vigo a La Coruña, viajaba en el mismo vagón que yo una señora joven y hermosa, madre de seis hijos, que con el marido la acompañaban. El mayor, varón, de unos diez años; dos niñas, que me parecieron gemelas, de unos ocho; otras dos menores, también gemelas, como de cinco años, y finalmente un mamoncillo gracioso, de grandes ojos y rosado rostro, sobre año y medio de feliz edad. Gobernaba la madre aquel rebaño con tanta serena y gentil autoridad que pasmaba. Estaba atenta, lúcida, sonriente y fatigada por amor. El amor, ya lo dijo Shakespeare, se huele como un perfume; si los poetas tuvieran algún crédito en este tiempo, yo me hubiese acercado a aquella señora y le dijera que a mí también, como un regalo feliz de Pascuas, me había tocado algo del aroma de la rosa. Pero lo que me hubiese gustado decirle es de la lección de su autoridad, de esa humilde caricia con que ella a sí misma se perdonaba el ejercicio del materno mando... Quizás eran así los reyes paladines y mágicos, puros como fuente en que beban a la par el ciervo y la paloma, de la Edad de Oro.Quizás su diestra heroica, al regreso de la batalla –sólo hay dos guerras justas, en defensa de la pila bautismal, y por aguardar que el trigo sea segado en paz–, o viniendo de deshacer un entuerto, fuese así de liviana... Pero, ¿hubo alguna vez una paz? Añorarla, será como vivir del aroma de un vaso vacío. Yo, a aquella paz antigua, había pensado ponerle estas Navidades o unas canciones o la estampa de unas historias. Pero, sin duda, por caridad hacia mí mismo soledad primero. Las historias para decir por Navidad deben de ser historias por las que pase un ángel. O un ángel o una estrella. Y los versos como villancicos o lenta «quaderna vía», que son versos que andan los caminos como el hombre, con el andar del hombre. Podía contar la historia de aquel ángel que era menudico como una paloma, que se quedó así pasando por una corriente de aire frío, y tenía las alas azules y muy abiertas, como cola de paloma colipava, y viéndole tan menudo, lo puso Dios por custodio de los mirlos en las viñas de un príncipe iracundo que odiaba los negros cantores, y en ese quehacer estaba cuando nació en Belén el Niño, y no lo pudo resistir y allá se fue a adorarle, y se estuvo toda la noche diciendo aleluyas y subiendo y bajando por los ríos del aire, y cuando regresó a la guarda que le estaba encomendada, halló a todos mirlos degollados por el príncipe, tal y como Herodes degollaría poco después a los inocentes. (Ernesto Hello recordaba, aterrándose, que hubo un precio para la venida del Mesías: la degollación de los inocentes, y que hubo un precio para su muerte: treinta dineros, y añadía que en este misterio está la llave del rostro de este mundo, es decir, de la Historia). O también podía contarles de aquella estrella que el Señor mandó moler y luego entregó la harina a las gentes, y aquella harina era el primer fuego, que desde entonces habitó entre los hombres, y Dios se quedó con un puñadito de aquella harina para hacer, en día, la estrella que guiase a los Reyes Magos. Son historias que yo me cuento a mí mismo, y las parrafeo mucho, y aun invento palabras para que tengan, por el medio, como algo de música. Algo de música quisiera que tuviera también este decir, con el que quiero felicitaros las Pascuas: Primeiro foi o Anxo que falóu a María: nove meses de sono ata que véu o día. Pasóu a primaveira, e que ben frolecía. Pasóu tamén a sega, que moito pan había. Logo véu a vendima –i-o magosto dourado. I-o viño novo nas cuncas na adega foi catado. I-estando o outo cume de outo neve nevado, en Belem o noveno mese lle foi contado: nascéu dom Xesucristo, de todos é loubado. Música de la zanfoña para este decir, que como a maestro Gonzalo de Berceo el suyo, me valga, en esta Navidad, «el vaso de bom viño». En estos días se celebra la fiesta del magosto
Para decir en Navidad" por Álvaro Cunqueiro

Enriketa ve un fantasma