La historia muestra el juego de influencias entre la felicidad y la justicia. El viejo Platón ya se preocupó y se ocupó de las leyes «que harían a una ciudad feliz». Las primeras declaraciones americanas de independencia consideraban que la felicidad era una meta políticamente relevante. La Declaración de derechos del buen pueblo de Virginia (1776) afirmaba que los hombres tienen por naturaleza el derecho a «buscar y obtener la felicidad», y la Declaración de Independencia (1776) proclama que el fin del gobierno es «alcanzar la seguridad y la felicidad». En su artículo 13, la Constitución española de 1812 proclamaba: «El objeto del gobierno es la felicidad de la nación.» Y lo mismo dicen Constituciones recientes y culturalmente lejanas. La de Irán (1989): «La república islámica de Irán tiene como ideal la felicidad humana en toda sociedad humana.» La de Namibia (1990) consagra los «derechos del individuo a la vida, a la libertad y la felicidad.» Y la de Corea del Sur dice en su artículo 10: «A todos los ciudadanos se les garantiza la dignidad, y tendrán derecho a perseguir la felicidad.»
No creemos que sean expresiones retóricas, aunque lo parezcan. Delatan la energía que unifica nuestra vida privada y nuestra vida pública, asunto especialmente importante en un momento en que el nexo entre ambas se ha roto, y es necesario reedificar los puentes entre la ética política y la ética personal. La estructura de ese puente, que permite unir la orilla de lo privado y de lo público, es, precisamente, la felicidad.
de
José Antonio Marina
María de la Válgoma
LA LUCHA POR LA DIGNIDAD
Teoría de la felicidad política