REINALDO Novo era cazador de nutrias. Curtía las
pieles y las iba a vender a Lugo a un tal Yáñez. Pero teniendo nutria fresca la
comía asada, después de dejarla un par de días en adobo, con ajo, pimentón,
vinagre y laurel. Y en tazas de barro guardaba la grasa de la nutria, que era
remedio excelente para el reuma, y también servía para frotar con ella el pecho
de los catarrosos, y aun de los tísicos. Reinaldo, al tiempo que cazador de
nutrias, era meteorólogo y predecía en enero el tiempo para todo el año, por el
sistema tan conocido por muchos labriegos gallegos de as
sortes e resortes. La mayor satisfacción que podía dársele a Reinaldo
Novo, era mostrarle el Repertorio Zaragozano o el Gaiteiro de Lugo, con los temporales corregidos por las
predicciones de Reinaldo. Donde don Mariano del Castillo, en el Zaragozano,
decía lluvias, los parciales de Reinaldo tachaban y ponían soleado. Algunos le
llevaban cualquiera de estos almanaques, el Zaragozano
o el Gaiteiro, y por siete pesetas, con su clara y
grande letra, Reinaldo corregía. Un día en el que intentaba sujetar por la
cabeza, con una horquilla de madera una nutria que había caído en el cepo,
resbaló y la nutria lo mordió en una pantorrilla. Nunca más curó de los dientes
de la nutria. Andaba con la pierna vendada y secaba la mordedura de la nutria
con polvos de regaliz. Era pequeño, ancho, cerrado de barba, muy ligero, casi
felino de movimientos, y tenía el gesto de llevar la mano derecha al entrecejo
mientras miraba para ti con sus pequeños ojos negros. Cuando le preguntaban por
qué hacía ese gesto con la mano, respondía que lo había aprendido de los
cazadores del Canadá, a los que había visto en una película en un cine de La
Coruña.
Cuando ya andaba
por los cincuenta, descubrió que el lobo sabía que el rayo solía, en el monte,
buscar un árbol. Así que si había tormenta, el lobo salía a descampado y se
tumbaba pegado al suelo. Por eso, si en la sierra de la Corda alguna vez en sus
caminatas de cazador había encontrado zorros y jabalíes muertos por la chispa,
nunca había encontrado un lobo, como él decía «electrizado». Contaba que un día
de San Pedro, a las tres de la tarde, caminando hacia Montouto, vio un lobo
tumbado junto a una leira de centeno. Reinaldo se acercaba pero el lobo no se
movía. Reinaldo no llevaba escopeta, y pensó que quizás dándose cuenta de esto
el lobo, se dejaba estar. Era un hermoso día de sol, pero de pronto, Reinaldo
se dio cuenta de que surcaban bajas, aparecidas súbitamente, unas nubes negras,
que ya estaban encima mismo de él y del lobo, y surgían de ellas fulguras
terribles seguidas de espantosos truenos. Reinaldo contaba que el lobo hizo una
seña, y el cazador se tumbó panza abajo a su lado, y allí se dejó estar
golpeado por el granizo hasta que cesó la tormenta. Vuelta la calma, el lobo se
levantó y se fue. Reinaldo también se levantó e hizo con la mano derecha el
gesto de los cazadores del Canadá.
—Usted, don Álvaro,
—me decía—, lo cree o no lo cree, pero el lobo, antes de meterse en la fraga,
se subió a una peña y respondió con el mismo gesto, sólo que él lo hizo
levantando la mano izquierda. ¡Sería zurdo!
Álvaro Cunqueiro
Las historias gallegas
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