EL CABALLERO, LA MUERTE Y EL DIABLO
Antes de llegar a las ruinas del puente viejo, el río se parte en dos brazos: uno angosto y profundo y otro ancho y lodanero. Entre ambos, una lengua de arena negruzca y piedra rodada hace de isla. Cabe el pilar del puente que se asienta en ella vegeta un tejo, un solitario antiguo y rugoso, en cuyo tronco retorcido se abren grietas negras y húmedas. En abril le brotan hojas verdinegras, y en los meses de estío, bajo el entramado de su corona puntiaguda, se goza de una sombra fresca.
Paréceme que el tejo pasa ya de los mil años, a juzgar por la guinda que presenta. Entre sus raíces medran herbazas y pan del diablo, que forman, con los mazorros de espadaña colorada y las matas de cardosa, toda la flora de la isla. En invierno, cuando el río va creciendo, visitan la isla los busardos, que gustan de grandes y pausados vuelos y que por veces recuerdan los mascatos atlánticos, cuando se dejan caer desde las grises nubes a las oscuras aguas del Osar para tronzar con su pico de hierro la presa apetecida. A la isla le llaman la Salgueira. El puente lo quebraron los años, que se llevaron los arcos, ayudados de las riadas. Sólo quedaban, siendo yo rapaz, dos en extraño equilibrio y tres o cuatro muñones de pilares. Los viajeros que no querían bajar hasta Candás, cruzaban el río en la barca: una chalana remendada, despintada, sin nombre y que, no obstante, por ser la primera barca que vi sobre el agua, me parecía una hermosura. El barquero se pasaba las horas en la taberna de la Cruz; esperando viajes, la mano en el vaso, dormitaba siempre. Era un hombre a la vez melancólico y fantástico. Le llamaban Felipe de Amancia. De sus labios supe estas historias que hoy cuento. Hacíamos siesta juntos en la Salgueira, por los calores de agosto, a la sombra del tejo y al acuno del cantar del río.
Álvaro Cunqueiro
Flores del año mil y pico de ave
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