12 julio 2022

Cuando Abraham se llamaba Abram

Térah fabricaba y vendía ídolos de barro. Una vez tuvo que salir y dejó el taller al cuidado de su hijo Abraham.

Entró un anciano y pidió un ídolo.

—¿Cuántos años tiene? —le preguntó Abraham.

—Noventa y uno —contestó el anciano.

—Entonces, ¿cómo es que puede adorar una figurilla de barro que fue hecha hace tan sólo unas horas?

El anciano se marchó sin llevarse nada. Vinieron otros clientes. A todos Abraham les preguntaba la edad que tenían y cómo podían rendir culto a algo recién fabricado. Y todos se iban con las manos vacías.

Al caer la tarde acudió al taller una viejecita con una bolsa de harina, que puso delante de una de las figuras. Era demasiado pobre para poder comprarla y venía a adorarla al taller. Entonces, Abraham tuvo una idea. Cogió un hacha y rompió en pedazos todas las figuras, dejando sólo la más grande. Luego puso el hacha en manos de ésta y colocó la harina delante de ella.

—¡Qué desastre! —exclamó Térah a su regreso—. ¿Cómo ha ocurrido?

—Los ídolos se pelearon por la comida —explicó Abraham—. Éste, que es el más fuerte, rompió a los más pequeños para quedarse con la bolsa de harina.

—¡Mientes! —dijo Térah—. Lo has hecho tú. Estos ídolos son sólo figuras de barro; no se mueven, no tienen vida.

—Es cierto —replicó Abraham—. Pero en este caso, ¿por qué los adoras sin son simples cacharros?


Miguel Ángel Moreno

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