El Mundo es una fábula.
—Para el europeo que está metido en el fondo de una edad de pocas y dificilísimas comunicaciones, en un continente donde solo quienes viven cerca del mar conocen tierras extrañas y los cuentos que traen de sus viajes son sacos de increíbles mentiras que la gente está dispuesta a aceptar por la irresistible atracción del misterio, todo empezaba a ser extraordinario aun dentro del mismo viejo continente. La maravilla, eso sí, iba ensanchándose hacia fuera. De esta manera: en Serdeña hay una yerba que hace morir de risa (risa sardónica). En Ibiza no hay serpientes, y en la isla Colombina abundan. En Meroes no hay sombra y hay pozos de cien pies de fondo y siete de ancho donde el sol brilla al fondo. Scyla es la isla de los Cíclopes. Platón «un cler plein de grant pris», coloca cerca una isla más grande que Europa y África reunidas, que se hundió en el mar enfurecido: la isla perdida que fue a buscar San Bredán. En Irlanda, donde hay pájaros que nacen de los árboles y caen del pico cuando están maduros, como las frutas, existe un lugar —el Purgatorio— que arde al fuego como una parrilla; los pecadores no arrepentidos que van allá desaparecen de repente, y los que sufren en proporción a los pecados cometidos, cuando regresan ya no vuelven nunca a sonreír. En Thule los árboles son siempre verdes, lo mismo en verano que en invierno. En Bretaña, de la cima de un peñón, cuando brota agua, el viento se desata y la lluvia y los truenos y los elementos enfurecen. Allá hay hombres que llevan cola, que les cuelga del trasero. En el Monte San Bernardo, en los Alpes, hay mujeres a quienes les crece el mentón hasta los senos, y es ahí donde reside su belleza, y hay hermafroditas y hombres que nacen sin manos ni pies...
A medida que avanzan las comunicaciones, se disipan estas imágenes, pero la imaginación va situándolas en el mundo que está por reconocer, es decir: en la América presentida, que de 1492 en adelante quedará oscilando entre el descubrimiento y la exploración.
Los problemas que se imponían a la consideración del contemplador de la naturaleza eran de complejidad infinita. ¿Por qué la paloma alimenta los polluelos de otras aves? ¿Por qué el ruiseñor muere cantando? El cisne es blanco por fuera, negro por dentro. Los guijarros se van al fondo del agua o el aceite, pero quedan flotando sobre el azogue. Los rayos del sol ennegrecen la piel del hombre, y blanquean la ropa. El hierro hace saltar chispas del pedernal. La tierra, siendo pesada, se mantiene suspendida en el cielo sin base ni columnas que la sostengan...
Todas estas cosas que aparecen en el siglo XIII como imágenes inmortales de una tradición de siglos, Gautier de Metz las traslada a sus poemas interminables y ciento y tantos años más tarde las reverdece D'Ailly. Un siglo después las acoge Colón. La historia no termina ahí. La fábula sigue sirviendo de inspiración a las novelas de caballería que se publican furiosamente en España en cuanto empiezan a producirse los descubrimientos, y alientan a los conquistadores empujándolos a las más atrevidas exploraciones, como lo ha ilustrado estupendamente Irving Leonard en su obra Books of the Brave. Pierre d'Ailly queda como el hilo conductor de la fantasía, cuando se convierte en el motor que anima a Colón. Edmond Buros, que publicó en 1930 el texto íntegro del libro de D'Ailly, traduciéndolo del latín y reproduciendo las notas escritas al margen por Colón, dice: «D'Ailly, por sus enseñanzas tan sugestivas, ha sido el inspirador de Colón y debe considerarse como el padre espiritual de América.» A este padre nuestro que está por las nubes tenemos que recurrir para darnos cuenta de una América prefabricada a la manera occidental, conocida antes de que Colón la descubra. Colón es el producto natural de siglos encantados. Hasta hoy ha sido costumbre insistir en la carta de Paolo del Pozzo Toscanelli como el documento más importante en que se apoyó Colón para fundamentar su aventura. No es así. En realidad Toscanelli fue el pretexto que encontró Colón para sacar adelante las teorías del autor de Imago Mundi. D'Ailly ya traía citas de Aristóteles —«es pequeño el mar que separa a España del Oriente de la India» —; de Séneca «—«esa distancia puede ser franqueada en pocos días con viento favorable»—; de Plinio —«la navegación del golfo de Arabia a las columnas de Hércules se hace en poco tiempo...» Toscanelli, al decir que viajando hacia el occidente se llegará al oriente, no es sino el sabio contemporáneo de Colón que confirma todo esto, tanto que Harrise en su estudio sobre Toscanelli llega a decir que la carta del florentino muy bien ha podido ser un falso fácil de producir. D'Ailly, como más antiguo, es el puente imaginario que permite ir de las costas ibéricas a las islas del Japón poniendo un estribo en la Edad Media y otro en la Edad Moderna.
—Para el europeo que está metido en el fondo de una edad de pocas y dificilísimas comunicaciones, en un continente donde solo quienes viven cerca del mar conocen tierras extrañas y los cuentos que traen de sus viajes son sacos de increíbles mentiras que la gente está dispuesta a aceptar por la irresistible atracción del misterio, todo empezaba a ser extraordinario aun dentro del mismo viejo continente. La maravilla, eso sí, iba ensanchándose hacia fuera. De esta manera: en Serdeña hay una yerba que hace morir de risa (risa sardónica). En Ibiza no hay serpientes, y en la isla Colombina abundan. En Meroes no hay sombra y hay pozos de cien pies de fondo y siete de ancho donde el sol brilla al fondo. Scyla es la isla de los Cíclopes. Platón «un cler plein de grant pris», coloca cerca una isla más grande que Europa y África reunidas, que se hundió en el mar enfurecido: la isla perdida que fue a buscar San Bredán. En Irlanda, donde hay pájaros que nacen de los árboles y caen del pico cuando están maduros, como las frutas, existe un lugar —el Purgatorio— que arde al fuego como una parrilla; los pecadores no arrepentidos que van allá desaparecen de repente, y los que sufren en proporción a los pecados cometidos, cuando regresan ya no vuelven nunca a sonreír. En Thule los árboles son siempre verdes, lo mismo en verano que en invierno. En Bretaña, de la cima de un peñón, cuando brota agua, el viento se desata y la lluvia y los truenos y los elementos enfurecen. Allá hay hombres que llevan cola, que les cuelga del trasero. En el Monte San Bernardo, en los Alpes, hay mujeres a quienes les crece el mentón hasta los senos, y es ahí donde reside su belleza, y hay hermafroditas y hombres que nacen sin manos ni pies...
A medida que avanzan las comunicaciones, se disipan estas imágenes, pero la imaginación va situándolas en el mundo que está por reconocer, es decir: en la América presentida, que de 1492 en adelante quedará oscilando entre el descubrimiento y la exploración.
Los problemas que se imponían a la consideración del contemplador de la naturaleza eran de complejidad infinita. ¿Por qué la paloma alimenta los polluelos de otras aves? ¿Por qué el ruiseñor muere cantando? El cisne es blanco por fuera, negro por dentro. Los guijarros se van al fondo del agua o el aceite, pero quedan flotando sobre el azogue. Los rayos del sol ennegrecen la piel del hombre, y blanquean la ropa. El hierro hace saltar chispas del pedernal. La tierra, siendo pesada, se mantiene suspendida en el cielo sin base ni columnas que la sostengan...
Todas estas cosas que aparecen en el siglo XIII como imágenes inmortales de una tradición de siglos, Gautier de Metz las traslada a sus poemas interminables y ciento y tantos años más tarde las reverdece D'Ailly. Un siglo después las acoge Colón. La historia no termina ahí. La fábula sigue sirviendo de inspiración a las novelas de caballería que se publican furiosamente en España en cuanto empiezan a producirse los descubrimientos, y alientan a los conquistadores empujándolos a las más atrevidas exploraciones, como lo ha ilustrado estupendamente Irving Leonard en su obra Books of the Brave. Pierre d'Ailly queda como el hilo conductor de la fantasía, cuando se convierte en el motor que anima a Colón. Edmond Buros, que publicó en 1930 el texto íntegro del libro de D'Ailly, traduciéndolo del latín y reproduciendo las notas escritas al margen por Colón, dice: «D'Ailly, por sus enseñanzas tan sugestivas, ha sido el inspirador de Colón y debe considerarse como el padre espiritual de América.» A este padre nuestro que está por las nubes tenemos que recurrir para darnos cuenta de una América prefabricada a la manera occidental, conocida antes de que Colón la descubra. Colón es el producto natural de siglos encantados. Hasta hoy ha sido costumbre insistir en la carta de Paolo del Pozzo Toscanelli como el documento más importante en que se apoyó Colón para fundamentar su aventura. No es así. En realidad Toscanelli fue el pretexto que encontró Colón para sacar adelante las teorías del autor de Imago Mundi. D'Ailly ya traía citas de Aristóteles —«es pequeño el mar que separa a España del Oriente de la India» —; de Séneca «—«esa distancia puede ser franqueada en pocos días con viento favorable»—; de Plinio —«la navegación del golfo de Arabia a las columnas de Hércules se hace en poco tiempo...» Toscanelli, al decir que viajando hacia el occidente se llegará al oriente, no es sino el sabio contemporáneo de Colón que confirma todo esto, tanto que Harrise en su estudio sobre Toscanelli llega a decir que la carta del florentino muy bien ha podido ser un falso fácil de producir. D'Ailly, como más antiguo, es el puente imaginario que permite ir de las costas ibéricas a las islas del Japón poniendo un estribo en la Edad Media y otro en la Edad Moderna.
Publicado en la Revista de Occidente en abril de 1972
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