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07 marzo 2008

Imago Mundi. (9/9). Germán Arciniegas

La fábula regresa al Viejo Mundo.
—¿Cómo ocurrió el regreso a Europa de la fábula del paraíso? El más conmovedor ejemplo está en un libro enciclopédico escrito por uno de los más eruditos bibliófilos del XVII: Antonio López Pinelo. Se titula El Paraíso en el Nuevo Mundo, comentario Apologético, Historia Natural y Peregrina de las Indias Occidentales Islas de Tierra Firme del Mar Océano. León Pinelo, como Colón, era uno de aquellos espíritus misteriosos y laberíntico que viniendo de la entraña hebrea desbordan en manifestaciones propias de cristianos nuevos y hacen lo que aconseja la fe de quienes estrenan religión, siempre infinitamente más expresivo y declarado.
Habiendo nacido en Valladolid e hijo de un portugués, se consideraba peruano. Escribió en España casi la totalidad de su abundante obra, se regresó de Lima, donde había estudiado y habían muerto sus padres. Su abuelo paterno, judío portugués que comerciaba en la isla de Madeira, fue quemado vivo en Lisboa junto con su mujer. Sus padres se hicieron cristianos de múltiples devociones, ya fuera por precaución, ya por hacer más notoria su nueva fe, ya por convencerse a sí mismos del cambio que se habían impuesto. Eso sí, el santo temor a los frailes que administraban el sambenito y la vela verde, les aconsejó alejarse de España y Portugal, poner de por medio el Atlántico, y buscar hogar menos incierto en Lima, mirando al mar Pacífico. Con todo, para quien llevaba a cuestas la historia de unos padres quemados en Lisboa, había siempre mil ojos vigilantes que lo espiaban. «De 1605 a 1637 la Inquisición citó y procesó a Diego López (padre de Pinelo) acusándole por motivos nimios o ridículos, como tener un caballo llamado Pedro, haber bajado los ojos al alzarse la hostia o haber amarrado una mula de una cruz...» Todo esto fue disolviéndose en la notoria cristiandad de Diego López que terminó, ya viudo, de fraile. El hijo se hizo apasionado defensor de la Inmaculada Concepción de la Virgen, fue hundiéndose en la minuciosa lectura de los dos Testamentos, de los Santos Padres y de cuanto libro halló su infatigable diligencia, llegando a formarse la convicción beligerante de que el Paraíso Terrenal no estaba en ninguna región distinta de América. El Paraíso quedaría, según él, en Iquitos, sobre el Amazonas, en las idílicas mansiones verdes de eterna poesía... paradójicamente llamadas por los novelistas de nuestro tiempo el infierno verde. Los cuatro ríos de que antiguamente se habló —el Nilo, el Ganges, el Eufrates y el Tigris-— no eran los que brotaron de la fuente original, sino el Amazonas, el Plata, el Orinoco y el Magdalena. El paraíso no era cuadrado como lo dibujó el francés Jacques de Auzoles, sino un círculo de 160 leguas de diámetro...
Novecientas páginas de gran formato escribió León Pinelo para combatir las diecisiete hipótesis más autorizadas que colocaban el Edén en el cielo de la luna, en la región media del aire, en los montes más encumbrados, en el cielo, en Libia, en la India, en el mundo de los hiperbóreos, en las Molucas, en Ceylán, en Sarmacia, en Charan, en Siria, en el Campo Esledrón, en Palestina, en Damasco, en Canaán, en los Campos Elíseos o en las Islas Afortunadas... Para León Pinelo toda esta era una geografía fantástica, como en parte lo es para nosotros. Y argüía: ¿dónde una tierra más rica y más amena, más suavemente templada y deliciosa, que en la floresta mágica amazónica, de las orquídeas exóticas y las mariposas de anchas alas de nácar y esmeralda?
No hay que pensar en León Pinelo como un poeta desprendido de la realidad de su tiempo. Fue, con Solórzano Pereyra, el más cumplido compilador de las leyes en que se fundó la política indiana -—monumento extraordinario para la historia colonial-— y siendo íntimo de Lope de Vega sirvió a este amazónico poeta como enciclopedia viva para puntualizar todo lo que de América se vuelca en la obra del gran comediógrafo. Simplemente, como producto de una civilización, más que de una época, se movía en un mismo terreno en que la verdad y la fábula formaban la tierra firme.
Raúl Porras Barranechea, al exhumar el libro de León Pinelo da todas estas noticias y concluye: «Poseído de una especie de fiebre erudita y documental, Pinelo registra libros y papeles referentes a América; se enfrasca en la lectura de viejos infolios de geografía medieval y de cosmografía antigua, en latín, en griego, en hebreo; se inicia en la ciencia talmúdica y bíblica, devorándose seiscientos ochenta libros hebreos de una biblioteca rabínica en busca de una cita sobre el Paraíso Terrenal. Y para despejar cualquier duda teológica se sumerge en la lectura de los Padres de la Iglesia, de los exegetas de la Biblia y de los doctores de la Escolástica...»
Como ajuste de todo este trabajo preparatorio, Pinelo fue situando en América uno a uno los monstruos de la invención europea y, finalmente, sabiendo que el Perú era más rico que la India, que todo en las letras divinas y humanas llevaba a la conclusión de que en torno a Iquitos estaría el Edén, el Jardín de las Delicias, fabricó con estos elementos la tela encantada de su obra. Y no en vano. Porque América fantástica se levantaba ante los occidentales cansados de las injusticias de Europa, agobiada de miserias, como el continente de la esperanza. En América habrían de situarse todas las Utopías...

Germán Arciniegas. París

06 marzo 2008

Imago Mundi. (8/9). Germán Arciniegas

El Paraíso Terrenal,
—Pero vamos a lo importante: al paraíso. Monstruos humanos e inhumanos, bestias feroces, mares bravíos... podría haber en el mundo americano, pero quedaba al fondo el Edén, la maravilla deliciosa del paraíso terrenal. La idea de ese escenario en donde tuvieron sus primeras experiencias Adán y Eva, era universalmente aceptada. Quedaba por precisar el rincón escondido del planeta en donde situarlo. El cardenal D'Ailly no dudaba de su existencia, y Colón pensaba en él, como en las amazonas y en las riquezas infinitas de la India. Según el cardenal, en el paraíso o jardín de las delicias se hallaba la fuente de donde partían los cuatro ríos. San Isidoro, José Damasceno, Estrabón, y Herodoto el maestro de la historia, estaban de acuerdo en este lugar situado en ciertas regiones de Oriente, y puesto a gran distancia por tierra y mar del mundo hasta entonces habitado. Algunos lo suponían en un sitio tan elevado que llegaba a la esfera lunar, adonde no habían alcanzado las aguas del diluvio. Esta afirmación la reducía el cardenal a sus justos límites: no hay que entender que el paraíso llegue al círculo de la luna; se trata de una expresión hiperbólica que significa simplemente que su altura en relación con el nivel de la tierra baja, es incomparable y llega a las regiones del aire sereno que domina la atmósfera donde terminan las emanaciones y vapores que forman, como dijo Alejandro, un flujo y un reflujo hacia la luna. Las aguas que bajan de esta montaña forman un gran lago: se dice que su caída produce tal ruido que los habitantes de la región nacen sordos; el estruendo destruye en los niños el sentido del oído. Tal es a lo menos el testimonio de Basilio y Ambrosio. D'Ailly debió tomar estas noticias —según el moderno traductor francés— de una fuente inglesa: Bartolomé Anglicus. Los cuatro ríos serían el Nilo, el Ganges, el Tigris y el Eufrates. La palabra Oriente tomaba un nuevo sentido al pensar que en cada lugar el mundo tiene su oriente, y conviniendo con Toscanelli, el de la carta que exhibía Colón, en que navegando hacia el occidente se llega al oriente...
Pero para sorpresa del fidelísimo lector de Imago Mundi ¿qué descubrió Colón en las bocas del Orinoco? ¡Nada menos que el propio paraíso! Allí pudo admirar la maravilla del cerro que cualquiera puede aún ver en la isla de Margarita y que la gente llama de las Tetas de María Guevara, modelado como una perfecta escultura. En su crudo lenguaje poético, Colón describe el lugar de esta manera, pensando de paso corregir con sus experiencias lo que venía formando parte de la tradición erudita: «Grandes indicios son estos del Paraíso Terrenal, porque el sitio es conforme a la opinión de los santos y sanos teólogos, y rectifica a quienes han dicho que el mundo, tierra y agua, era esférico: hallé que no era redondo en la forma que escriben; es en forma de pera, o como quien tiene una pelota muy redonda, y en lugar de ella fuese como una teta de mujer, y questa parte deste pezón sea la más alta y más propincua al cielo...»
Lo que sigue a este encuentro del paraíso, es la conmovida aceptación de todo lo posible y lo imposible por los europeos, espectadores desde palco real del espectáculo que se iba desarrollando en el escenario del Nuevo Mundo. Lo dicen claramente las capitulaciones firmadas entre Alonso de Hojeda y los Reyes Católicos, cuando se disponía a hacer el viaje de reconocimiento de los jardines del mar, en la zona de Cubagua, la de las perlas que conmovieron a Colón y a Vespucci. Los reyes le hacen merced de cuanto hallare así sea «oro o plata o cobre o plomo o estaño o otro cualquier metal, e todas e cualquier joyas e piedras preciosas así como carbuncos e diamantes e rubíes e esmeraldas o valajes o otra cualquier manera o naturaleza de piedras preciosas, así como perlas e aljófar de cualquier manera o calidad que sean, asimismo monstruos, animales o aves de cualquier naturaleza o cualquier calidad o forma que sean, e todas e cualesquier serpientes o pescados que sean, e así mismo toda manera de especiería e droguería...»

05 marzo 2008

Imago Mundi. (7/9). Germán Arciniegas

La fábula camina por valles y montes, cruza mares y cordilleras, se abandona a las corrientes del tiempo. Los siglos, antes de destruirla, la agigantan. Las distancias no la borran: le dan nuevo, resplandeciente, colorido. El cuento de unas mujeres reinas de un territorio al cual los hombres solo tendrían acceso una vez al año, protegidas por el ardiente ímpetu de la agresividad femenina, es invención antiquísima. Herodoto habla de aquellas amazonas viricidas y Plutarco les señala un vasto territorio ruso encuadrado entre el Cáucaso y el Volga. Otros piensan que las amazonas estarían en los contornos del Báltico, en Suecia o en Finlandia. Francisco Támara las situaba en el África, en la Sierra Leona; Duarte López en Etiopía: la reina de las amazonas etíopes nunca conoce varón y es venerada como diosa. Hay la tradición de que a esa vida y costumbre las llevó la reina de Saba en tiempos de Salomón y que por la nobleza de este origen la protegen y ayudan los reyes comarcanos.
Sea lo que fuere de este apólogo que se diría inventado por un sindicato de maridos temblorosos frente al poder de sus mujeres, la Edad Media recogió estos inventos y los adornó con variaciones infinitas. Los ingleses aparecen en primer término poniendo a cocinar mil historias fantásticas en un libro del siglo VIII —Liber Monstruorum—. Luego viene la carta de fray Giovanni donde habla de la provincia Femmenie a donde los hombres solo pueden llegar una vez al año y que está gobernada por tres reinas. El cuento francés es más abierto. Está recogido con el nombre de Sidrac y dice que al campo de las amazonas los hombres van cuatro veces al año y entonces son los banquetes, los bailes y los ayuntamientos placenteros que duran ocho días. Luego, se van los hombres a esperar que venga la nueva estación. En el Mappemonde de Pierre —siglo XIII— las amazonas aparecen como las guerreras famosas que contribuyen con sus fuerzas al asalto de Troya. En su provincia, dice, hay dos castillos y sus tierras confinan con Hircania, nación rica en animales extraños. En los bosques hay grandes pájaros fosforescentes cuyas alas alumbran en la noche...
Caminando así la novela de los griegos, llega en 1440 a quedar bajo el prestigio del cardenal D'Ailly, que la traslada a su Imago Mundi, de donde la toma don Cristóbal Colón. Con la leyenda va él navegando en sus carabelas. Las amazonas, piensa, no han de estar ni en el África, ni en Escandinavia, sino en el Asia a donde se encamina. Llegando al Caribe, como un encantador, echa al viento la noticia, y en pos de las amazonas se mueven lo mismo adalides que soldados. No es cosa solo de españoles crédulos: la novela no es de España sino de toda Europa. Hombres de todas las naciones y lenguas, unos porque han leído el cuento, otros porque lo han oído, todos se mueven hacia la misma ilusión y aceptan ese capítulo de la geografía fantástica que principalmente ha llegado a España desde Francia. Los primeros convencidos son los italianos, con Colón a la cabeza. De Colón recibe el informe otro italiano, Pietro Mártir, que lo traslada en sus cartas al Papa, y así se difunde en el mundo latino. Otro italiano, Pigafetta, que acompaña al portugués Magallanes en la vuelta al mundo, dice que las amazonas están en la isla de Ocoloro, al sur de Java: las fecunda el viento. Giovanni Botero Benesi, en cambio, sabe que están en el gran río de América: «Caso che si tu guardi la propietá del vocabulo di Amazzone e favula, ma si tu guardi l'effeto che si attribuiva alle Amazzone che é combatere, non e mirabili in quei paesi...» Italia es el país ideal para hacerle coro a la noticia, y así no hay que sorprenderse si Ariosto lo hace en su Orlando Furioso...
Era Alemania el gran país de la magia. Los alemanes —los de los Welser y los Fugger-—», que entran en la gran aventura americana siguen la corriente fabulosa y la acrecientan. Federmann sale del Coro en Venezuela en busca de El Dorado, y en el camino se entera de que en la cuenca del Orinoco se encuentran amazonas y pigmeos. Al sur, en el Río de la Plata, Ulrich Schmidt, que se ha incorporado a los españoles que hacen el descubrimiento y conquista del Paraguay, recibe las mismas informaciones que su distante compañero Federmann.
Pasa el turno a los ingleses, que estaban muy bien preparados para aceptarlo todo desde el siglo VIII cuando se compuso para anglosajones el libro de los monstruos Liber Monstruorum, citado como antecedente a la carta de fray Giovanni. Además, entre sus viajeros está Sir John Mandeville que reverdece el mito amazónico. En todo caso, Sir Walter Raleigh lo acoge y uno de los capítulos fascinantes de su viaje a Guayana es el de estas mujeres del Orinoco.
Los grandes herederos de la fábula serán los portugueses en cuyo imperio americano la hoya del Amazonas forma la gran entraña verde del Sur. En las relaciones de quienes la exploran queda la esencia, el compendio, la suma del mundo mágico, y así las amazonas entran por derecho propio a las Lusíadas de Camoens.
Lo de los españoles es obvio por la amplitud que ha dado a sus conquistas la propia bula del Papa cuando les fijó el meridiano para que hicieran bajo su bandera toda la colonización hacia el occidente. Juan Díaz descubre en Yucatán el hogar de las famosas guerreras, de cuyas fortalezas tiene noticias, y el gobernador de Cuba, Diego Velásquez, al hacer las capitulaciones que ponen en manos de Hernán Cortés la conquista de México, en la cláusula pertinente dice: «Porque dizque hay gentes de orejas grandes y anchas y otras que tienen caras como de perro, buscadlas... y así mismo dónde y en qué parte están las amazonas que dicen los indios que vos lleváis...» Cortés, a su turno, siendo tan objetivo en sus cartas, escribe más tarde a Carlos V cómo ha tenido noticia por los indios de haber una isla toda poblada de mujeres, sin varón ninguno, y encomienda a su pariente Francisco Cortés explorar la tierra de las amazonas de que hablan las antiguas historias. Linda manera de hacer que los indios entren ahí mismo a participar en la fábula europea. Cristóbal de Olid por Ceguatán, y Nuño de Guzmán por Michoacán, van cada uno por su parte en busca de las amazonas mexicanas, tal como el hermano de Jiménez de Quesada, Hernán Pérez, lo hace en el Nuevo Reino de Granada. De Chile escribe Agustín de Zarate: «Los indios de Leuchogona dijeron a los españoles que hay entre dos ríos una gran provincia toda poblada de mujeres». En el Paraguay el encantado es Hernando de Rivera cuyas noticias recoge y transmite Alvar Núñez Cabeza de Vaca: «Hacia el noroeste habitan y tienen muy grandes pueblos unas mujeres que tienen mucho metal blanco y amarillo: los asientos y servicios de sus casas son todos de esos metales: su reina es una mujer... Cercana, está una nación de indios pigmeos.»
Para abreviar el relato, digamos que las amazonas que llevó a América la mente confusa y soñadora de Colón se convierten en algo que puebla el corazón de Sur América, se prolonga a Chile y el Río de la Plata, se dilata hasta el Perú, Nueva Granada, Venezuela y Guayana, y en la América del Norte deja el nombre de la reina de las Amazonas, California, clavado en una península, un mar, un golfo, y dos estados, en donde se unen los candores de mexicanos y yanquis de nuestro tiempo.
La leyenda torna a Europa. Se multiplica en los libros de Caballería —Las Sergas de Esplandián, Lisuarte de Grecia—, que edita el alemán Cromberg en Sevilla, y en los de Historia que editan los impresores flamencos en Amsterdam. Esos historiadores son lo mismo los que de veras han estado en América como Fernández de Oviedo, o los que jamás cruzaron el mar, como Antonio de Herrera o Solís. Y comienza a producirse el mestizaje de las magias. El inca Garcilaso de la Vega, mitad peruano, mitad español, se traslada a España para escribir sus Comentarios Reales y La Florida que contribuyen a difundir el cuento que camina de regreso. Con lo cual se afirma más, en pleno Renacimiento, la tradición de la magia medieval.
Tan a lo vivo se tomaba lo de las amazonas en España, que un agente de Carlos V escribía al emperador en 1533 para decirle que a los puertos de Santander y Laredo habían llegado sesenta naves con diez mil amazonas, atraídas por la fama de ser muy hombres los naturales de esas provincias. Venían a hacer generación, y pagaban por su trabajo, a cada garañón que las preñase, quince ducados por su trabajo... El hecho es que en Valladolid bajó por este motivo el precio de la carne...
Sobra decir de las bellezas de la geografía ilustrada que comenzó a difundirse entonces por Europa, con grabados tan hermosos como los de Bry, hechos en Francfort, y mapas de colores con escenas americanas que por mucho tiempo circularon recreando amazonas, antropófagos, gigantes y pigmeos...

04 marzo 2008

Imago Mundi. (6/9). Germán Arciniegas

¿Era habitable el hemisferio desconocido de la tierra? ¿Era posible la existencia de los antípodas? ¿Estaría reservado a un infierno terrestre el anverso del planeta? ¿Cristo, al afirmar que su palabra se extendía a todo el universo, pudo ignorar a los antípodas, en caso de que existieran? Una vez, en el siglo VIH, el arzobispo de Magencia informó al Papa Zacarías que había declarado hereje a un cierto obispo, de nombre Virgilio, que osaba sostener la existencia de los antípodas. El Papa escribió al arzobispo: «Si está probado que Virgilio sostiene que hay otro mundo y otros hombres bajo la tierra, otro sol, y otra luna, reunid un concilio, condenadlo, expulsadlo de la Iglesia después de haberlo despojado de su investidura sacerdotal...»
En realidad, solo el descubrimiento del Nuevo Mundo podía sacar de sus dudas al hombre europeo. San Agustín, pensando en la posibilidad de que la tierra fuera esférica, negaba la existencia de los antípodas, y su doctrina fue decisiva por siglos. En la parte dedicada a los Antípodas, la Enciclopedia de Diderot y D'Alambert, resume: «San Agustín, como aparece en el Capítulo IX del Libro XVI de La Ciudad de Dios, después de haber examinado si es cierto que haya Cíclopes, pigmeos y naciones que tengan la cabeza abajo y los pies en alto, pasa a la cuestión de los antípodas y se pregunta si la parte inferior de nuestra tierra es habitada. Comienza por convenir en la esferoicidad de la tierra, y en que haya una parte del globo diametralmente opuesta a esta que habitamos, pero niega que esté poblada, y las razones que trae no están mal para una época en que aún no se había descubierto el Nuevo Mundo...»
Mérito grande era el del cardenal D'Ailly cuando al comentar en 1400 la cuestión, decía: «No conviene detenerse en razones de la imaginación sino en hechos sacados de la experiencia y en teorías verosímiles...» Y ateniéndose a las verosímiles, aceptaba la posibilidad de los antípodas. Pero, ¿cómo serían aquellas criaturas?
Todas las especulaciones antiguas parten de la idea de una tierra tan pequeña que hoy nos parece planeta de bolsillo. Sin pensar en América ni en el Pacífico, Colón iba a buscar en ese globo diminuto el Japón, la India. Tanto que por su culpa quedamos llamándonos indios, y las Antillas Indias Occidentales, y la política de los reyes respecto de nosotros política indiana, y las leyes que se dictaron para nuestro beneficio Leyes de Indias. Los españoles que iban al Nuevo Mundo se convertían en indianos. Colón hablaba de las Indias Occidentales porque serían el extremo occidental de las Indias Orientales. Para saber cómo eran aquellas indias a donde se encaminaba, recogió todo lo que de monstruoso o idílico pintaban los autores, con sus miserias y riquezas, sus calores y sus fríos, sin singularidades y sus rasgos universales. Buen punto de partida para saber cómo fue formándose esta idea de nuestro posible otro mundo es la carta de fray Giovanni escrita desde su reino de la India en el siglo XI. Allí aparece la zoología fabulosa de camellos y lobos blancos, de leones negros, rojos o manchados, de pájaros enormes —los aleriones— que pueden llevar por los aires, en sus garras, un buey enorme para alimentar a sus polluelos que han calentado por cuarenta días y que cuando rompen la cáscara tienen tamaño de águilas. Cumplida, después de cuarenta años, la tarea de dejar estos críos, los aleriones vuelan hacia el mar seguidos de todas las aves del cielo, y se suicidan hundiéndose en las aguas. Las aves del cortejo tornan a cuidar de los polluelos...
En esa India está el ave fénix de plumas incombustibles, y los unicornios rojos, negros y blancos. El blanco -—ese que vemos en las tapicerías— era el más potente, tanto que atacaba a los leones y los vencía. Los esperaba escondido en la floresta. Al pasar el león le hundía, como un acero, el cuerno en las entrañas. Solo entonces, contaba fray Giovanni, se podía atrapar al unicornio mientras forcejeaba por sacar el cuerno de las entrañas del león.
Escribía fray Giovanni de los hombres cornudos y de los que tenían dos ojos, uno delante en la cara y otro atrás de la cabeza, y de los que comían carne humana. Según él, Alejandro de Macedonia colocaba a estas naciones, las de Gog y Magog, entre dos montes, con la ciudad de Orionda por capital. Esas naciones fueron las que anunció el profeta como avanzadas del Anticristo. El anuncio de que algún día saldrían a conquistar el mundo, hizo temer una catástrofe que conmovió el corazón de Rusia. El duelo inmediato era el que podría ocurrir entre la India de fray Giovanni —aliada con las naciones de Gog y Magog— y el reino de Israel. Fray Giovanni había firmado un tratado de paz que sostenía en realidad con su guarnición de tres mil caballeros, quinientos alabarderos, diez mil arqueros y treinta sargentos, más el temor que inspiraban las armas secretas: Gog y Magog. El rey de Israel había cedido, y pagaba un tributo anual de cien cargas de oro, plata y piedras preciosas, que le recogían los doscientos reyes y dos mil cuatrocientos príncipes vasallos. Por su tierra pasaban dos ríos del paraíso terrenal...
Las riquezas de la India eran incontables. El palacio de fray Giovanni fue la lámpara maravillosa que alumbró la noche medieval, enviando desde la remota India su claridad deslumbradora. «La mayor parte de los muros son de sardonia y cornalina. La cornalina, que recibe su nombre de la serpiente cerastis, tiene extrañas virtudes: denuncia a cualquier visitante que entre a palacio portando veneno. Las ventanas son de esmaltado cristal. Las mesas del comedor, de oro y amatista: los aparadores, de marfil. En una vasta sala donde tienen lugar las justas caballerescas, los muros son de ónix, piedra que da valor a los combatientes. De noche, el palacio se ilumina con lámparas alimentadas de bálsamo. En el dormitorio, de oro, ónix y piedras preciosas, con cuatro cornalinas para atemperar la ardiente virtud del ónix, el lecho es de zafiro, para guardar la castidad. Una vez al día se ofrece una comida a treinta mil personas, sin contar ujieres y sirvientes. La mesa es de esmeraldas, con aparadores de amatista, buena contra la ebriedad. Frente al palacio hay un campo para combates singulares. Los combatientes se enfrentan con mazas y escudos. Allí hay un espejo de maravillosa grandeza, al cual se llega por una escalinata de ciento veinticinco gradas de pórfido, serpentina y alabastro, de cristal, jaspe y sardonia, de amatista, ámbar y pantiera. Majestad: ignoraréis por qué yo me llamo fray Giovanni. He aquí el motivo: Muchos personajes de mi corte gozan de grandes honores de la Iglesia. Mi senescal es rey y primado; mi bodeguero, arzobispo y rey; mi chamberlán, obispo y rey... Por humildad, yo me contento con decirme fray. Mis dominios se extienden por tierras que, atravesadas en línea recta, se gastaría cuatro meses en pasarlas... Para que tengáis una idea de mis señoríos, contad las estrellas del cielo, o las arenas del mar... Tengo otro palacio más grande, que mi padre hizo construir para mí cuando supo que iba a nacer. Una voz le dijo que Dios le haría la gracia de que quien entrara en él no sentiría hambre ni frío, ni enfermaría, ni experimentaría malestar alguno. Quien pasara sus umbrales sanaría...»
¿A dónde podían llevar estos delirios, con los cuales la imaginación europea entraba a competir con Las mil y una noches? La respuesta es obvia: al paraíso. Al paraíso que finalmente Colón creyó descubrir en las Antillas.

03 marzo 2008

Imago Mundi. (5/9). Germán Arciniegas

La Tierra es como un huevo. El huevo de Colón.
—Al Colón que sostiene en la mano la esfera de los siete cielos hay que colocarlo al fondo para contemplar al que le sigue: el de la esfera de la Tierra, mirándola con su insomne pupila medieval. ¿Cómo era entonces el planeta? En el Mappemonde de Pierre -—1217— está muy bien descrita: «El mundo es como un huevo en donde aparecen concéntricamente la cáscara, la clara, la yema, y una gota grasosa, germen de donde nacen los pollos. Así el cielo encierra al mundo dentro de su cáscara, y contiene primero el firmamento estrellado (la clara), luego el aire (la yema), y por último el germen (la tierra).» La idea la desarrolla doscientos cincuenta años más tarde el cardenal D'Ailly, para uso de Colones: «Los filósofos colocan la esfera del fuego debajo de la luna: es allí donde el fuego es más puro. Es invisible a causa de su gran sutileza. Así como el agua es más limpia que la tierra, y el aire más limpio que el agua, el fuego es más sutil y claro que el aire y el cielo más sutil o más claro que el fuego, con excepción de las estrellas que son las partes más densas. Por esto las estrellas son lúcidas y visibles... Luego tenemos la esfera del aire que rodea el agua y la tierra. Comprende tres zonas: la una —la suprema que confina con el fuego— donde no hay ni vientos, ni lluvias, ni rayos, ni fenómenos semejantes. Se piensa que ciertas montañas como el Olimpo llegan a esa zona, y según Aristóteles es allí donde se forman los cometas. Además, la esfera del Fuego, como la zona más alta del aire y los cometas que en ella se forman, hace su revolución en el mismo sentido que el cielo, es decir: de oriente a occidente...
»Luego viene la zona media donde se forman las nubes y los diversos fenómenos meteorológicos, porque es una zona perpetuamente fría.
»En seguida, la zona inferior en que habitan las aves. Y por último, la tierra y el agua. Porque el agua no rodea toda la tierra, sino que deja una parte descubierta para que en ella vivan los animales. Hay una parte de la tierra que es menos pesada que otra: la que por ser más alta se aleja más del centro del planeta. El resto, fuera de las islas, está todo cubierto de agua, según la opinión de los filósofos. La tierra, como elemento más pesado, se encuentra al centro del mundo, y constituye en efecto el centro de la Tierra o gravedad. Según otros autores el centro de gravedad de la tierra y el agua es el centro mismo del globo.
»Aunque la tierra esté modelada con montañas y valles, causa de su imperfecta redondez, se la puede considerar como redonda, lo cual explica que los eclipses de luna causados por la sombra proyectada por la tierra aparezcan como redondos. Por esto decimos que la tierra es redonda: su forma es casi redonda...»
Algo salta a la vista de esta página: el triunfo de la poesía. Una poesía que lo invade todo: la astronomía, la geografía, la filosofía, la Summa.
Germán Arciniegas publicó este artículo en la 'Revista de Occidente' en Abril de 1972

02 marzo 2008

Imago Mundi. (4/9). Germán Arciniegas

Pedro Alliaco, un personaje.
—Sobre Pierre d'Ailly habría mucho que decir y queda por escribir la bio­grafía de este caballero enciclopédico que, se ha dicho, se anticipó a Descartes como filósofo en la teoría del conocimiento. Para él el conocimiento de nosotros mismos es más seguro que la percepción de los objetos exteriores. «No podría equivocarme afirmando que yo existo, en tanto que en la creencia de la existencia de los objetos exteriores podría haber error...» Político, polemista, teólogo, profesor, fue canciller de la Sorbona y de Notre Dame, tesorero de la Saint Chapelle, con­fesor del rey. El rey le escogió para que fuera a entre­vistarse con el Papa Luna —es decir: el antipapa Benedicto XIII— y pedirle la renuncia como punto de partida para lograr la unidad de la Iglesia, unidad en que pocos estaban tan empeñados como D'Ailly, y exigían lo mismo la Universidad de París que el clero de Francia. Pierre d'Ailly fue a Aviñón, y en vez de tornar con la renuncia, lo que trajo fue el nombra­miento que Luna le hizo para Arzobispo de Cambray, uno de los más lucrativos de Francia. D'Ailly tuvo que apoderarse del cargo con las armas en la mano, porque ni esa era la voluntad del otro Papa, ni la del imperio, y para llegar a Cambray, D'Ailly tuvo que escapar a las tropas que para impedírselo comandaba el duque de Borgoña.
Lo propio ocurrió cuando el mismo rey le envió a convencer a Clemente VII, el antipapa de Roma, para sacarle la misma renuncia. Bonifacio siguió inmutable, pero D'Ailly tornó más rico. Bonifacio Ferrer dejó este juicio: «Para hacer callar a este dragón que vomi­taba llamas (D'Ailly) Clemente VII le había dado un grueso beneficio: el bocado fue tan grande que se le atragantó en el gaznate.» Y fue cierto. Hasta la muerte de Clemente, D'Ailly guardó el más cuidadoso silencio. Era mala educación hablar con la boca llena.
Por último, cuando ya no había dos papas sino tres —momento culminante del cisma de Occidente— D'Ailly va otra vez a Roma a pedir a Juan XXIII la renuncia. Tres grandes le acompañan. Regresan todos de tan delicada misión dejando a Juan en el solio, y ellos hechos cardenales. Por eso hablamos hoy del cardenal Pierre d'Ailly. Esta distinción —eso sí— no impidió a D'Ailly figurar más tarde entre los adver­sarios que al fin destituyeron a Juan XXIII, poniendo en vigor la vieja doctrina de D'Ailly de que el poder de los concilios está por encima del que tengan los papas, meros administradores de la Iglesia.
Publicado en la 'Revista de Occidente' en abril de 1973 por Germán Arciniegas

01 marzo 2008

Imago Mundi. (3/9). Germán Arciniegas

El Mundo es una fábula.
—Para el europeo que está metido en el fondo de una edad de pocas y dificilísimas comunicaciones, en un continente donde solo quienes viven cerca del mar conocen tierras extrañas y los cuentos que traen de sus viajes son sacos de increíbles mentiras que la gente está dispuesta a aceptar por la irresistible atracción del misterio, todo empezaba a ser extraordinario aun dentro del mismo viejo continente. La maravilla, eso sí, iba ensanchándose hacia fuera. De esta manera: en Serdeña hay una yerba que hace morir de risa (risa sardónica). En Ibiza no hay serpientes, y en la isla Colombina abundan. En Meroes no hay sombra y hay pozos de cien pies de fondo y siete de ancho donde el sol brilla al fondo. Scyla es la isla de los Cíclopes. Platón «un cler plein de grant pris», coloca cerca una isla más grande que Europa y África reunidas, que se hundió en el mar enfurecido: la isla perdida que fue a buscar San Bredán. En Irlanda, donde hay pájaros que nacen de los árboles y caen del pico cuando están maduros, como las frutas, existe un lugar —el Purgatorio— que arde al fuego como una parrilla; los pecadores no arrepentidos que van allá desaparecen de repente, y los que sufren en proporción a los pecados cometidos, cuando regresan ya no vuelven nunca a sonreír. En Thule los árboles son siempre verdes, lo mismo en verano que en invierno. En Bretaña, de la cima de un peñón, cuando brota agua, el viento se desata y la lluvia y los truenos y los elementos enfurecen. Allá hay hombres que llevan cola, que les cuelga del trasero. En el Monte San Bernardo, en los Alpes, hay mujeres a quienes les crece el mentón hasta los senos, y es ahí donde reside su belleza, y hay hermafroditas y hombres que nacen sin manos ni pies...
A medida que avanzan las comunicaciones, se disipan estas imágenes, pero la imaginación va situándolas en el mundo que está por reconocer, es decir: en la América presentida, que de 1492 en adelante quedará oscilando entre el descubrimiento y la exploración.
Los problemas que se imponían a la consideración del contemplador de la naturaleza eran de complejidad infinita. ¿Por qué la paloma alimenta los polluelos de otras aves? ¿Por qué el ruiseñor muere cantando? El cisne es blanco por fuera, negro por dentro. Los guijarros se van al fondo del agua o el aceite, pero quedan flotando sobre el azogue. Los rayos del sol ennegrecen la piel del hombre, y blanquean la ropa. El hierro hace saltar chispas del pedernal. La tierra, siendo pesada, se mantiene suspendida en el cielo sin base ni columnas que la sostengan...
Todas estas cosas que aparecen en el siglo XIII como imágenes inmortales de una tradición de siglos, Gautier de Metz las traslada a sus poemas interminables y ciento y tantos años más tarde las reverdece D'Ailly. Un siglo después las acoge Colón. La historia no termina ahí. La fábula sigue sirviendo de inspiración a las novelas de caballería que se publican furiosamente en España en cuanto empiezan a producirse los descubrimientos, y alientan a los conquistadores empujándolos a las más atrevidas exploraciones, como lo ha ilustrado estupendamente Irving Leonard en su obra Books of the Brave. Pierre d'Ailly queda como el hilo conductor de la fantasía, cuando se convierte en el motor que anima a Colón. Edmond Buros, que publicó en 1930 el texto íntegro del libro de D'Ailly, traduciéndolo del latín y reproduciendo las notas escritas al margen por Colón, dice: «D'Ailly, por sus enseñanzas tan sugestivas, ha sido el inspirador de Colón y debe considerarse como el padre espiritual de América.» A este padre nuestro que está por las nubes tenemos que recurrir para darnos cuenta de una América prefabricada a la manera occidental, conocida antes de que Colón la descubra. Colón es el producto natural de siglos encantados. Hasta hoy ha sido costumbre insistir en la carta de Paolo del Pozzo Toscanelli como el documento más importante en que se apoyó Colón para fundamentar su aventura. No es así. En realidad Toscanelli fue el pretexto que encontró Colón para sacar adelante las teorías del autor de Imago Mundi. D'Ailly ya traía citas de Aristóteles —«es pequeño el mar que separa a España del Oriente de la India» —; de Séneca «—«esa distancia puede ser franqueada en pocos días con viento favorable»—; de Plinio —«la navegación del golfo de Arabia a las columnas de Hércules se hace en poco tiempo...» Toscanelli, al decir que viajando hacia el occidente se llegará al oriente, no es sino el sabio contemporáneo de Colón que confirma todo esto, tanto que Harrise en su estudio sobre Toscanelli llega a decir que la carta del florentino muy bien ha podido ser un falso fácil de producir. D'Ailly, como más antiguo, es el puente imaginario que permite ir de las costas ibéricas a las islas del Japón poniendo un estribo en la Edad Media y otro en la Edad Moderna.

Publicado en la Revista de Occidente en abril de 1972

29 febrero 2008

Imago Mundi. (2/9). Germán Arciniegas

Colón y La esfera encantada.
—Los libros que Colón conoce —tres o cuatro fuera de las Sagradas Escrituras y textos fragmentarios de los Santos Padres— le llenan la cabeza con el desdoblamiento maravilloso de la gran novela mágica europea. Mira al otro mundo a través de ese espejismo. Aun los viajeros que de veras han explorado el Asia —sobre todo Marco Polo— hablan de provincias de Oriente pobladas de una fauna, una flora, un reino mineral que luego reproducen los Bestiarios, las Florestas y Jardines en donde habita el unicornio, los Lapidarios. Ni hablemos de los exploradores legendarios —Juan de Mandeville, Fray Giovanni— cuyos escritos están circulando desde hace cientos de años por cortes, monasterios, universidades... De todos esos libros, el que más golpea en la curiosidad de Colón, el que descubre su curiosidad naciente es un cierto Imago Mundi, del cardenal Pierre d'Ailly, conocido mejor como Pedro Alliaco, así latinizado y castellanizado por el fraile y el almirante (Las Casas y Colón), según el estilo español.
En su ejemplar de Imago Mundi, Colón escribió, de su puño y letra, en las márgenes, 898 notas. Hay páginas en que el texto queda ahogado por este contexto. El no discute en las notas lo que escribe el cardenal «—rarísima vez lo hace—, sino que lo subraya. Pone de testigo al cardenal para fundamentar sus proyectos. D'Ailly es el mago que le da la mano y empuja a la aventura. Lo hermoso es encontrarse con un Colón que antes del gran viaje se nos presenta como un pensador, sentado sobre la piedra filosofal, y en la mano una esfera transparente que observa hipnotizado. No es precisamente la de la tierra, cuya circunferencia va a seguir. La esfera que contempla es la varias veces celestial que D'Ailly ha tomado de los sabios anteriores. En los libros más antiguos aparece dibujada como siete esferas metidas —pensemos en un juguete chino— una dentro de otra. Son esferas transparentes de colores que corresponden a los siete cielos, bóvedas en que se mueven la luna, los planetas, el sol, las estrellas. Colón mira en la esfera su destino y crece en él un poder divino, fuera de la razón, sobrenatural. El poder que algún día le permitirá codearse con reyes y reinas, y —¿por qué no?— dialogar con el Creador del universo, con el Padre Eterno.
D'Ailly es un personaje de cien años atrás. Político y universitario, combatió la magia como filósofo de la nueva ola, y al propio tiempo la buscó. Libró la primera gran batalla por la reforma del calendario —hubiera podido recordarse hoy tanto como al papa Gregorio— y salió a la palestra en defensa del dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen. Razonaba y soñaba. Sacaría, a lo mejor, mayor certeza de sueños que de raciocinios. A Colón estas cualidades —si las supo— le arrobarían. Colón era el conquistador conquistado. Con la esfera en la mano asistía al descubrimiento de sí mismo y de las potencias que iban a ser instrumento formidable de su propia ambición. Había en él una mezcla de incontenible deseo de riquezas y honores, y de fantasía desatada, como hubo en D'Ailly el acaparador de riquezas, y el soñador que rompía lanzas por la unidad de la iglesia, el idealista que preconizaba el poder democrático de los concilios enfrentándolo a la autoridad monárquica del papa.
En una página de Imago Mundi presenta D'Ailly su esfera con este comentario: «En esta figura solo se reproducen las nueve esferas celestes que conforman hoy las teorías de los astrólogos. Aristóteles solo admitió ocho. Saturno, naturalmente frío, tiene efectos sobre las sequías. Su esfera es blanca y su influencia maligna. Júpiter es cálido y húmedo: su esfera clara y pura atempera el carácter maligno de Saturno. Marte, cálido y seco, es a la vez ígneo y radiante: esfera nociva y de influencia belicosa. El Sol es cálido y luminoso: en su esfera se opera la variedad de las estaciones: ilumina las estrellas. Es de un volumen superior a cada una de ellas. La esfera de Venus es cálida y húmeda. Venus es por sí misma el más resplandeciente de los astros y acompaña siempre al Sol: si le precede es lucífera; si le sigue, véspera. Mercurio es radiante y gravita siempre con el Sol llevándole una distancia constante de XXVII grados: por esto rara vez es visible. La Luna es húmeda y fría y madre de las aguas. Iluminada por el Sol, alumbra de noche. Los astrólogos atribuyen propiedades e influencias diversas y múltiples a dichos signos y divisiones del zoodiaco, propiedades que no hay que admitir con fe demasiado crédula, ni rechazar con incredulidad excesiva...»
Esta Imagen del Mundo que cae en manos de Colón es una de las muchas que se han escrito y dibujado, de siglos atrás, y en ningún caso la más célebre. Pero a distancia de las anteriores, tiene ya una como temblorosa aproximación al Renacimiento que comienza su alborada. D'Ailly está en el punto mismo en que no hay que tener una fe demasiado crédula, ni una incredulidad excesiva. Con esta circunstancia: su ciencia, que viene de muy atrás —como cualquier resumen que se haga en ese momento-— tiene que partir del tiempo mágico, donde se dan la mano astrónomos y astrólogos. Una Imago Mundi mucho más antigua que la suya, es la de Gautier de Metz —siglo XIII—. Arthur Piaget publicó no hace mucho este olvidado texto, y al hacerlo lo presentó diciendo: «En las vastas enciclopedias que aparecen en el siglo XIII se encuentran Bestiarios y Lapidarios y otras obras con títulos como estos: Imagen del Mundo, Mapamundi, Espejo del Mundo, Pequeña Filosofía, Luz de los Laicos, Naturaleza de las Cosas, Propiedades de las Cosas. Estas obras, en latín o en francés, en verso o en prosa, teológicas, filosóficas, geográficas, son en lo general compilaciones sin originalidad, cuyos materiales se han tomado a diestra y siniestra de autores sagrados y profanos -—Aristóteles, Plinio, Solín, Isidoro de Sevilla, Honorio de Autin— o del Antiguo y el Nuevo Testamento, de los Padres de la Iglesia, de los fisiólogos Paladio, Isaac, Jacques Vitry... De la Imago Mundi, de Gautier de Metz, tenemos dos redacciones, una de siete mil versos de 1245, y otra revisada y aumentada con cosa de cuatro mil versos, de 1247...»


Publicado en la Revista de Occidente en abril de 1972

28 febrero 2008

Imago Mundi. (1/9). Germán Arciniegas

CUANDO Colón enrumba sus tres carabelas hacia occidente no va a lo absolutamente desconocido. Se mueve hacia una realidad mágica, se encamina al encuentro de un continente ya ocupado. Son tierras conquistadas y pobladas por la fábula. El hombre medieval cree más en lo misteriosamente elaborado que en lo inmediato y tangible. Los gigantes y pigmeos que se mueven en la selva de los cuentos tienen la misma existencia para sabios e ignorantes que el prójimo con que se codean a diario en el mercado, en la iglesia, en los caminos estrechos que salen del burgo a la campaña. En islas o en la tierra firme del otro hemisferio han de existir cíclopes, hombres cara de perro cuyo espinazo termina en un rabo largo y peludo, amazonas de un solo pecho. Se sabe que allá hay más oro y piedras preciosas que en ningún otro lugar de la tierra. La Europa de 15oo sigue siendo una novela, como novela y no otra cosa fue la de cinco siglos atrás. Sus filósofos, teólogos, poetas, geógrafos, astrólogos, místicos, brujos, y el fraile predicador y el escudero y el peón y la doncella y el barbero y el ama y la ventera y el príncipe y la princesa no se han mirado sino en espejos adivinos. Quienes adoctrinan y enseñan, se mueven con linternas mágicas proyectando imágenes vivas del infierno o el paraíso, a todo color. Vitrales. Hacen periodismo, reportajes, historias, que todo el mundo acepta, romanceros que todos repiten. Las figuras más insignes del Renacimiento no inician un viaje, no comienzan la construcción de un palacio, no emprenden, no actúan sin consultar a su astrólogo de cabecera. De los libros —sobre todo de poesía, en un tiempo en que la poesía está en el aire y todo lo encanta y embellece o ensombrece— sale desbordante muchedumbre de fantasmas, encaminados a rellenar los vacíos del hemisferio que nadie ha visitado, pero que existe como escenario de la gran comedia imaginaria. Todo conspira a que la nueva historia, la que comienza en 1492, sea epopeya fabulosa. Europa está encantada de tiempo atrás, y lo sigue siendo. Ha inventado ya, para su gran desahogo, el Asia legendaria. Asia de monstruos estupendos y seres híbridos en que hay que creer como en los santos o en los diablos. Así lo habían hecho los precursores: los griegos. El medieval les sigue, les imita, con todas las complicaciones de su oscuro laberinto iluminado. ¿Quién, pues, es el valiente, quién ha nacido tan incrédulo y atrevido que logre sustraerse a esta presión del ambiente embrujado, que por otra parte fascina?
Publicado en la Revista de Occidente en abril de 1972

22 de noviembre

  Deirdre frunció el entrecejo. —No al «Traiga y Compre» de Nochebuena —dijo—. Fue al anterior… al de la Fiesta de la Cosecha. —La Fiesta de...