19 marzo 2008

El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead (6)

La pelea se había olvidado a la mañana siguiente, pero el hecho de que la venta hubiera podido tener lugar, el hecho de que Lennon hubiera podido separar aquellas familias que habían estado viviendo juntas durante tantos años y de que pocos hubieran pensado que era una cosa cruel e inhumana fue para Darwin algo monstruoso y desagradable. No se sintió tranquilo ni cuando, a la mañana siguiente, toda la comunidad se reunió en el cuadrángulo para rezar las oraciones y el cántico de los himnos. Las voces de los negros se elevaron dulcemente en el aire mati­nal y Lennon bendijo a todos antes de que salieran para el trabajo.
Darwin había sentido siempre un profundo aborrecimiento por la esclavitud; en Inglaterra sus parientes, los Wedgwood, se contaron entre los primeros que lanzaron una campaña contra ella, y estaba todavía cavilando sobre lo que había visto y sobre la crueldad y la hipocresía con que se cubría todo aquello, cuando volvió a Río de Janeiro. Le hervía la sangre y hacía temblar su corazón la idea de que ingleses y norte­americanos se vieran envueltos en el tráfico de esclavos. Le habló de ello a FitzRoy un día, cuando estuvieron a bordo del Beagle. Los puntos de vista de FitzRoy sobre la esclavitud eran los que podían haberse esperado de él; sin aprobarla de manera explícita, pensaba que había muchas cosas que hablaban en su favor. Era un sistema antiguo, tan viejo incluso como la Biblia, y no podía desmontarse rápidamente y sobre todo por gentes idealistas de mente liberal que nunca habían tenido la respon­sabilidad de hallarse al frente de una gran plantación. Cuando Darwin comenzó a contar sus aventuras, FitzRoy le escuchó al principio con calma. Le dijo que también él había hecho una visita a una plantación mientras Darwin había estado ausente y que había encontrado esclavos viviendo en condiciones tan buenas como las de los campesinos de Inglaterra. El dueño de la plantación había llamado incluso a algunos de los hombres y FitzRoy personalmente les había preguntado si se sentían des­dichados por ser esclavos y querían emanciparse. Todos ha­bían contestado que no.
Darwin estaba demasiado enfadado para ser prudente. ¿Qué otra respuesta podían haber dado delante de su amo? El tono de su voz y su sonrisa de desprecio enfurecieron a Fitz­Roy. Si Darwin dudaba de sus palabras, dijo, sería preferible que saliera del camarote; era imposible que siguieran convi­viendo ni un momento más. Darwin dijo que aún haría algo por su cuenta: se marcharía del barco inmediatamente. Y con estas palabras se fue del camarote.
Nadie se mostró dispuesto a ponerse al lado de FitzRoy en este asunto. En cuanto oyeron hablar de la pelea, los otros oficiales fueron a ver a Darwin y le dijeron que si quería trasla­dar sus bártulos a los camarotes de ellos, sería recibido con los brazos abiertos. Mientras tanto, FitzRoy había enviado en busca de Wickham y estuvo desahogándose hablando mal de Darwin y de todo lo que Darwin representaba. Pero poco a poco se fue calmando, y como sucedía siempre con aquella naturaleza tensa y demasiado exigente consigo misma, empezó a asediarle el remordimiento. Había ido demasiado lejos. Tal vez se había equivocado. Posiblemente había herido los senti­mientos de Darwin. Deseaba que Darwin volviera con él. Al oír decir esto, Wickham subió a cubierta: El capitán deseaba ofrecer sus excusas al señor Darwin y le rogaba que volviera a su camarote. Darwin se mostró propicio. Después de todo, lo importante de aquel viaje era la gran aventura. Para entonces había conseguido ya montar un trabajo ente­ramente por su cuenta y aquello era más importante que cual­quier pelea personal. Quizá fuera una suerte, después de todo, que en los próximos meses tuvieran que separarse; mientras FitzRoy iba al Norte hacia Bahía con el Beagle para proseguir sus mediciones de la costa, Darwin seguiría en tierra en Río de Janeiro con Augustus Earle y el guardiamarina King.
Darwin disfrutó muchísimo durante su estancia. «Nunca he creído tener más suerte que con el retorno del Beagle a Bahía», escribió a su hermana Catherine. Los tres hombres compartían un hotelito muy agradable que solo les costaba, incluidos el alquiler y la comida, veintidós chelines a la semana, añadía Darwin con satisfacción, y estaba aumentando su colección de ejemplares, de arañas, mariposas, pájaros y conchas marinas, con el propósito de enviárselo todo a Henslow. Se puede tener una ligera idea de la meticulosa labor que requería aquel envío por una carta que Henslow escribió a Darwin al recibir en Cambridge la primera caja, unos seis meses más tarde. «Creo que ha hecho usted maravillas», decía; pero le animaba a usar más papel y menos relleno. Un magnífico cangrejo había per­dido todas las patas, un pájaro había llegado con las plumas de la cola dobladas, dos ratones habían llegado pulverizados... Los pequeños insectos eran los que llegaron en mejores condi­ciones, pero quizá fuese peligroso para sus antenas y sus patas envolverlos en algodón. Debió de ser una verdadera prueba para Darwin tener que aguardar tanto tiempo para recibir noticias de sus preciosas cajas. En una ocasión la carta de acuse de recibo tardó en llegar siete meses, con lo que hacía ya un año o más desde que el paquete fue enviado.
Cuando el Beagle volvió, trajo la triste noticia de que Charles Munsters, que era hijo de un amigo de FitzRoy y una de las personas más queridas a bordo, había muerto a causa de las fiebres. El ánimo de todos estaba muy bajo y deseaban salir cuanto antes hacia la nueva etapa del viaje, aunque Darwin no estaba ya muy entusiasmado con las largas estancias en el mar. No obstante, muy pronto se lanzaron otra vez al océano, hacia el sur del continente, hacia las regiones virtualmente desconocidas por la Patagonia y la Tierra del Fuego. «Deseo ardientemente poner el pie allí en donde ningún hombre lo ha puesto antes», escribía Darwin.
Darwin se mareó en cuanto salieron a mar abierto. Hay una breve nota en su cuaderno del 16 de julio de 1832 que suena a triste: «Fuerte mareo... Peces voladores... Marsopas...» No era de la clase de personas que acaban por acostumbrarse al mar, y al final de la travesía era tan mal marino como cuando salieron de Plymouth. A finales del viaje, en marzo de 1835, escribía a su casa: «Continúo padeciendo tanto del mareo, que nada, ni siquiera la misma geología, podría compensarme del sufrimiento y la falta de ánimo que me acomete.» Pero, a menos que físicamente le fuera imposible, nunca estaba ocioso en el barco. Iba y venía con su telescopio siempre que hubiese algo que ver; se pasaba los días observando y meditando sobre el vasto número de pájaros que veía y llegó a la conclusión de que el instinto migratorio tiene preferencia sobre cualquier otro: «Todo el mundo sabe cuan fuerte es el instinto maternal; sin embargo, el instinto migratorio es tan poderoso, que a fines del otoño algunos pájaros abandonan sus crías, dejándolas que perezcan en sus nidos.» Se refería también a una gansa hembra que, según habían contado, cuando llegó el momento de emi­grar tenía las alas rotas y emigró a pie.
En Río de Janeiro, Robert MacCormick, el cirujano, se fue del barco. Parece que nadie le tenía simpatía y hasta Darwin observa: «No ha sido pérdida alguna.» El hombre que ocupó su puesto, el joven Benjamín Bynoe, era, en cambio, persona muy agradable que por entonces se había hecho ya excelente amigo de Darwin. Compartía con Darwin el entusiasmo por la histo­ria natural, había hecho excursiones con él en tierra siempre que podía e hizo lo que pudo por aliviar el mareo de Darwin. Había tomado parte en el viaje anterior y era capaz de hacer muchas cosas útiles; también era el hombre con quien Darwin se desahogaba cuando tenía dificultades con FitzRoy. Una de las cosas más halagüeñas que pueden contarse de Bynoe fue que se ocupó con mucho interés de los nativos de la Tierra del Fuego, y Jemmy Button sentía gran afecto por él.
El Beagle navegaba ahora desde los trópicos hacia la zona templada y en estas aguas más frescas y más azules los hombres tuvieron que empezar a ponerse ropas de más abrigo. Darwin, como los oficiales, empezó a dejarse crecer la barba, lo que le daba, según dice él mismo, «el aspecto de un deshollinador mal lavado». Los domingos por la mañana, FitzRoy dirigía el servicio divino y debía de ser un espectáculo interesante verle en la cubierta de popa con los hombres a su alrededor y las velas flotando en lo alto. La pequeña Fuegia Basket y sus dos com­pañeros se ponían su mejor ropa. En torno estaba aquel deco­rado, tan familiar a la gente del barco que apenas si nadie reparaba en él: los mosquetes, las pistolas y los machetes colgando de la pared, detrás del timón, y el timón con su leyenda: «Inglaterra espera que cada cual cumpla con su deber», grabada en el borde, y, en el centro, un grabado de Augustus Earle representando a Neptuno con su tridente. El mar infinito como fondo... FitzRoy con su apasionado fundamentalismo, no podía dejar de leer de vez en cuando la lección del libro del Génesis: «Y Dios dijo: Hagamos a un hombre a nuestra imagen y seme­janza, y hagámosle dueño de los peces del mar y de las aves del aire y de las bestias de toda la tierra...» Casi nos parece oír aquella clara y autoritaria voz explicando a continuación: «Pero este hombre, a quien Dios había creado, se corrompió y llenó la tierra de violencia. Y así Dios inundó la tierra con las aguas durante ciento cincuenta días, y pensó en destruirle. Pero en su gran misericordia, Dios permitió a Noé construir un arca y tomar a bordo a su familia y a dos animales, macho y hembra, de cada especie, y todos ellos fueron salvados. Y así, el mundo que Dios creó en los comienzos fue preservado hasta el presente día. Recordemos todos los que estamos en este barco su divina providencia y pidámosle humildemente que bendiga este viaje nuestro hasta los mares inexplorados hacia los que nos dirigimos...» La escena es evocada por el cuadro de Earle titulado «Servicio divino, como se acostumbra hacer a bordo de una fragata británica en el mar», cuadro que más tarde expuso en la Real Academia de Londres.
FitzRoy se encontraba a sus anchas en el mar. En el breve espacio de su barco, las complicaciones y los fastidios de la vida en tierra no se encontraban, y las cosas podían ser de manera adecuada dominadas y organizadas; no había más que tener el cañón de bronce bien pulido y las velas bien tensas. La lucha con el mar era un asunto decoroso y decente, y no había por qué sentirse atemorizado. Se pensara lo que se pensara del capitán del Beagle, nadie podía poner en duda su valor. «Iría antes con FitzRoy y un grupo de diez hombre, que con cualquier otro con el doble número de dotación», escribía Darwin a su hermana Susana. «Es tan prudente y tan vigilante como resuelto y valiente cuando las cosas lo exigen así.» De manera que no se sintieron en manera alguna intimidados cuando las cosas se pusieron feas en el río de la Plata. Un crucero de veintiocho días desde Río de Janeiro les llevó hasta la rada de Buenos Aires; pero cuando estaban a punto de entrar en el puerto, el barco guardacostas abrió fuego sobre ellos. El primer disparo fue de pólvora, pero el segundo estaba cargado y pasó silbando sobre el aparejo del Beagle. FitzRoy echó anclas y en seguida envío dos botes a la orilla a pedir explicaciones. Antes de que los hombres pudieran poner pie en tierra, un funcionario de Aduanas salió, ordenándoles que volvieran atrás, y diciendo que tenían que someterse a una inspección de cuarentena. Pero Fitz­Roy no consentía en someterse a nada. Ordenó al Beagle ponerse en posición, sacó sus cañones y se acercó al guardacostas. Le hizo señales, diciéndole que si se atrevía a disparar otra vez enviaría una andanada a aquel podrido mamotreto. Con esto salió de la fangosa marea del río de la Plata hacia Montevideo, en donde la fragata británica Druid estaba anclada. Pronto se pusieron de acuerdo para que la Druid con sus cañones se diri­giese a Buenos Aires a exigir una explicación del Gobernador. Como todas las personas de a bordo, Darwin estaba furioso: «Espero que el guardacostas dispare un cañonazo a la fragata —escribió en su Diario— Si lo hace, va a ser su último día sobre el agua.»
Mientras tanto las cosas se habían puesto como si, efec­tivamente fuera a desencadenarse todo el escándalo que él deseaba. Un ministro del gobierno, en estado de agitación, apareció en el Beagle con la noticia de que las tropas negras de Montevideo se habían rebelado. ¿Querría FitzRoy enviar a tierra a un grupo de hombres, aunque solo fuera para proteger las propiedades de los mercaderes británicos? Sí, respondió FitzRoy, lo enviaría. El mismo se puso a la cabeza para hacer el primer reconocimiento e inmediatamente, en cuanto llegó al dique, envió una señal a los hombres del Beagle para que bajaran a tierra. Cincuenta y dos hombres, armados con mosquetes y machetes, saltaron a los botes y desfilaron marcialmente por la calle principal para tomar posesión del fuerte central. Darwin iba con sus dos pistolas en el cinturón y una espada en la mano. Pero, ¡oh! desencanto, no sucedió nada. Los rebeldes se dispersaron y al cabo de una noche, pasada asando chuletas en el fuerte, la tropa de asalto del Beagle volvió pacíficamente al barco. Poco después el Druid volvió de Buenos Aires con las más corteses excusas y la noticia de que el capitán del guardacostas había sido detenido. No fue una victoria extraordinaria, ciertamente, pero habían tenido ocasión de mostrar a los argentinos quién eran quién y los acontecimientos tuvieron la virtud de estrechar los lazos entre la gente del Beagle y unirlos a todos más con su capitán. Se encontraban todos del mejor humor, cuando salieron hacia la árida costa del Sur.

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