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23 marzo 2008

El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead (y 10)

En Buenos Aires, donde tenía que quedarse mientras el Beagle continuaba con sus mediciones y exploraciones, Darwin vivió en casa de un mister Lumb, un respetable residente inglés. La señora Lumb le hacía recordar a Inglaterra cuando le servía el té. Había en la ciudad una serie de tiendas inglesas y estuvo comprando con gusto todo lo que no había tenido ocasión durante mucho tiempo: papel y plumas, cera de abejas y resina, ratoneras y jarras de vidrio para sus ejemplares, pólvora y balas para sus pistolas, un par de pantalones para Covington, que se reunió con él en Buenos Aires, y calcetines, guantes, pañuelos, un gorro de dormir, cigarros y rapé para él. Una de las listas de compras dice: «papel, tijeras, dentista, lle­var a arreglar el reloj, espuelas, dentista francés, cigarros, den­tista, animal sin cola, librería.» Evidentemente, sufría dolor de muelas, pero ¿qué es eso del animal sin cola? Además de todo ello escribió a su casa urgentemente pidiendo cuatro pares de zapatos de montaña muy fuertes, para Covington, nuevas lentes para su microscopio y libros, libros, sobre todo, libros científicos. Además de esto, estaban los ejemplares que había que preparar y enviar a Henslow: peces, insectos, ratones, piedras, doscientas pieles de pájaros y animales, una buena colección de huesos fósiles y muchas semillas exóticas, que esperaba hacer que crecieran en Inglaterra. La cuestión del dinero era un poco fastidiosa; sus excursiones por tierra resultaban caras y había gastado ya con creces su asignación. Ahora, al mandar una factura de ochenta libras más a su casa, se sintió intimidado pensando en lo que el doctor Darwin iría a decirle. Confiaba, no obstante —escribió a sus hermanas— en que su padre «después del primer gruñido», no escatimaría el dinero; evidentemente, era claro que este viaje estaba cam­biando su vida, que no podía volver allí sin ver todo lo que hubiese que ver, costara lo que costara. «Desearía que esta actitud no la compartiese de manera tan rotunda el capitán —escribió—. Se está comiendo su fortuna, o al menos está haciendo un gran agujero en ella porque pone de su bolsillo anticipado todos los objetos del viaje... Me ha preguntado si podría pagar de antemano un año de comida. Le he dicho que sí y así lo he hecho, porque no puedo negarme a una per­sona que es sistemáticamente tan espléndida para todos los que se acercan a él.»
Había otra razón para que Darwin se sintiera con remor­dimientos al pensar en su padre, y es que, más pronto o más tarde, tendría que decirle que no quería entrar en la iglesia. Pero, por el momento, lo tenía callado, y en sus cartas a casa no menciona nunca el asunto, no habla nunca de su porvenir y es solamente el presente el que cuenta. Es una alegría tre­menda para él cuando recibe cartas de su familia o de Henslow, cuyas misivas llega a saberse de memoria; pero no hay en él señales de nostalgia. Quiere siempre seguir adelante.
A Darwin realmente no le gustó Buenos Aires. Las plazas y las amplias calles eran hermosas, los teatros y los museos también, pero salía de la ciudad tan pronto como podía. Habían convenido que se uniría al Beagle antes de que este saliera de Montevideo, a fines de octubre, y pensaba que ello le daría un margen amplio de tiempo para hacer una excursión a caballo de trescientas millas hasta el río Paraná y la linda ciudad provinciana de Santa Fe, donde había oído decir que había huesos fósiles. El 27 de septiembre él y Covington salieron a caballo de Buenos Aires y cruzaron las pampas del Norte con sus cardos gigantes, que llegaban hasta el pecho. Al prin­cipio todo salió bien, y cerca de Santa Fe encontró los huesos fósiles que buscaba: todo un depósito enterrado en la margen de un río. Pero luego Darwin cayó enfermo con fiebre, proba­blemente malaria, porque describe cómo sus manos estaban negras por las picaduras de los mosquitos, siempre que se quitaba los guantes, y se vio obligado a guardar cama asis­tido por una cariñosa vieja. Se le ofrecieron extraños reme­dios, algunos inofensivos, tales como compresas de habas aplastadas en torno a su cabeza y otros «demasiado desagra­dables para mencionarlos siquiera». «Los perritos sin pelo —escribió— son muy buscados y estimados aquí para que duerman a los pies de los enfermos.» Cuando se sintió mejor decidió que sería más rápido volver por el río; así es que abandonaron sus caballos y subieron a bordo de un barco decrépito que salía para Buenos Aires. Fue un viaje exaspe­rante. El capitán argentino sentía miedo del menor soplo de viento y de la más ligera corriente que se agitara en torno a las islas y estuvieron pegados a tierra durante días siguiendo la corriente abajo solo durante unas horas al día. Por fin, gracias a Dios, dice en español Darwin en su libro de notas, el 12 de octubre llegaron a la pequeña aldea de Las Conchas, en las afueras de la capital y Darwin saltó a tierra corriendo para buscar un caballo, una canoa o cualquier otra cosa que le llevara a la ciudad. Inmediatamente se vio cercado de hombres armados, que le vedaban el paso. La revolución había estallado y la ciudad estaba bloqueada. Al parecer, el general Rosas estaba interesado, no solo en cazar indios salvajes, sino también en derribar al gobierno argentino. Loco de miedo por si perdía el Beagle, Darwin protestó y al fin después de una larga cabal­gada alrededor de la ciudad, se las compuso para llegar al campamento de otro general rebelde. Allí explicó que él era un íntimo e importantísimo amigo del general Rosas. Aquellas fueron «palabras mágicas» ■—dice Darwin—. Las circuns­tancias cambiaron inmediatamente. Una vez dentro de la ciudad y rodeado de sus amigos, se sintió a salvo, aunque su posición seguía siendo delicada; Covington estaba fuera todavía, así como sus trajes y los ejemplares que había coleccionado en su excursión. Dos semanas se pasó Darwin dándose a todos los diablos y su situación era parecida a la de Phileas Fogg y Passepartout en su frenético viaje de ochenta días alrededor del mundo. Por fin logró sobornar a un hombre para que saliera y trajese consigo a Covington. En realidad no cuenta cómo lo hizo; pero, en todo caso, Covington llegó y amo y criado se las arreglaron para llegar al barco, que se había deslizado a través del bloqueo y seguir río abajo hacia Monte­video. El corazón de Darwin debió de dar un suspiro de alivio cuando vio los mástiles del Beagle balanceándose plácidamente en la Bahía de Montevideo.
Durante este tiempo FitzRoy había estado trabajando tenazmente en sus exploraciones, comiendo solo en su camarote, obsesionado por el trabajo y sin un momento de respiro, ya que la responsabilidad de dirigir dos barcos era considerable. La mayor parte del trabajo tenía que hacerse en barcos pequeños, cerca del litoral, en mares muy duros, y resultaba un peligro y una preocupación constante para el capitán. En aquellos momentos FitzRoy estaba cotejando los datos que había tomado a lo largo de la costa de Patagonia en los últimos meses, y era una labor fastidiosa que requería mucha precisión. Darwin, todavía entusiasmado con sus aventuras, parece que debió entrar en el camarote y contarle todo lo ocurrido con la misma espontaneidad y exuberancia de un chico que vuelve de una excursión. Allí estaban sus maravillosos ejemplares para ex­tenderlos sobre cubierta, sus huesos prehistóricos, las pieles de los magníficos pájaros y animales, la araña «que tejía una tela como una vela y volaba luego ayudándose con ella por el aire», las serpientes metidas en los frascos de alcohol y los paquetes de semillas y flores desconocidas en Europa. Pero estaban también sus hazañas, que tenía que contar, la revolución, el viaje por el río Paraná, sus cabalgadas con los gauchos, las montañas desconocidas que él solo había escalado. FitzRoy tendría que haber sido de una fibra inhumana para no sentir un poco de envidia. Sin duda, el relato le divertía, pero es fácil imaginar aquella mirada aristocrática posándose en Darwin un poco fríamente. Y había que perdonarle si en algunos momentos le parecía que ya había oído bastante y con alguna frase cortés despedía a Darwin y le decía que sacara sus bártulos del camarote o caía en algunos de sus «severos silencios» e incluso si le preguntaba adonde le conducían todas aquellas maravillo­sas investigaciones. ¿Había conseguido relacionarlas con las verdades fundamentales de la Biblia? Aquello era lo importante, un cálculo que había que hacer con tanta precisión como la cartografía de la costa. No era cosa de no ver los árboles por culpa del bosque.
Pero Darwin, si hemos de hacer caso de sus cuadernos de notas, no pensaba demasiado en Dios en aquellos días; estaba absorto por los árboles y por todo lo que hubiese dentro del bosque y comenzaba a abrigar la sospecha de que la verdad no es algo que se nos impone desde arriba, sino algo que se nos revela pedazo a pedazo a través de las propias indagaciones del hombre sobre la Tierra. Así es que, posiblemente, se quedó un tanto decepcionado cuando la disciplina y la austeridad del Beagle se le fueron cerrando después de su regreso exuberante. Era como si volviese otra vez a la escuela.
A fines de 1833, cuando Darwin llegó al barco en Montevi­deo, el trabajo de la costa de Patagonia estaba terminado. La tri­pulación del Beagle había estado más de un año entre tormentas y fríos en la costa y estaban todos un poco cansados. Darwin, por su parte, no podía pensar más que en una cosa: en el día en que doblaran el Cabo y salieran a las soleadas y calmas aguas del Pa­cífico. «Ni siquiera la posibilidad de capturar un megaterio vivo» —decía— podría retenerle. Por entonces se había hecho una idea muy clara de la geología de la costa oriental; aquella porción había sido levantada sobre el nivel del mar, creía él, en una época relativamente cercana. Pero eran los Andes con sus grandes volcanes, lo que le proporcionaría la clave real de la geología de la Península. Navegar por el Pacífico y divisar las grandes montañas, era como el premio y el punto culminante de todo el viaje. A bordo del Beagle y de su hermano menor el Adventure había una gran emoción. Fueron embarcadas en Mon­tevideo provisiones para un año. El 7 de diciembre dijeron todos adiós por última vez al río de la Plata y se encaminaron hacia el Sur, abandonando el fangoso estuario para salir a las claras y azules aguas del Océano.
Artículo escrito por Alan Moorehead en Melbourne (Australia) y publicado en la “Revista de Occidente” en Agosto de 1970

22 marzo 2008

El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead (9)

Se empieza a observar una tensión cada vez más dura en el carácter de FitzRoy a partir de este punto. Cuanto más se frustran sus planes y mayores son las dificultades, se hace más resuelto. No pierde el contacto con los sentimientos de su gente —FitzRoy no podría ser nunca un capitán Bligh—; pero el aspecto generoso y amable de su naturaleza tiende a ensombrecerse en su persistente afán de perfeccionamiento. El capitán era un cartógrafo soberbio, pero era en verdad dificultoso y peligroso el intento de cartografiar la costa de la América del Sur, envuelta en tormentas que apenas si habían cesado cuando volvían a empezar. Era demasiado para que un solo barco llevase a cabo esta tarea. FitzRoy decidió entonces adquirir un barco adicional para que le ayudara.
No había tiempo para consultar al Almirantazgo sobre este paso tan importante; sacaría el dinero de su propio bolsillo y ya lo recuperaría más tarde. Y así empieza por alquilar y manejar dos pequeños barcos y acaba comprando por las buenas, por mil trescientas libras, un navío norteamericano de ciento setenta toneladas, casi tan grande como el propio Beagle, al cual bautiza con el nombre de Adventure. FitzRoy tiene que acondicionar este barco e ir y venir con el Beagle entre la costa de Patagonia y Montevideo, para aprovisionar a su pequeña flota; pero nada importa si su trabajo progresa. Así, en los próximos dieciocho meses hizo FitzRoy un gran esfuerzo, y el esfuerzo le hizo adelgazar, le puso nervioso y le encerró dentro de sí mismo.
Con Darwin las cosas son distintas. Por entonces, en la primavera de 1833, tiene ya las pistas importantes de su tra­bajo, y los últimos residuos de vacilación e inexperiencia han sido barridos. Se ha hecho un miembro muy útil de la expedición. La idea de entrar en la iglesia se hace cada día más inconsistente; la historia natural le posee por completo. «No hay nada como la geología —escribe a Catherine—■. El placer del primer día de la caza de la perdiz o de la montería no es nada comparado con un buen montón de huesos fósiles que pueden contarnos la historia de los tiempos pasados como si fuese un len­guaje vivo...» «Recojo todas las criaturas que tengo tiempo de atrapar y preservar.» En su diario, que sostuvo pulcra­mente día tras día, puede verse cómo crece esta confianza; sus ideas se conforman y la especulación comienza a conver­tirse en teoría.
En mayo, cuando el Beagle tenía que salir para su explora­ción, Darwin bajó a tierra en Maldonado, una ciudad tranquila, olvidada, a unas sesenta millas al este de Montevideo; y allí estuvo diez semanas ordenando su colección de animales pájaros y reptiles, y haciendo paquetes con los huesos, rocas, plantas y pieles de pájaros y animales para enviarlas a su casa. En uno de sus cuadernos de notas hay catalogados mil quinientos veintinueve ejemplares, desde los peces hasta los hongos, que tenían que ser enviados a su casa en alcohol. «Mi colección de pájaros y cuadrúpedos está haciéndose perfecta» —escribe—. «Con unos pocos reales bastan para enrolar a todos los chicos de la ciudad a mi servicio y raro es el día que no me traen alguna curiosa criatura.» No era tan fácil para Henslow, que en el otro extremo del mundo no sabía lo que recibía. «Por amor de Dios, escribe en una ocasión, ¿qué es el número 233? Parece como los residuos de una explosión eléctrica, una masa de tizne. Algo verdaderamente curioso, me atrevería a decir.»
A fines de julio el Beagle recogió a Darwin y salió rumbo a El Carmen, Patagonia. Darwin estaba dispuesto para empezar una de sus grandes travesías por el interior. El Carmen, a dieciocho millas río arriba del Río Negro, era el punto más al Sur en el continente americano habitado por gente civilizada. Buenos Aires quedaba a unas seiscientas millas al Norte, y toda la extensión intermedia, las pampas, era terreno inexplo­rado, en donde las tribus de los indios vagaban y cazaban. Eran gentes fieras y agresivas cuando se les irritaba y grandes jinetes. En aquellos momentos estaban librando una lucha a muerte por sobrevivir contra los argentinos, que querían sus tie­rras para que pastasen sus ganados; en realidad era la historia del Medio Oeste norteamericano otra vez, salvo que aquí la lucha era más primitiva y dura. Los indios estaban luchando contra su exterminio; donde había habido aldeas de dos o tres mil habitantes en otro tiempo, en la época de la visita de Darwin la mayor parte de las tribus vagaban sin hogar por las pampas.
El general Rosas, comandante de las fuerzas argentinas, se había establecido a unas ochenta millas al norte de El Carmen en el Río Colorado, donde estaba más cerca de Bahía Blanca que era el otro campamento civilizado del territorio. Desde el Río Colorado, Rosas había establecido una leve línea de aprovisionamiento, una cuerda tendida de un puesto a otro, que llevaba hasta Buenos Aires. Aparte estos campa­mentos o «postas», pequeñas dotaciones en medio de la vasta llanura, toda la región era tierra de nadie, donde los indios atacaban a los viajeros como y cuando podían.
El plan de Darwin era el de cabalgar desde El Carmen hasta Río Colorado, ponerse en contacto con Rosas y, de posta en posta, llegar hasta Buenos Aires. Quería hacerlo, en parte, sospechamos, porque era una aventura que le fasci­naba por sí misma; pero, sobre todo, porque era la única forma de investigar de veras la geología, la flora y la fauna de las pampas. FitzRoy, que tenía madera de aventurero y de explorador, aprobó en seguida el plan; debió de producirle satisfacción el ver cómo el joven, inexperto y flojo que había reclutado en Londres, dos años atrás se había convertido en aquel compañero confiado en sí mismo, que se mostraba deseoso de ir a cualquier parte y de hacer cualquier cosa en interés de la ciencia y de la religión. Sí, ciertamente, de la religión, porque ¿quién sabía qué revelaciones de bíblica verdad no podían ser descubiertas en aquella tierra vasta y desconocida? Así es que se convino en que el Beagle volvería a recoger a Darwin en Bahía Blanca, a sesenta millas al norte de Río Colorado. Luego, si todo iba bien, podría este ir a caballo hasta Buenos Aires, cuatrocientas millas más arriba.
Un inglés llamado Harris vivía en El Carmen y se ofreció para hacer de guía hasta el Colorado. Darwin alquiló una es­colta de seis gauchos y el 11 de agosto dijo adiós a sus compa­ñeros del Beagle y se lanzó a la aventura. Su camino, al prin­cipio, se abría a través en un desierto y era asombroso cómo la llanura sin agua podía mantener tantas clases distintas de pájaros y animales. Tomó notas detalladas de las costumbres, vuelo, huevos y cantos de los pájaros. «Infinitamente dulce... Un pájaro que corre como un animal por el borde del seto, que vuela con dificultad y no muy alto... Una especie de chorlito de largas patas que grita como un perrito de caza... No hay nada tan aburrido como la ociosidad.» Una apuntación en su cuaderno de notas el 17 de agosto de 1833, en un momento en que el grupo fue detenido por la lluvia dice así: «Un día perdido dejando pasar el tiempo... No tengo libros... Envidio hasta a los gatitos que juegan en el suelo fangoso». No podía soportar la inacción de ninguna clase. El 4 de septiembre dice: «Cruel ennui... Encontré en los libros un placer exquisito.» Y en octubre: «Ennui... Un pájaro de pecho amarillo; canta bien.»
Generalmente los hombres acampaban por la noche alre­dedor del fuego en la llanura, con las sillas de montar como almohadones y las mantas de la montura como cobertores, y aquella escena tenía para Darwin una especie de magia: los caballos, amarrados al borde en torno de la hoguera, los restos de la cena de un avestruz o un ciervo esparcidos por el suelo, el golpear del tuco-tuco en su morada subterránea, los hombres fumando cigarros y jugando a las cartas, los perros vigilantes y todos haciendo una pausa si un ruido no familiar venía de la oscuridad... Pegaban las orejas al suelo y escu­chaban con atención; no podía saberse cómo ni cuándo iban a atacar los indios. Darwin quería a los gauchos. Eran duros y estaban tan curtidos como botas viejas; aun en aquel tiempo sin trabas, resultaban gentes libres y pintorescas, gentes de grandes mostachos y pelo negro, largo, cayéndoles por los hom­bros. Llevaban ponchos rojos y anchos calzones, botas blancas con grandes espolones y en los cinturones, cuchillos. Eran extremadamente corteses y miraban «como si fueran a cortarle a uno el cuello y a hacerle al mismo tiempo una reverencia.»
Por la tarde, el tercer día, el grupo llegó al campamento del general Rosas. Aquel lugar parecía más una guarida de bandidos que el cuartel de un ejército. Cañones, fusiles, carretas y sombreros de paja habían sido amontonados en una especie de cuadrilátero de cuatrocientas yardas de longitud, dentro del cual estaba el campamento de los rudos y ágiles jinetes del general. Muchos de ellos eran de sangre india, negra y española mezclada; otros eran auténticos indios de tribus que se habían pasado al bando argentino. Para acrecentar el esplendor, el campamento contaba también con una cohorte de espléndidas indias en trajes multicolores con largas trenzas negras colgán­doles por la espalda, que cabalgaban sujetando el caballo con las rodillas. Su cometido consistía en acomodar el bagaje de los soldados sobre los animales de carga, montar los campa­mentos y guisar la comida. Perros y otros animales iban y venían entre el polvo.
El general era tan flamante y gran jinete como sus hombres y tenía reputación de ser muy peligroso cuando se reía. En­tonces era fácil que ordenase que fuera fusilado un hombre o acaso que fuera torturado, suspendiéndole de brazos y piernas de cuatro postes clavados en el suelo. El general Rosas era también hombre autoritario; más tarde fue durante muchos años dictador de la Argentina. Recibió a Darwin de manera cortés y solemne en su campamento y Darwin, evidentemente, se sintió encantado. Escribió que el general emplearía su influen­cia en la prosperidad del país; profecía que, como él mismo tuvo que reconocer diez años después, resultó «enteramente equivocada, por desgracia». Rosas llegó a ser un gran tirano.
El Beagle volvió a Bahía Blanca el 24 de agosto y Darwin subió a bordo y se pasó un día entero contando sus aventuras al capitán. FitzRoy parece que era buen oyente y Darwin gozaba hablando; no tuvo dificultad para persuadir a FitzRoy de que le permitiese continuar la segunda y más extensa porción de su viaje, cuatrocientas millas a través de territorio deshabita­do, aunque ahora estaría sin Harris y solo con los gauchos.
Aquel viaje le proporcionaba una sensación de libertad aumentada por el riesgo. «Hay —escribió Darwin— un pro­fundo deleite en la vida independiente del gaucho. Es el goce de poder en cualquier momento montar a caballo y decir aquí voy a pasar la noche.» Cuando cabalgaban hacia Buenos Aires, incluso los gauchos se sorprendieron de sus energías. Si se encontraban con una montaña Darwin tenía que trepar por ella, y fue probablemente el primer europeo que subió los cuatro mil doscientos pies de la Sierra de la Ventana. Cuando uno de los caballos de los gauchos se quedó cojo, Darwin prestó su caballo al gaucho y siguió a pie; porque los gauchos, como él mismo se encargaría de explicar más tarde, «no sabían andar». El naturalista fumaba su habano, bebía su mate y se las componía para pasar comiendo casi exclu­sivamente con carne, dieta que se rompió solo una vez al tener la suerte de encontrar un nido de avestruz con veintisiete huevos dentro. Una vez se pasó veinte horas sin agua. Pero, por la noche, a la luz de la hoguera, leía El paraíso perdido, de Milton, que llevaba siempre consigo y escribía sus notas con las aventuras del día. Realmente, no se aburría: «Hemos pasado la noche en la Sierra, con mucho frío; primero con humedad y escarcha y luego, con hielo... He visto una oro­péndola maravillosa... Zorros en gran número... Encontré un pequeño sapo muy curioso por su color, negro y bermellón. Pensé en hacerle un favor llevándole a una charca de agua, pero no solo el animalito no sabía nadar, sino que creo que si no le ayudo se hubiera ahogado... Muchas serpientes con manchas negras, en pantanos hondos, de rayas amarillas y cola roja. En el lago, cisnes de cuello negro y hermosos patos y gru­llas... La noche pasada, una tormenta sorprendente de granizo... Granizos tan grandes como puños... Dormí en la casa de un hombre medio loco... Los indios van a las salinas por sal y se comen la sal como si fuera azúcar... Las mujeres que han sido hechas prisioneras a los veinte años no están nunca contentas... La mujer del viejo cacique no tiene más de once años... Los avestruces ponen huevos en pleno día... Las grullas arrastran manojos de juncos...»
Y así, día tras día, sin que parezca fatigarse nunca, sin perder nunca la curiosidad ni la capacidad de asombrarse. Finalmente, al cabo de cuarenta días en las tierras vírgenes, le encontramos cabalgando hacia Buenos Aires entre huertos de membrillos y melocotones y con su barba, su sombrero ancho, su ropa ajada y su cara atezada, debía de asemejarse más a un cowboy o quizá a un prospector de oro de vuelta a la ciudad después de una difícil búsqueda. Estaba tan curtido como los propios gauchos.

21 marzo 2008

El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead (8)

Los nativos de la Tierra del Fuego habían soportado muy bien en general el año de viaje que llevaba el Beagle desde que salieron de Inglaterra. Habían aprendido a hablar inglés con bastante soltura, habían asimilado o parecían haber asi­milado las enseñanzas religiosas de FitzRoy y parecían darse cuenta de qué era lo que se esperaba de ellos. York Minster anunció que al descender a tierra en su país nativo pensaba casarse con Fuegia Basket. Después de esto se había mostrado muy celoso y tenía motivos, porque Fuegia era la única mujer del barco. La muchacha, si hemos de creer en los dibujos que FitzRoy hizo de ella —el capitán era un aficionado bastante bueno—, tenía una carita muy linda e incluso entre los nativos de la Tierra del Fuego, que eran notables por su buena presen­cia, hubiera podido pasar por una belleza. En Río vivió en tierra varios meses a cargo de un inglés que prosiguió instru­yéndola en los encantos del mundo civilizado. Jemmy Button tenía tan buen humor como siempre y parecía ilusionado con la idea de volver a su casa. Hasta Matthews, el misionero, daba la impresión de tomar las cosas con calma y hallarse resuelto a llevar la vida solitaria y devota de un exilado.
Sí, todo aquello estaba muy bien. Pero no había que perder de vista que la empresa era realmente pintoresca, aunque muy propia, si se piensa bien, de un hombre como FitzRoy. El capitán, por propia iniciativa, y sin que nadie le aconsejara nada, había atrapado a aquellos seres errantes, tres años antes, los había llevado a Inglaterra y los había domesticado como se puede domesticar un animal salvaje. Y ahora, sin más guía que un joven misionero inexperto, que no había estado nunca fuera de su país, pensaba soltarlos, y no en una comunidad sedentaria, sino en una región inexplorada de te­rribles tormentas y de un frío inaguantable, en donde unas cuantas tribus nómadas procuraban vivir como podían de una manera tan primitiva como en los tiempos neolíticos. Había una arrogancia conmovedora en todo esto. Pero tal era la fe de FitzRoy, que realmente, el capitán creía que aquella pobre Fuegia Basket y sus compañeros serían capaces de impartir la divina luz a los salvajes habitantes de la Tierra del Fuego. El capitán tenía la idea de que no había razas separadas en el mundo, que todos descendíamos de Adán y Eva, los cuales, por supuesto, empezaron a vivir un buen día completamente crecidos y enteramente civilizados; ¿de qué otra forma hubiesen podido mantenerse vivos? Pero los descendientes de Adán y Eva se habían estropeado, y cuanto más se alejaron de la Tierra Santa hacia las partes más primitivas del mundo, más fueron perdiendo el contacto con la civilización. Esto explicaba el estado de aquellos pobres fueguinos. No obstante, podían ser salvados. Todo lo que había que hacer con ellos era devol­verles la civilización y el conocimiento de Dios, de que sus antecesores habían disfrutado en el Jardín del Edén. Para añadir un toque más de irrealidad a este proceso, los fueguinos fueron provistos por la Sociedad Misionera de Londres de un equipo completo compuesto de un conjunto de cosas que hu­bieran sido muy útiles en un pueblo de las islas británicas, pero que, probablemente, no servirían de mucho en aquellos desiertos helados. Entre otros elementos igualmente sensatos les habían dado telas, bandejas, loza, vasos, soperas, capotas y ropa interior, y sabe Dios qué otra serie de objetos igualmente sor­prendentes para los hombres de una tribu salvaje, aunque muy apropiados para mostrarles lo mucho que la civilización había adelantado en la otra parte del mundo.
La Tierra del Fuego tenía un clima imposible, uno de los peores del mundo. Aunque el Beagle llegó a mediados del verano, tuvo que luchar durante un mes con montañas de olas al tratar de doblar el Cabo de Hornos. Una vez lo atrapó una ola, llevándose uno de los botes y el barco se hubiera ido a pique si la tripulación no hubiese abierto los portillos, dejando que el agua saliera de nuevo rápidamente, y si no lo hubiese hecho todo en un abrir y cerrar de ojos. FitzRoy, que era un gran marino, corrió el temporal y logró anclar felizmente en Goree Roads, en la parte occidental de la entrada del canal que había sido bautizado en el viaje anterior precisamente con el nombre del Beagle. Los glaciares llegaban hasta el mar y en el interior enormes montañas cubiertas de bosques de hayas y nieves perpetuas desaparecían entre los furores de las tormentas.
La primera impresión que a Darwin le causaron los nativos de aquella tierra fue la de que resultaban más semejantes a los animales salvajes que a los seres humanos civilizados. Esto le hizo luego pensar de manera profunda cuando se puso a escribir sobre la evolución del hombre. Eran altos, inmensos, de cabellos largos, foscos y caras cadavéricas que se pintaban a rayas rojas y negras con círculos blancos alrededor de los ojos. Se afeitaban las cejas y la barba con conchas puntiagudas. El color de la piel era cobrizo y la cubrían con una capa de grasa. A excepción de un pequeño manto de guanaco sobre sus hombros, iban desnudos. Era asombroso cómo podían aguantar el frío. Una mujer que, mientras amamantaba a su niño, había llegado a ver el Beagle en una canoa, permaneció tranquila­mente sentada en medio de las olas con su niño al pecho, mientras el aguanieve caía y se congelaba en su pecho desnudo. En tierra, esta gente dormía sobre el suelo húmedo mientras la lluvia caía a raudales de los techos de sus cabañas, hechos de piel sin curtir. No cultivaban nada. Su comida era un ban­quete variado de pescado, mariscos, pájaros, focas, delfines, pingüinos, setas y, algunas veces, nutrias. Su lenguaje parecía hecho de una serie de toses guturales. Sin embargo, no eran hostiles y no sentían miedo. Cuando Darwin descendió a tierra con los marinos se agruparon a su alrededor, acariciándole el rostro y el cuerpo con gran curiosidad. Eran unos imitadores extraordinarios, y cada gesto que Darwin hacía, así como cada palabra que decía era imitada a la perfección. Cuando les hizo muecas, ellos le contestaron con las mismas muecas inme­diatamente.
Jemmy Button, desde su posición un poco más alta en la esca­la de la civilización, se encontraba un tanto cohibido con aque­llos tipos y Fuegia Basket se escapó. Aquellas tribus —explicó Jemmy-— no eran las suyas; eran tribus muy malas, muy primiti­vas. FitzRoy espiaba a Matthews con fijeza para ver sus reaccio­nes. El misionero estaba un tanto lacio, pero dijo que los salvajes «no eran peores de lo que había esperado». Para llegar hasta el pueblo de Jemmy cuatro botes del Beagle, cargados con los regalos de la Sociedad Misionera de Londres, avanzaron por las tranquilas aguas del canal del Beagle hasta la bahía de Ponsonby. Milagrosamente, el tiempo mejoró y apareció un sol brillante que lanzaba destellos cristalinos sobre aquellos campos y bosques sembrados de nieve. Al acercarse a la bahía fueron recibidos con gritos de júbilo desde la orilla y una flota de canoas salió a recibirles. Llegaron a una especie de abrigo, donde una deliciosa pradera sembrada de flores corría hasta el bosque y decidieron plantar allí la instalación del campa­mento. Debió de haber sido una escena curiosa y divertida: los nativos salvajes en número aproximado de un centenar, rodeándoles y observándoles cuando las tiendas fueron levan­tadas para albergar la impedimenta y los marineros entregados a la tarea de levantar tres wigwams, una para el misionero, que parece que tomó parte en todo ello de una manera cavilosa y no muy entusiasta; sin duda alguna, sus aprensiones iban creciendo; otra para Jemmy y una tercera para York Minster y Fuegia Basket, que se habían unido al grupo. Las mujeres de la tribu se mostraban particularmente cariñosas con Fuegia. El trabajo siguiente consistió en excavar y plantar un verdadero huerto, y por la noche, cuando los marineros se quedaron desnudos hasta la cintura para lavarse, los nativos estuvieron rodeándoles, atónitos, no sabiendo de qué mara­villarse más: si del acto de lavarse o de la blancura de su piel. Luego se sentaron todos alrededor de los fuegos del campa­mento, los marinos temblando de frío y los fueguinos sudando de calor. Hubo un momento emocionante cuando la madre de Jemmy, dos hermanas suyas y cuatro hermanos más llegaron a visitarle; las mujeres huyeron y se escondieron al ver a Jemmy con sus botas y su indumentaria británica. Jemmy había olvidado casi por completo su lengua: «era cosa de risa pero casi produ­cía compasión oírle hablar a su hermano salvaje en inglés y luego preguntarle en español si le había entendido o no» —escribe Darwin—. Sus hermanos no decían nada; daban vueltas alrede­dor de él, como perros que se encuentran por vez primera. Al día siguiente Jemmy consiguió vestirlos a todos, y las cosas marcharon en forma más amistosa.
Al cabo de cinco días FitzRoy decidió dejar a Matthews y a sus pupilos que se las arreglasen por su cuenta durante unos días, mientras él, con cuatro botes, exploraba el Canal del Beagle. Darwin no creyó nunca que el experimento de los fueguinos tuviera la más mínima posibilidad de éxito. No le gustaban y no tenía confianza en ellos. Después del primer contacto se habían hecho cada vez más pedigüeños y Bynoe fue testigo de un acto de crueldad que le horrorizó: un niño que había robado un cesto de huevos de gaviota, fue golpeado por su padre contra las piedras, hasta que, deshecho y sangriento, le dejaron abandonado para que se muriera. Jemmy Button le contó a Darwin que los fueguinos eran caníbales; en un invierno especialmente duro, mataron y se comieron a sus mujeres, y Darwin repite en su diario la conversación que el capitán de un barco cazador de focas había mantenido con un chico de la Tierra del Fuego. ¿Por qué no se comían a los perros?, le preguntó el capitán. «Perros cazar nutrias» -—con­testó el niño—. «Mujeres no servir de nada; hombres muy hambrientos.» Así pues eran verdaderos y atroces caníbales. «Experimento —escribió Darwin a su hermana Carolina— un verdadero desagrado sólo con oír las voces de estos desgra­ciados salvajes.»
Así es que no fue del todo una sorpresa cuando la expedición volvió al campamento y encontró que durante los diez días transcurridos, los nativos habían desbaratado enteramente la instalación. Matthews salió a su encuentro en estado de gran agitación. Tenía algo terrible que contar. En cuanto se fue la gente del Beagle los nativos habían empezado a robar sus cosas, y cuando él trató de defenderlas le atraparon, le golpearon y golpearon y le amenazaron de muerte. El huerto fue arrasado. Los nativos se rieron cuando Jemmy y él trataron de impedirlo, y cada día la situación se fue haciendo más amenazadora. Jemmy también fue molestado, pero el taciturno York Minster se puso del lado de los nativos y los había dejado solos. En cuanto a Fuegia Basket, se negaba a salir de su cabaña y a saludar a sus amigos del Beagle. No quería en adelante nada con los hombres blancos.
FitzRoy se encontró sorprendido, dolido y asombrado. No se había propuesto hacer nada malo a esta gente; solo había querido ayudarles. ¿Por qué tenían que comportarse así? Pero no estaba resuelto a perder del todo la esperanza. A Matthews, desde luego, volvería a subirle a bordo, pero los otros te­nían que quedarse y tratar de extender la luz entre sus salvajes paisanos. Distribuyó hachas entre los grupos de atónitos fue­guinos que había alrededor, recomendó a Jemmy y a Minster a Dios y a todos los santos y se hizo a la vela, prometiendo volver.
En realidad pasó un año antes de que volviera, pero la historia de los fueguinos es tan extraordinaria, que conviene relatarla aquí. A la siguiente visita del Beagle el campamento estaba abandonado. York Minster y Fuegia se habían marchado con las cosas pertenecientes a Jemmy y se habían unido a los salvajes. Jemmy se quedó algún tiempo más, pero había dejado el estilo de vida civilizada como si no lo hubiese conocido nunca; sus vestidos habían sido reemplazados por una indu­mentaria rústica, estaba terriblemente delgado y sus cabellos, tan pulidos en otros tiempos, caían en greñas desagradables sobre su rostro pintado. «Apenas pudimos reconocer al pobre Jemmy —escribe Darwin—. En lugar del mozo bien vestido y elegante que dejamos, encontramos un salvaje escuálido y desnudo.» No obstante, se mostraba amistoso. Fue hasta el Beagle con una canoa a llevar varias pieles de nutria como regalo a FitzRoy y a Bynoe, y dos lanzas para Darwin.
«Comió a bordo con la misma exquisitez y limpieza que antes» —observa Darwin—■. Pero dijo que no quería unirse a ellos. De ninguna manera. Había encontrado una mujer; ella se quedó en la canoa llamándole pero no quiso subir a bordo; esta gente era su gente, aquella era su casa y había acabado con la civilización para siempre. Con todos sus planes por tierra, FitzRoy hizo lo que pudo para salvar al menos este alma. Rogó a Jemmy que siguiera por el buen camino e hizo llegar chales y una capa de encaje dorado a su pequeña y extraña mujer de la canoa, pero Jemmy se mantuvo inflexible. Remó hasta la orilla y lo último que vieron de él los del Beagle fue una figura oscura de pie, junto al fuego, haciendo ademanes de adiós, como observa Darwin, «para toda la vida».
Cualquiera que fuese la consecuencia que sacara FitzRoy, para Darwin, al menos, los hechos estaban claros. Llevando a los nativos a Inglaterra no se les podía hacer más que daño; su breve vistazo de la civilización les había hecho más difícil el vivir en su país nativo; no podía interrumpirse de este modo el curso de la naturaleza esperando tener éxito. Lo más im­portante de las razas primitivas era que podían sobrevivir solo si se les dejaba a su aire, y libres para ajustar sus movimientos a su propio medio; si se interponía uno en su vida, estas gentes se morían. Los indios de América estaban muriendo, lo mismo que los aborígenes de Australia; a los de la Tierra del Fuego les llegaría pronto su hora. Y, en efecto, a finales del siglo XIX las tres tribus fueguinas que existían estaban al borde de la extinción. Los alacalufes, un pueblo pescador de los canales occidentales, se contaban por miles en la época de la visita de Darwin; hacia 1960 apenas si quedaban unos centenares.

20 marzo 2008

El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead (7)

El día 7 de septiembre llegó el barco a la pequeña ciudadela de Bahía Blanca, a unas cuatrocientas millas al sur de Buenos Aires y desde aquí empezó FitzRoy su reconocimiento y medi­ciones de la costa de Patagonia, todavía no llevada a los mapas con cálculos exactos. Era un lugar desolado. La amplia y desierta bahía estaba llena de bancos de barro, cubiertos de tristes cañas y de ejércitos de cangrejos. En el interior no crecían árboles —apenas llovía nunca— y un viento desolado barría las chatas llanuras de las pampas. La guarnición argentina consistía en un pequeño grupo de gauchos haraposos que hacían el papel de soldados y que vivían como eremitas en un fuerte rodeado de un foso y un muro. Indios bravos, muy distintos de aquellos que habían sido «domesticados», iban y venían por el interior y no era seguro alejarse mucho del fuerte. Los sol­dados se mostraron recelosos a la vista del Beagle, porque podía suceder que estuviera llevando armas a las tribus o quizá que espiase para algunas potencias extranjeras, y en particular no les gustó nada el aspecto del naturalista Don Carlos Darwin. ¿Qué estaba haciendo en tierra con sus dos pistolas bien ajustadas en el cinturón, y su martillo geológico en la mano? Le siguieron por la playa y le observaron con desconfianza cuando empezó a desenterrar algunos viejos huesos incrustados en la escollera.
En Punta Alta, en las afueras de Bahía Blanca, que fue el lugar de sus mayores descubrimientos, Darwin tropezó con un banco de guijarros cerca de la orilla, a unos veinte pies de altura, con estratos de greda rojiza, alternando con los gui­jarros. Huesos fosilizados salieron entre la grava y el barro, al pie del banco, extendidos en un área de unas doscientas yardas cuadradas. Al principio Darwin no pudo imaginarse qué era lo que estaba desenterrando: un colmillo, un par de grandes garras, un cráneo parecido al del hipopótamo, un gran caparazón con escamas, que se había petrificado... Lo único que tenían en común los restos, aparte su extravagan­cia, era su enorme tamaño, mucho mayor que el de cualquier animal conocido, vivo en aquella época. Por entonces, 1832, se habían hecho muy pocos trabajos de investigación sobre la paleontología de la América del Sur; medio siglo antes, el esqueleto de un megaterio o calípedes gigante se encontró en la Argentina y fue enviado a Madrid, y Humboldt y algunos otros viajeros habían desenterrado algunos dientes de masto­donte, pero poco más se conocía; así es que es fácil imaginar la excitación de Darwin al empezar a tomar forma ante sus ojos estos viejos animales prehistóricos, casi legendarios. «El gran tamaño de los huesos de los megaterios es extraordi­nario», escribió en su Diario. Por entonces Darwin tomó un ayudante llamado Sims Covington, que antes había formado parte de la dotación del Beagle, y que había sido inscrito en libros como «violinista y chico del camarote de popa». Darwin le enseñó a preparar pájaros y animales y a ayudarle en ge­neral en sus trabajos. Covington no era, sin embargo, al pa­recer, muy simpático. «Mi criado es un tipo extraño —escribía Darwin—. No me resulta muy simpático, pero quizá sea su rareza lo que le hace perfectamente apto para mis propósitos.» No obstante, parece que se entendían bien, ya que Covington estuvo al servicio de Darwin muchos años después de que el Beagle volviese a Inglaterra. Darwin y Covington se entregaban al trabajo con hachas puntiagudas. El tiempo corría y Darwin estaba metido de cabeza en su investigación: «He estado por la noche en Punta Alta trabajando durante veinticuatro horas en búsqueda de huesos. Hemos tenido mucho éxito y la noche se ha pasado agradablemente.» Más esqueletos fosilizados salieron a la luz y fueron dispuestos en la playa. Darwin em­pezó a darse cuenta de que estaba bregando con criaturas que virtualmente eran desconocidas de la zoología moderna y que habían desaparecido de la tierra hacía milenios. Eran partes del calípedes gigante, el monstruo que usaba de sus garras para encaramarse a las cimas de los árboles, ya que solo se alimentaba de vegetales, y de dos o tres animales, igualmente enormes e íntimamente relacionados: el megalonix y el scelidoterio. Consiguió casi un esqueleto completo de este último. Luego estaban el toxodón, «uno de los animales más extraños que se han descubierto»; el armadillo gigante; el colmillo de un milodonte, un elefante extinguido; una macrauchenia, «cuadrúpe­do singular» y una especie de llama salvaje tan grande como un camello. Todos estos huesos se hallaban encamados en una gruesa matriz de conchas de mar, «una catacumba perfecta para monstruos de razas extinguidas».
Lo más importante de estos animales para Darwin era que se asemejaban estrechamente a las contrafiguras más pequeñas, vivas en el mundo de hoy: los pequeños perezosos que viven en los árboles, el pequeño armadillo excavador, el delicado gua­naco. «Esta maravillosa relación en el mismo continente entre los muertos y los vivos arrojará, no me cabe duda, mucha luz sobre la aparición de los seres orgánicos en nuestro planeta y sobre su desaparición» «—escribió—. ¿Dónde habían estado estas grandes bestias en la época del diluvio? Quizá lo más misterioso de todo fuese el descubrimiento de los huesos de una especie de caballo. Cuando los conquistadores españoles llegaron a la América del Sur en el siglo XVI, el caballo era desconocido. Sin embargo, aquí tenía Darwin la prueba defini­tiva de que esta clase de animales habían existido en un pasado remoto. ¿Podría significar esto que las varias especies estaban cambiando sin cesar y desarrollándose y que las que no lograron adaptarse al medio que les rodeaba se habían extinguido? Si era así, entonces los habitantes actuales del mundo eran muy distintos de los que Dios creó originalmente. Aún más: había que plantearse algunas preguntas sobre si la creación pudo haberse llevado a cabo en una sola semana. La creación era un proceso continuo que había estado en marcha durante mucho tiempo. ¿Qué era lo que había exterminado a tantas especies? «Ciertamente, no hay un hecho en la larga historia del mundo tan asombroso, tan extendido ni tan repetido como la exter­minación de sus habitantes» —escribió Darwin—. Acarició la idea de que los cambios de clima explicasen la exterminación y, después de considerar muchas teorías, llegó a la conclusión de que el istmo de Panamá pudo, en otro tiempo, haberse hallado sumergido. Esto era exacto: durante setenta millones de años no hubo istmo de Panamá; la América del Sur era una isla y estos grandes animales vivieron en un aislamiento absoluto. Cuando el istmo se elevó y América del Norte quedó unida a América del Sur, permitiendo la entrada de nuevos animales de presa y nuevos rivales, el destino de la mayoría de estos curiosos e indefensos animales quedó sellado.
Cuando Darwin llevó sus ejemplares a bordo del Beagle Wickham se disgustó por «el barullo» que organizaba en sus limpias cubiertas y gruñó contra «aquel condenado material». FitzRoy recordaba más tarde «cómo nos reíamos ante la aparente basura que llevaba a bordo con frecuencia». Pero para Darwin era aquello cuestión importante, y debió de ser por entonces cuando empezó a discutir con FitzRoy sobre la autenticidad de la historia del diluvio. ¿Cómo habían podido entrar estas enormes criaturas en el arca? FitzRoy tenía la respuesta: no todos los animales habían logrado entrar en el arca, explicó; por alguna divina razón, algunos habían quedado fuera y se habían ahogado. Pero Darwin protestaba: ¿se habían ahogado? Había pruebas, las conchas de mar, por ejemplo, de que aquí la costa se había levantado por encima del mar y que estos animales corrieron por las pampas de la misma manera que los guanacos en la época actual. La tierra no se había elevado, dijo FitzRoy; había sido el mar el que se elevó y de ahí los huesos de los animales, que eran una prueba adi­cional del diluvio.
En aquella primera etapa del viaje, Darwin no estaba preparado para exponer sus teorías de manera convincente; él mismo se veía desorientado, necesitaba más pruebas, le hacía falta más tiempo para pensar en lo que le habían propor­cionado sus hallazgos, y hasta se mostraba inclinado a creer que aquellas ideas nuevas y perturbadoras que poblaban su mente eran erróneas. Desde luego, no tenía ningún deseo de negar la verdad de la Biblia; era sencillamente cuestión de interpretación, la manera de interpretar sus palabras a la luz de la ciencia moderna. En este aspecto FitzRoy se mostraba muy deseoso de echarle una mano. Y casi nos parece ver a los dos hombres en el pequeño camarote, con la lámpara moviéndose sobre sus cabezas y los veintidós cronómetros marcando el tic-tac, y los libros abiertos esparcidos ante ellos: la Biblia de pá­ginas sobadas de FitzRoy y el segundo volumen de Lyell sobre geología, que acababa de llegar a las manos de Darwin... Sin embargo, de alguna manera, entre una y otra cosa, pen­saban los dos hombres, se podría llegar a la verdad. Por último, a finales de noviembre de 1832 se encaminaron hacia el Sur para llevar a cabo el experimento en el que el propio FitzRoy había puesto grandes ilusiones: el desembarco de Jemmy Button y sus amigos en las costas occidentales de la Tierra del Fuego, donde habían vivido anteriormente, y el enclave de un puesto avanzado de la cristiandad en aquella costa remota y so­litaria.

19 marzo 2008

El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead (6)

La pelea se había olvidado a la mañana siguiente, pero el hecho de que la venta hubiera podido tener lugar, el hecho de que Lennon hubiera podido separar aquellas familias que habían estado viviendo juntas durante tantos años y de que pocos hubieran pensado que era una cosa cruel e inhumana fue para Darwin algo monstruoso y desagradable. No se sintió tranquilo ni cuando, a la mañana siguiente, toda la comunidad se reunió en el cuadrángulo para rezar las oraciones y el cántico de los himnos. Las voces de los negros se elevaron dulcemente en el aire mati­nal y Lennon bendijo a todos antes de que salieran para el trabajo.
Darwin había sentido siempre un profundo aborrecimiento por la esclavitud; en Inglaterra sus parientes, los Wedgwood, se contaron entre los primeros que lanzaron una campaña contra ella, y estaba todavía cavilando sobre lo que había visto y sobre la crueldad y la hipocresía con que se cubría todo aquello, cuando volvió a Río de Janeiro. Le hervía la sangre y hacía temblar su corazón la idea de que ingleses y norte­americanos se vieran envueltos en el tráfico de esclavos. Le habló de ello a FitzRoy un día, cuando estuvieron a bordo del Beagle. Los puntos de vista de FitzRoy sobre la esclavitud eran los que podían haberse esperado de él; sin aprobarla de manera explícita, pensaba que había muchas cosas que hablaban en su favor. Era un sistema antiguo, tan viejo incluso como la Biblia, y no podía desmontarse rápidamente y sobre todo por gentes idealistas de mente liberal que nunca habían tenido la respon­sabilidad de hallarse al frente de una gran plantación. Cuando Darwin comenzó a contar sus aventuras, FitzRoy le escuchó al principio con calma. Le dijo que también él había hecho una visita a una plantación mientras Darwin había estado ausente y que había encontrado esclavos viviendo en condiciones tan buenas como las de los campesinos de Inglaterra. El dueño de la plantación había llamado incluso a algunos de los hombres y FitzRoy personalmente les había preguntado si se sentían des­dichados por ser esclavos y querían emanciparse. Todos ha­bían contestado que no.
Darwin estaba demasiado enfadado para ser prudente. ¿Qué otra respuesta podían haber dado delante de su amo? El tono de su voz y su sonrisa de desprecio enfurecieron a Fitz­Roy. Si Darwin dudaba de sus palabras, dijo, sería preferible que saliera del camarote; era imposible que siguieran convi­viendo ni un momento más. Darwin dijo que aún haría algo por su cuenta: se marcharía del barco inmediatamente. Y con estas palabras se fue del camarote.
Nadie se mostró dispuesto a ponerse al lado de FitzRoy en este asunto. En cuanto oyeron hablar de la pelea, los otros oficiales fueron a ver a Darwin y le dijeron que si quería trasla­dar sus bártulos a los camarotes de ellos, sería recibido con los brazos abiertos. Mientras tanto, FitzRoy había enviado en busca de Wickham y estuvo desahogándose hablando mal de Darwin y de todo lo que Darwin representaba. Pero poco a poco se fue calmando, y como sucedía siempre con aquella naturaleza tensa y demasiado exigente consigo misma, empezó a asediarle el remordimiento. Había ido demasiado lejos. Tal vez se había equivocado. Posiblemente había herido los senti­mientos de Darwin. Deseaba que Darwin volviera con él. Al oír decir esto, Wickham subió a cubierta: El capitán deseaba ofrecer sus excusas al señor Darwin y le rogaba que volviera a su camarote. Darwin se mostró propicio. Después de todo, lo importante de aquel viaje era la gran aventura. Para entonces había conseguido ya montar un trabajo ente­ramente por su cuenta y aquello era más importante que cual­quier pelea personal. Quizá fuera una suerte, después de todo, que en los próximos meses tuvieran que separarse; mientras FitzRoy iba al Norte hacia Bahía con el Beagle para proseguir sus mediciones de la costa, Darwin seguiría en tierra en Río de Janeiro con Augustus Earle y el guardiamarina King.
Darwin disfrutó muchísimo durante su estancia. «Nunca he creído tener más suerte que con el retorno del Beagle a Bahía», escribió a su hermana Catherine. Los tres hombres compartían un hotelito muy agradable que solo les costaba, incluidos el alquiler y la comida, veintidós chelines a la semana, añadía Darwin con satisfacción, y estaba aumentando su colección de ejemplares, de arañas, mariposas, pájaros y conchas marinas, con el propósito de enviárselo todo a Henslow. Se puede tener una ligera idea de la meticulosa labor que requería aquel envío por una carta que Henslow escribió a Darwin al recibir en Cambridge la primera caja, unos seis meses más tarde. «Creo que ha hecho usted maravillas», decía; pero le animaba a usar más papel y menos relleno. Un magnífico cangrejo había per­dido todas las patas, un pájaro había llegado con las plumas de la cola dobladas, dos ratones habían llegado pulverizados... Los pequeños insectos eran los que llegaron en mejores condi­ciones, pero quizá fuese peligroso para sus antenas y sus patas envolverlos en algodón. Debió de ser una verdadera prueba para Darwin tener que aguardar tanto tiempo para recibir noticias de sus preciosas cajas. En una ocasión la carta de acuse de recibo tardó en llegar siete meses, con lo que hacía ya un año o más desde que el paquete fue enviado.
Cuando el Beagle volvió, trajo la triste noticia de que Charles Munsters, que era hijo de un amigo de FitzRoy y una de las personas más queridas a bordo, había muerto a causa de las fiebres. El ánimo de todos estaba muy bajo y deseaban salir cuanto antes hacia la nueva etapa del viaje, aunque Darwin no estaba ya muy entusiasmado con las largas estancias en el mar. No obstante, muy pronto se lanzaron otra vez al océano, hacia el sur del continente, hacia las regiones virtualmente desconocidas por la Patagonia y la Tierra del Fuego. «Deseo ardientemente poner el pie allí en donde ningún hombre lo ha puesto antes», escribía Darwin.
Darwin se mareó en cuanto salieron a mar abierto. Hay una breve nota en su cuaderno del 16 de julio de 1832 que suena a triste: «Fuerte mareo... Peces voladores... Marsopas...» No era de la clase de personas que acaban por acostumbrarse al mar, y al final de la travesía era tan mal marino como cuando salieron de Plymouth. A finales del viaje, en marzo de 1835, escribía a su casa: «Continúo padeciendo tanto del mareo, que nada, ni siquiera la misma geología, podría compensarme del sufrimiento y la falta de ánimo que me acomete.» Pero, a menos que físicamente le fuera imposible, nunca estaba ocioso en el barco. Iba y venía con su telescopio siempre que hubiese algo que ver; se pasaba los días observando y meditando sobre el vasto número de pájaros que veía y llegó a la conclusión de que el instinto migratorio tiene preferencia sobre cualquier otro: «Todo el mundo sabe cuan fuerte es el instinto maternal; sin embargo, el instinto migratorio es tan poderoso, que a fines del otoño algunos pájaros abandonan sus crías, dejándolas que perezcan en sus nidos.» Se refería también a una gansa hembra que, según habían contado, cuando llegó el momento de emi­grar tenía las alas rotas y emigró a pie.
En Río de Janeiro, Robert MacCormick, el cirujano, se fue del barco. Parece que nadie le tenía simpatía y hasta Darwin observa: «No ha sido pérdida alguna.» El hombre que ocupó su puesto, el joven Benjamín Bynoe, era, en cambio, persona muy agradable que por entonces se había hecho ya excelente amigo de Darwin. Compartía con Darwin el entusiasmo por la histo­ria natural, había hecho excursiones con él en tierra siempre que podía e hizo lo que pudo por aliviar el mareo de Darwin. Había tomado parte en el viaje anterior y era capaz de hacer muchas cosas útiles; también era el hombre con quien Darwin se desahogaba cuando tenía dificultades con FitzRoy. Una de las cosas más halagüeñas que pueden contarse de Bynoe fue que se ocupó con mucho interés de los nativos de la Tierra del Fuego, y Jemmy Button sentía gran afecto por él.
El Beagle navegaba ahora desde los trópicos hacia la zona templada y en estas aguas más frescas y más azules los hombres tuvieron que empezar a ponerse ropas de más abrigo. Darwin, como los oficiales, empezó a dejarse crecer la barba, lo que le daba, según dice él mismo, «el aspecto de un deshollinador mal lavado». Los domingos por la mañana, FitzRoy dirigía el servicio divino y debía de ser un espectáculo interesante verle en la cubierta de popa con los hombres a su alrededor y las velas flotando en lo alto. La pequeña Fuegia Basket y sus dos com­pañeros se ponían su mejor ropa. En torno estaba aquel deco­rado, tan familiar a la gente del barco que apenas si nadie reparaba en él: los mosquetes, las pistolas y los machetes colgando de la pared, detrás del timón, y el timón con su leyenda: «Inglaterra espera que cada cual cumpla con su deber», grabada en el borde, y, en el centro, un grabado de Augustus Earle representando a Neptuno con su tridente. El mar infinito como fondo... FitzRoy con su apasionado fundamentalismo, no podía dejar de leer de vez en cuando la lección del libro del Génesis: «Y Dios dijo: Hagamos a un hombre a nuestra imagen y seme­janza, y hagámosle dueño de los peces del mar y de las aves del aire y de las bestias de toda la tierra...» Casi nos parece oír aquella clara y autoritaria voz explicando a continuación: «Pero este hombre, a quien Dios había creado, se corrompió y llenó la tierra de violencia. Y así Dios inundó la tierra con las aguas durante ciento cincuenta días, y pensó en destruirle. Pero en su gran misericordia, Dios permitió a Noé construir un arca y tomar a bordo a su familia y a dos animales, macho y hembra, de cada especie, y todos ellos fueron salvados. Y así, el mundo que Dios creó en los comienzos fue preservado hasta el presente día. Recordemos todos los que estamos en este barco su divina providencia y pidámosle humildemente que bendiga este viaje nuestro hasta los mares inexplorados hacia los que nos dirigimos...» La escena es evocada por el cuadro de Earle titulado «Servicio divino, como se acostumbra hacer a bordo de una fragata británica en el mar», cuadro que más tarde expuso en la Real Academia de Londres.
FitzRoy se encontraba a sus anchas en el mar. En el breve espacio de su barco, las complicaciones y los fastidios de la vida en tierra no se encontraban, y las cosas podían ser de manera adecuada dominadas y organizadas; no había más que tener el cañón de bronce bien pulido y las velas bien tensas. La lucha con el mar era un asunto decoroso y decente, y no había por qué sentirse atemorizado. Se pensara lo que se pensara del capitán del Beagle, nadie podía poner en duda su valor. «Iría antes con FitzRoy y un grupo de diez hombre, que con cualquier otro con el doble número de dotación», escribía Darwin a su hermana Susana. «Es tan prudente y tan vigilante como resuelto y valiente cuando las cosas lo exigen así.» De manera que no se sintieron en manera alguna intimidados cuando las cosas se pusieron feas en el río de la Plata. Un crucero de veintiocho días desde Río de Janeiro les llevó hasta la rada de Buenos Aires; pero cuando estaban a punto de entrar en el puerto, el barco guardacostas abrió fuego sobre ellos. El primer disparo fue de pólvora, pero el segundo estaba cargado y pasó silbando sobre el aparejo del Beagle. FitzRoy echó anclas y en seguida envío dos botes a la orilla a pedir explicaciones. Antes de que los hombres pudieran poner pie en tierra, un funcionario de Aduanas salió, ordenándoles que volvieran atrás, y diciendo que tenían que someterse a una inspección de cuarentena. Pero Fitz­Roy no consentía en someterse a nada. Ordenó al Beagle ponerse en posición, sacó sus cañones y se acercó al guardacostas. Le hizo señales, diciéndole que si se atrevía a disparar otra vez enviaría una andanada a aquel podrido mamotreto. Con esto salió de la fangosa marea del río de la Plata hacia Montevideo, en donde la fragata británica Druid estaba anclada. Pronto se pusieron de acuerdo para que la Druid con sus cañones se diri­giese a Buenos Aires a exigir una explicación del Gobernador. Como todas las personas de a bordo, Darwin estaba furioso: «Espero que el guardacostas dispare un cañonazo a la fragata —escribió en su Diario— Si lo hace, va a ser su último día sobre el agua.»
Mientras tanto las cosas se habían puesto como si, efec­tivamente fuera a desencadenarse todo el escándalo que él deseaba. Un ministro del gobierno, en estado de agitación, apareció en el Beagle con la noticia de que las tropas negras de Montevideo se habían rebelado. ¿Querría FitzRoy enviar a tierra a un grupo de hombres, aunque solo fuera para proteger las propiedades de los mercaderes británicos? Sí, respondió FitzRoy, lo enviaría. El mismo se puso a la cabeza para hacer el primer reconocimiento e inmediatamente, en cuanto llegó al dique, envió una señal a los hombres del Beagle para que bajaran a tierra. Cincuenta y dos hombres, armados con mosquetes y machetes, saltaron a los botes y desfilaron marcialmente por la calle principal para tomar posesión del fuerte central. Darwin iba con sus dos pistolas en el cinturón y una espada en la mano. Pero, ¡oh! desencanto, no sucedió nada. Los rebeldes se dispersaron y al cabo de una noche, pasada asando chuletas en el fuerte, la tropa de asalto del Beagle volvió pacíficamente al barco. Poco después el Druid volvió de Buenos Aires con las más corteses excusas y la noticia de que el capitán del guardacostas había sido detenido. No fue una victoria extraordinaria, ciertamente, pero habían tenido ocasión de mostrar a los argentinos quién eran quién y los acontecimientos tuvieron la virtud de estrechar los lazos entre la gente del Beagle y unirlos a todos más con su capitán. Se encontraban todos del mejor humor, cuando salieron hacia la árida costa del Sur.

18 marzo 2008

El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead (5)

Luego estaban los nativos de la Tierra del Fuego. York Minster era un tipo taciturno y extraño, pero parecía claro que estaba tomando mucho cariño a Fuegia Basket y ella a él. Jemmy Button era el favorito de todos. Darwin parece que los quería a los tres, y como único hombre universitario a bordo, probablemente echó una mano en la educación de Fuegia Basket. Pero se sentía particularmente ligado a Jemmy. El chico era un dandy, con sus guantes de cabritilla y sus botas altas, brillantes como un espejo. Acostumbrado a la vida del mar, no podía comprender por qué se mareaba Darwin. Cuando Darwin estaba enfermo, él le miraba asombrado, murmurando: "Pobrecillo, pobrecillo." Los nativos de la Tierra del Fuego tenían una vista extraordinaria, mucho más aguda que los marineros, y cuando Jemmy se enfadaba con el oficial de guardia, solía decir: «Yo ver barco; yo no decir a ti...»
El barco iba a buena marcha haciendo como término medio ciento sesenta millas cada veinticuatro horas. Sesenta y tres días después de salir de Inglaterra llegaron al Brasil y desem­barcaron en la hermosa y antigua ciudad de Bahía, situada en medio de un bosque de bananeros, naranjos y cocoteros. La primera impresión de Darwin fue de deslumbramiento: «Mara­villoso es una palabra débil para expresar los sentimientos de un naturalista que por vez primera se encuentra en una selva brasileña», escribió en su Diario. Se sentía como un ciego que acabara de recobrar la vista, contemplando aquel escenario incomparable, como si fuera «un cuento de las mil y una noches». En la mañana del 4 de abril, el Beagle entró en el puerto de Río de Janeiro, envuelto en luz resplandeciente. Trasportado de gozo ante la perspectiva de poder salir del barco y empezar a trabajar y coleccionar especies botánicas, Darwin se lanzó a tierra y en seguida se instaló en la ciudad. Al fin podría dar prueba de su talento de científico e incluso, con un poco de suerte, hacer algo por complacer a FitzRoy, relacionando sus descubrimientos con las grandes verdades religiosas de la Biblia.
Al cabo de tres días, Darwin logró ponerse de acuerdo con un irlandés llamado Patrick Lennon, que salía a visitar su plantación de café, a cien millas al Norte, para acompañarle. El grupo se componía de siete personas, que irían todas ellas a caballo. Con una temperatura sofocante, siguieron la costa durante los primeros días y luego se metieron en el interior, en la selva húmeda tropical. Decir que Darwin era feliz, no es suficiente; estaba asombrado, entusiasmado, extático. A su alrededor todo eran árboles de ceiba, palmeras como abanicos, con tallos tan altos como mástiles de buque y con un follaje que ocultaba el sol. De las ramas más altas caían los líquenes y las lianas, entrecruzándose al través de la luz verdosa y en el silencio y la calma del mediodía, la enorme mariposa azul llamada morpho atravesaba el aire con las alas desplegadas. El aire estaba lleno del perfume de plantas aromáticas, alcanfor, pimienta, cinamomo y clavo. Luego estaban allí las monstruosas montañas de hormigas, de doce pies de altura, las orquídeas parásitas saliendo del tronco de los árboles, y los increíbles pájaros brillantes, tucanes, papagayos, el pequeño colibrí, con sus alas invisibles zumbando, posado sobre una flor... Darwin hacía anotaciones rápidas entusiásticas, en sus cuadernos de notas al pasar: «Tallos enlazando tallos, cruzándose como las trenzas del pelo, lepidópteros maravillosos, silencio... Hosanna.» En una ocasión llegaron a ver una de las cosas más sorpren­dentes que pueden verse en la selva: una columna de hormigas-soldados; a medida que la horda brillante, negra, de millones de cabezas avanzaba «—la columna tenía cientos de yardas de longitud-— todas las cosas vivientes con que se cruzaba en el camino eran presas del pánico. Era asombroso ver a los lagartos, las cucarachas y las arañas correr locos de miedo y caer atra­pados por un rápido movimiento circular de la columna de las hormigas; en un santiamén la columna había caído sobre su presa. La descripción que hace Darwin de estas hormigas y sus deducciones proporcionó una base para toda la inves­tigación científica que luego se ha hecho sobre este tema. «En este caso —escribió más tarde—, la selección se ha apli­cado a la familia, y no al individuo, con el fin de proporcionar un fin útil.» Este fin es el bien de la colonia, en la que los indi­viduos realmente no cuentan. Las hormigas son sordas y casi ciegas y se mueven como células de un organismo gigante, impulsadas por un instinto ciego.
Entre estas bellezas había también algunas amenazas. Nada estaba a salvo. Devorar o ser devorado; esta era la condición de la existencia y el débil tenía que camuflarse para sobrevivir. En el jarro de coleccionista de Darwin fueron a parar «el palo ambulante», un insecto que se parece a una pajita, la inofensiva mariposa nocturna que se disfraza de escorpión, el escarabajo que adopta los colores de un fruto venenoso para huir de los pájaros... Observó que las antenas de ciertas especies de insectos eran meramente ornamentales, hechas para la atracción sexual, pero que la mayor parte de los rasgos de los animales habían sido creados con la idea de engañar: algunas mariposas, por ejemplo, tenían alas con agujeros, imitando hojas secas; otras, como la mariposa cósmida, parecían flores marchitas, otras tenían falsos ojos, luminosos y brillantes. Algunos insectos se protegían de otro modo no menos curioso: la mariposa llamada helconia tenía un sabor tan desagradable que los animales de presa no querían atraparla, y así otras especies que eran comestibles se disfrazaban con los colores de la heliconia. Una vez más, las ideas que le acudieron a Darwin con la vista y el estudio de estos insectos brasileños dieron fruto veinte años más tarde y le proporcionaron una prueba viva de su teoría de la selección natural: «Dando por supuesto que un insecto originalmente se habría parecido en algún grado a una ramita seca o a una hoja caída y que ello variaba levemente de varias maneras, todas las variaciones que hacían a los insectos más semejantes a ese objeto que podía ser respetado se conservaban mientras que las otras variaciones se perdieron; o bien, si esas variaciones hacían al insecto menos semejante al objeto imitado fueron eliminadas.»
¡Cómo hubiese disfrutado Henslow con todo esto! «Nunca he tenido una experiencia tan extraordinaria —le escribió Darwin a su maestro, entusiásticamente—. Antes admiraba a Humboldt; ahora le adoro; solamente él ha podido dar una idea de las sensaciones que se experimentan al entrar por vez primera en los trópicos... En estos momentos estoy metido de lleno con las arañas... y si no me engaño, he logrado atrapar algunas especies nuevas. Le enviaré pronto una gran caja a Cambridge.»
Y ahora, de repente, Darwin se daba cuenta de que la brutalidad de la naturaleza, la persecución del débil por el fuerte, se aplicaba también a los seres humanos. Habían entrado en una parte de la selva donde el camino se había borrado y un esclavo negro, con una espada, había sido enviado por delante para abrir camino. Darwin trató de hablar al hombre en su español vacilante, ayudándose de gestos un poco exagerados para hacerse comprender, pero aún no había terminado la frase cuando vio con gran sorpresa que el hombre se conducía como si le fueran a golpear. Dejó caer las manos, se puso en actitud sumisa y se cogió la cabeza, esperando que cayera el golpe sobre él. Darwin se quedó horrorizado. ¿Eran todos los esclavos tan fáciles al temor como este, estaban tan asustados? Lennon, que poseía un buen número de esclavos, le tranquilizó. ¿Pero, podía tranquilizarle? En aquellos momentos cabalgaban hacia una colina de desnudo granito, empinada, en donde durante algún tiempo un grupo de esclavos prófugos habían logrado esconderse y habían conseguido arrancar al suelo una manera de vivir. Los esclavos habían construido hasta un pequeño grupo de cabañas con ramas, que eran copia exacta de las que ellos habían habitado, antes de ser capturados, en África. Las cabañas aparecían ahora vacías. Un grupo de soldados brasileños se emboscó y capturó a todos los prófugos, a excep­ción de una mujer, que había preferido darse muerte a la pers­pectiva de ser de nuevo esclavizada; la mujer se lanzó desde lo alto de la colina y se hizo trizas contra las rocas. «Me dijeron en Inglaterra antes de salir —escribió Darwin a su hermana Carolina—, que cuando conociera por mis propios ojos a los esclavos cambiaría mis opiniones; el único cambio que han sufrido es que me he hecho una idea mucho más elevada del carácter de los negros de la que tenía antes.»
Al acercarse a la hacienda de Lennon se disparó un cañón y empezó a tocar una campana para anunciar su llegada. Aquel estampido rasgó el profundo silencio de la selva. Los esclavos de la plantación llegaron en masa a recibirlos. Era un lugar delicioso, una especie de cuadrángulo, rodeado de cabañas de techo de paja, con la vivienda del amo en un lado y, enfrente, los establos, los almacenes de la plantación y los dormitorios de los esclavos. En las habitaciones del amo los sofás y las sillas talladas, que hubieran podido provenir de cualquier salón Vic­toriano, hacían un raro contraste con aquel lugar de paredes encaladas, con los techos de paja y las ventanas sin cristales. Montones de granos de café estaban apilados en el centro del patio y había un gran ir y venir de perros y gallinas, caballos y otros animales de la finca; las mujeres estaban en cuclillas alrededor de sus fogones y los niños, desnudos, jugaban al sol. Se preparó para los huéspedes una comilona fantástica. Darwin había terminado apenas con el pavo cuando tuvo que habérselas con el cerdo asado; mientras, toda la vida palpitante de la hacienda se movía a su alrededor: niños, gallinas, perros, «todas las variedades de viejos galgos», dice Darwin, aparecían por los espacios abiertos de la casa y tenían que ser ahuyentados por un esclavo, cuyo único cometido consistía en eso.
Lennon, dueño y señor de aquel pequeño feudo, resultaba una especie de enigma. Durante el viaje a caballo desde Río de Janeiro, Lennon había dado la impresión a Darwin de una persona razonable y de mente liberal; pero ahora, de repente, y sin razón justificada, se encolerizó de manera violenta con el encargado de la finca, un hombre llamado Cowper. Quizá fuera el calor, quizá la pertinacia de los niños que se entrome­tían, quizá un viejo agravio entre los dos; pero, de cualquier manera, Lennon parecía fuera de sí, por la furia. Anunció que iba a vender a todas las mujeres esclavas y a sus hijos, que serían separados de sus padres y maridos y que los enviaría a Río para venderlos en pública subasta. En particular habló de deshacerse de un niño mulato por quien el encargado sentía mucho afecto. Entonces fue cuando los dos hombres sacaron las pistolas y quizá hubieran empezado a disparar de no haber intervenido Darwin y otros.
El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead publicado en "La Revista de Occidente" en agosto de 1970

17 marzo 2008

El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead (4)

Había llegado el momento de las últimas diligencias, y Charles fue en coche a Londres y a Cambridge y volvió a Shrewsbury para hacerlas. En primer lugar, los libros; tenía que llevar el Humboldt, el Milton, la Biblia y el primer volumen de Lyell de los principios de geología que acababa de salir de las prensas, un regalo que, como despedida, le había hecho Henslow. Tenía que proveer a los últimos detalles de su equipo: gemelos, una lente geológica y botellas de alcohol para preservar los ejem­plares. El 24 de octubre de 1831 volvió a Plymouth, según lo con­venido, y se encontró con que el Beagle todavía no estaba listo; las reparaciones llevaban más tiempo del que se había previsto.
En los dos meses que estuvo Darwin esperando la marcha se sintió muy desgraciado. No tenía nada concreto que hacer. «Mi principal ocupación es subir al Beagle y procurar compor­tarme del modo más marinero posible», escribió a su familia. «Pero no tengo pruebas de haber engañado a nadie, ya sea hombre, mujer o niño.» Alquiló en tierra unas habitaciones y pasaba parte de los días instalando y volviendo a instalar su bagaje en el barco, en aquel pequeñísimo camarote. Realmente, había poco sitio. FitzRoy, con su pasión por la exactitud, había instalado no menos de veintidós cronómetros envueltos en serrín y dispuestos en estantes alrededor de los muros. El sitio de que disponía Darwin para dormir era tan pequeño, que tenía que sacar el cajón de una cómoda para hacer sitio a los pies. Pero FitzRoy seguía siendo muy amable. Hubo, sin embargo, un pequeño incidente. Los dos jóvenes fueron un día a una tienda de Plymouth para cambiar una pieza de loza que habían com­prado para el barco. Cuando el dueño de la tienda se negó a hacer el cambio, FitzRoy estalló en cólera. Preguntó el precio de un juego de porcelana de China, muy caro, y dijo: «Lo hubiera comprado de no haber sido usted tan grosero.» Con esto salió hecho una furia de la tienda. Darwin sabía bien que Fitz­Roy no tenía intención de hacer semejante compra —tenían toda la vajilla que necesitaban—; pero no dijo nada y durante un rato caminaron en silencio. Luego, de repente, la furia del capitán se evaporó: «Usted no creyó en lo que he dicho al tendero», exclamó de repente. «No -—contestó Darwin—; no lo creí.» FitzRoy no dijo nada y al cabo de unos minutos comentó: «Tiene usted razón. He dicho algo que no debiera haber dicho, llevado de mi cólera contra ese bastardo.»
En diciembre, el Beagle estaba listo; pero su primera tenta­tiva de salir a mar abierto fue una especie de advertencia de lo que les aguardaba. El 10 de diciembre y el 21 de mismo mes el barco salió del puerto teniendo en las dos ocasiones que volver a Plymouth, y en las dos ocasiones se mareó Darwin de manera violenta. El día de Navidad, la tripulación se emborrachó en el puerto, y el guardiamarina King, que era el oficial de guardia, se vio obligado a encadenar a uno de los marineros para cas­tigar su insolencia. Debió de ser una borrachera de categoría, porque los hombres no se habían recobrado lo suficiente como para izar las velas al día siguiente. El 27 de diciembre apareció cubierto y en calma, pero durante la mañana, un viento fresco del cuadrante adecuado, el Este, empezó a soplar; se podía ver el humo de las chimeneas de Plymouth ondulando en el aire.
FitzRoy y Darwin almorzaron en tierra chuletas de cordero y champán y subieron a bordo a las dos de la tarde. Al fin estaban ya en marcha; los hombres tiraban de los cables, obedeciendo al silbato del timonel. Al anochecer, Darwin se encontró contemplando melancólicamente la luz de Eddystone en el horizonte, la última imagen de Inglaterra. Se dirigieron hacia el Sur, en un mar bastante movido, y salieron al gris Atlántico. FitzRoy hizo subir a cubierta al más borracho del día de Navi­dad y le mandó azotar.
Aquellas primeras semanas fueron de cielo cubierto y deja­ron un vacío en la mente de Darwin por culpa del mareo. «Los padecimientos que tengo que soportar son mayores de lo que había imaginado», escribió tristemente a su casa. «Lo peor empieza cuando se siente uno tan fatigado que el menor movimien­to produce la impresión de que uno va a desmayarse. No puedo hacer más que estar tumbado en la hamaca.» Solo podía comer uvas. En una ocasión se arrastró hasta la cubierta para respirar un poco de aire fresco, pero las olas tremendas y el vaivén era más de lo que podía aguantar; así es que la mayor parte del tiempo se lo pasaba en su hamaca o arrebozado en el sofá de FitzRoy, intentando leer. Estaba demasiado malo para levantarse y ver la costa de la isla de Madeira, cuando pasaron por delante de ella. Había además en todo esto un motivo espe­cial de desconsuelo para Darwin: temía que FitzRoy creyese que era demasiado flojo para emprender este viaje. Por el momento no podía hacerse nada; lo único que podía hacer era quejarse lo menos posible, apretar los dientes y aguantar, esperando que viniese mejor tiempo. Pasara lo que pasara, él no iba, sin embargo, a desistir y volverse a casa tan pronto como tocaran tierra por vez primera; sobre este punto estaba absolutamente seguro. Y al final se vio recompensado. En las islas de Cabo Verde, en la costa occidental de África, hubo un respiro de veintitrés días, mientras FitzRoy fijaba exacta­mente la posición de las islas, y aquí, al fin, Darwin pudo hacerse una idea de lo que el viaje iba a significar para él. Por primera vez veía una isla volcánica; había estado sumergido en el libro de Lyell y había pasado por su mente la idea de que algún día podría escribir un libro él también sobre geología. Cincuenta años más tarde podía recordar aun el lugar exacto en donde esta idea le había acudido por primera vez: «Fue un momento memorable para mí y puedo recordar con absoluta claridad el arrecife de lava bajo el que me resguardaba, con el sol brillando en lo alto y calentando, algunas extrañas plantas desérticas alrededor y con los corales vivos en las charcas que la marea había dejado a mis pies...»
Darwin estaba ya estudiando, coleccionando, recogiendo y observando. Ni un solo detalle se escapaba a su mirada; los pájaros, el paisaje, los nativos, el polvo, las plantas. Observaba minuciosamente una babosa marina, le hacía la disección y encontraba en su estómago varias piedras pequeñas. En sus notas hay un dibujo de un baobab, pero probablemente fue hecho por FitzRoy; Darwin no sabía dibujar. Escribió a Henslow que solo había una cosa que le preocupaba: si estaba realmente tomando los datos esenciales que tenía que tomar.
Siguió su ruta el barco, cruzaron el ecuador y encontraron aguas más tranquilas al acercarse al Brasil. Los delfines jugaban alrededor del barco y las aves marinas les siguieron los pasos. Darwin empezó a volver a la vida. Era una figura curiosa; entre la tripulación, vestida de uniforme, él era el único que seguía llevando sus trajes habituales, la indumentaria de un caballero de comienzos del siglo XIX, esto es, levita, larga y abierta por detrás, abrigo cruzado con sus solapas y sus boto­nes, pantalones largos y camisa de cuello alto, con su corbata. Sus actividades, además parecían muy extrañas a la dotación; se hizo, con sus propias manos del tejido usado para las bande­ras, una red de cuatro pies de larga, que, colgaba de la popa, y era capaz de atrapar a miríadas de pequeñas criaturas marinas de todos los colores, que relucían y se escurrían al ser echadas sobre la cubierta. La rutina diaria era sencilla y espartana. A las ocho, el desayuno, que FitzRoy y Darwin tomaban mano a mano en el camarote del capitán. En cuanto había terminado el almuerzo, cada cual se iba a su tarea y ninguno aguardaba a que el otro hubiese concluido. Los dos se ponían a su trabajo; FitzRoy hacía su ronda matinal y Darwin, si el tiempo estaba en calma, se ponía con sus animales marinos, diseccionando, clasificando y tomando notas. Si el tiempo estaba malo, se iba a la cama y procuraba leer. A la una en punto, se servía la comida, que era una comida vegetariana: arroz, guisantes, pan y agua. No se servían vino ni licores. A las cinco de la tarde, la cena, que podía incluir carne y antiescorbúticos, como esca­beche, manzanas secas y jugo de limón. Por la noche se charlaba un poco con los oficiales, apoyados en la borda, bajo el cielo tropical. «Me parece que un barco es una casa sumamente cómoda «—escribió a su padre—, con todo lo que uno necesita, y si no fuera por el mareo, todo el mundo debiera de ser mari­nero.» Según pasaban los días, Darwin se encontró en relaciones cambiantes con FitzRoy. Al llegar a bordo le había impresio­nado el capitán por su amabilidad, enseñándole personalmente a colgar su hamaca y a colocar sus cosas y había seguido mos­trándose igualmente amable. Fue durante este tiempo cuando FitzRoy escribió a Inglaterra: «Darwin es una persona sensata y trabajadora y un compañero de mesa muy agradable. Nunca he visto a un tipo de tierra adentro acomodarse tan pronto a la vida del mar como Darwin.» Pero FitzRoy era un tipo contra­dictorio, nervioso, susceptible, y si Darwin no se había desilu­sionado con él -—seguía teniéndole por un gran hombre-— había algo en su naturaleza que coincidía menos con el ideal, el beau ideal que se había imaginado. Se había producido el incidente de la pieza de loza en Plymouth y luego, los azotes de los borrachos del día de Navidad; a Darwin no le pareció decente dejar a unos hombres que se emborrachasen para cas­tigarlos luego. Pero no se atrevió a protestar. No tardó en darse cuenta de que el capitán de un navío es un señor de horca y cuchillo; no se le podía hablar ni se podía discutir con él como con un hombre ordinario. Por otra parte, FitzRoy era a veces innecesariamente duro consigo mismo. «Si no se mata antes, va a hacer una obra extraordinaria en este viaje —escribió Darwin a su casa—. Nunca me había encontrado con un hombre que pudiera desempeñar el papel de un Napoleón y de un Nelson a la vez. No diría que es precisamente inteligente; sin embargo, nada es demasiado elevado o grande para él. El ascendiente que tiene sobre todos los que le rodean es curioso... De todas maneras es el tipo de más carácter con quien yo me he visto en mi vida.» El difícil carácter de FitzRoy era más difícil por la mañana, cuando hacía la inspección del barco, y si cualquier cosa no estaba en su sitio, se arrojaba sobre el delincuente con ira evangélica, como si hubiera sufrido un insulto personal. Su aparición sobre cubierta era electrizante; un grupo de mari­neros que estuviese tirando de una cuerda se aplicaba de tal forma al trabajo, al verle, como si su vida dependiese de ello. Pero eran los «rigurosos silencios» de FitzRoy lo que Darwin encontraba más penoso de soportar; moroso, sombrío y amena­zador, el capitán se abandonaba a su malhumor, a veces durante horas y horas. A pesar de esto, FitzRoy no era un hombre odiado; todos admiraban su talento de navegante y tenía también sus buenos ratos, y generalmente su manera de comportarse era cortés y de gran estilo. No obstante, todos andaban en el Beagle con mucho cuidado y Darwin tuvo que aprender el arte de esquivar sus cóleras.
Con el resto de los colegas, Darwin se entendía muy bien. Era hombre tímido y deseoso de aprender. Para la tripulación era conocido cariñosamente con el apelativo de «nuestro cazador de mariposas». El segundo oficial, Sulivan, que más tarde se convirtió en el almirante sir James Sulivan, escribió luego: «Tengo la convicción de que en los cinco años del Beagle nadie vio a Darwin enfadado ni le oyó decir una palabra poco amable o irritada a ninguno... Esto, con la admiración que inspiraba por su energía y su habilidad, nos hizo darle el nombre de el querido y viejo filósofo». Wackham, el primer oficial, gruñía por el barullo que organizaba Darwin en cubierta con sus ejem­plares, pero era hombre alegre y cariñoso; el tipo «de mejor conversación a bordo», según decía Darwin. Bynoe, el ayudante del cirujano, se convirtió en un verdadero amigo suyo. El joven Philip King, el guardiamarina, era un muchacho muy brioso y vivo: «He leído todo lo que ha escrito Byron —decía—, y todo lo demás me tiene sin cuidado.» Augustus Earle, el artista, era un hombre excepcional. Era hijo de un pintor norteamericano que había vivido algún tiempo en Inglaterra, Augustus había estudiado en la Royal Academy de Londres, en donde se había ejercitado en toda clase de pintura, retrato, paisaje, temas históricos. La otra pasión suya era la de recorrer el globo poniendo la planta en lugares en los que no hubiese estado nunca otro artista. Cuando se unió al Beagle contaba treinta y siete años, lo que hacía de él el hombre más viejo del barco, y llevaba viajando dieciséis; había vivido en América del Norte, América del Sur y en Australia; estas últimas eran las metas principales del Beagle. Como Darwin, era un entu­siasta de Humboldt y en especial de sus descripciones de la selva tropical. Darwin y él se entendieron tan bien, que decidieron alquilar una casa juntos cuando desembarcaran en Brasil.
El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead publicado en "La Revista de Occidente" en agosto de 1970

14 marzo 2008

El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead (1)

Una de las cosas más extraordinarias que pueden decirse de Charles Darwin es que fue uno de esos hombres cuya carrera, de forma inesperada, se decide por un sencillo golpe del azar. De los primeros veintidós años de su vida nada puede contarse apenas; no revelaron ningún talento especial. Luego, de repente, se le ofrece una gran ocasión: las cosas se hallan en el fiel de la balanza, pueden inclinarse de un lado o del otro; pero la suerte se interpone, o más bien una serie de acon­tecimientos en cadena y el destino lo levanta en sus alas para elevarle a lo alto y no volver a dejarle caer. Todo se nos antoja ahora inevitable, predestinado, pero la verdad es que en 1831 nadie en Inglaterra, y ciertamente, tampoco el propio Darwin tenía la menor idea del extraordinario porvenir que le aguardaba y es imposible reconocer en el hombre cavi­loso y enfermo de sus años maduros al joven extrovertido y lleno de vitalidad que emprendió la gran aventura de su vida, el viaje del Beagle.
Los acontecimientos se sucedieron tan de prisa que el propio Darwin apenas pudo darse cuenta de lo que le estaba pasando. El día 5 de septiembre de 1831 recibió un aviso para que fuera a Londres a encontrarse con Robert FitzRoy, capi­tán del barco de Su Majestad, el Beagle, al que enviaba el Almirantazgo en viaje alrededor del mundo, con la propuesta de que desempeñara en el equipo el puesto de naturalista. Era una propuesta sorprendente. Darwin tenía solo veintidós años, no había visto nunca al capitán FitzRoy y ni siquiera había oído hablar del Beagle una semana antes. Su juventud, su inexperiencia, hasta el ambiente en el que había vivido
parecían estar en contra, y, sin embargo, a pesar de todas estas cosas desfavorables, FitzRoy y Darwin se entendieron perfec­tamente y el ofrecimiento quedó hecho en firme. El Beagle, le explicó el capitán, era un barco pequeño, pero muy bueno. FitzRoy lo conocía bien, porque lo había mandado en un viaje precedente a la América del Sur y lo había devuelto sano y salvo a Inglaterra. El barco iba a ser enteramente restaurado en Plymouth y contaba con una dotación espléndida; varios de sus hombres habían hecho el viaje anteriormente con él y se habían ofrecido como voluntarios para esta expedición. La expedición tenía dos propósitos: en primer lugar seguir elabo­rando el mapa de la costa de la América del Sur, y en segundo lugar, fijar de manera más exacta la longitud, estableciendo una serie de cómputos cronológicos alrededor del mundo. El barco estaría listo en el plazo de unas semanas y su viaje duraría dos años o más, quizá tres o cuatro; pero Darwin podía aban­donarlo cuando quisiera y volverse a casa. El joven naturalista tendría ocasiones frecuentes de bajar a tierra y en el curso del viaje se harían una serie de cosas interesantes y fascinantes, como explorar ríos y montes desconocidos, visitar islas de coral en los trópicos y acercarse hasta el extremo sur del con­tinente, la región de los hielos. Sin duda ninguna, aquella pro­puesta era una maravilla. «Hay un momento de plenitud en la vida de los hombres —escribió Darwin a su hermana Susana—', y creo que ha llegado el mío.»
En efecto, Darwin era un hombre afortunado en todos los sentidos. En primer lugar, se entendió muy bien con FitzRoy en la primera entrevista a pesar de que era difícil imaginar que hubiese en Inglaterra dos tipos tan distintos por su naturaleza y por su educación. En casi todas las cosas eran opuestos. Mientras que los Darwin eran whigs acomodados y liberales, los FitzRoy podían considerarse decididamente aristócratas y tories. Charles Darwin era hijo de un médico de provincias, de gran reputación, y nieto de otro médico, el doctor Erasmus Darwin, que no solo había conseguido un gran nombre, como médico y como escritor en verso sobre temas científicos, sino que además había hecho una bonita fortuna. Los FitzRoy descendían por línea bastarda de Carlos II y de Bárbara Villers, la duquesa de Cleveland, su amante, y Robert FitzRoy era hijo de lord Charles FitzRoy y nieto del duque de Grafton, así como sobrino de Castlereagh. El capitán estaba poseído de su papel. Tenía una cabeza orgullosa y autoritaria, una expresión desdeñosa, y aunque su figura era más bien poca cosa, el empaque y el porte denunciaban a un hombre avezado a que le trataran siempre con toda clase de respetos. A pesar de ello, había llevado, al revés que Darwin, una vida difícil y sacrifi­cada; desde los catorce años, edad en que entró a servir en la Marina procedente del Royal Naval College, fue mirado como un oficial de talento excepcional. En un tiempo en que el ascenso se otorgaba pronto a los hombres notables, especialmente si tenían buenas relaciones, resultaba extraordinario, a pesar de todo, que a los veintitrés años hubiese estado al mando del Bealte en su viaje anterior. FitzRoy era hombre de tempera­mento autoritario. Sus ideas eran inalterables. Sabía con clari­dad lo que estaba bien y lo que estaba mal, y sin ser en absoluto un estúpido o una persona ineducada, se mostraba intolerante con toda clase de discusiones y de medias tintas. Era, además, un hombre profundamente religioso. Creía a pies juntillas en todo lo que decía la Biblia y aquella certidumbre espiritual se trasladaba a su vida práctica. En su alcázar de proa era orde­nancista. Al lado de esto tenía otras virtudes que hacían juego: era enormente valeroso, hombre de muchos recursos, eficiente y justo. Pero había otro aspecto de su carácter menos claro: debajo de este barniz impoluto latía una inquietud sofocada, un anhelo de algo que echaba en falta, quizá cariño y afecto, y todo ello ascendía con violencia a la superficie en forma de actos de generosidad extraordinaria y de arrepentimiento.
En aquella naturaleza no había compromisos, ni tiras y aflojas; no tenía paciencia y por ello oscilaba entre momentos de entusiasmo y de depresión.
FitzRoy estuvo un poco tieso en la primera entrevista. Era, en definitiva, hombre arrogante y sabía que Darwin era liberal. Cuando Darwin entró en la habitación en que él estaba; en seguida le desagradó su nariz; no era la clase de nariz que podía aguantar los rigores de un viaje alrededor del mundo; pero el buen carácter de Darwin, su naturalidad y su entusiasmo borraron todas las tiesuras; antes de que hubiese concluido la entrevista, FitzRoy le rogaba que no se apresurase en dar una respuesta definitiva y le tranquilizaba respecto a los terrores de una travesía marítima. El capitán pareció haberse dado cuenta de que tenía entre las manos a un joven excepcional, quizá dema­siado ingenuo, un poco acostumbrado a la buena vida, pero deci­didamente inteligente. ¿Sería lo bastante duro para la empresa que le aguardaba? Esta era la cuestión. ¿Se derrumbaría cuando llegara el momento de enfrentarse con el mar?
Darwin, por su parte, quedó encantado hasta lo indecible. Nunca había encontrado un tipo semejante, un hombre de modales tan exquisitos, de tal autoridad y energía, de tal comprensión: era el bello ideal, the very beau ideal, de lo que un marino tenía que ser. Cabe sospechar también que Darwin se dio cuenta claramente de las dudas que asediaban a FitzRoy; esto es, de la sospecha de que aquella misión fuera demasiado para un joven como él. Aquella misión era un desafío. Pues bien, él decidía aceptarlo y demostraría a aquel hombre extra­ordinario lo que él era capaz de hacer. No le decepcionaría.
Permítasenos echar, por un momento, una mirada retros­pectiva a la vida de Darwin antes de esta ocasión crucial, antes de la entrevista que fue causa de un viaje del que iba a surgir EL origen de las especies y el fundamento de las ideas que han cambiado nuestras vidas. Permítasenos que olvidemos a ese hombre de avanzada edad, triste, siempre excesivamente abrigado que es la imagen que todo el mundo conoce de Charles Darwin, y volvamos la vista hacia el joven de 1831, que acababa de recibir su grado de bachiller en artes en Cambridge. Un espectador que estuviese en el bonito patio de Christ's College hubiese podido verle volviendo de la caza: no era un adonis aquel joven alto, esbelto, de chaqueta roja; pero tenía un rostro agradable, una cabeza bien dibujada con frente ancha, unos ojos azules de mirada franca y cariñosa y una tez fresca, la tez de un hombre de veintidós años que ha pasado la mayor parte de su vida al aire libre. No llevaba barba todavía, pero sí patillas. Un caballerizo recogería su caballo en el patio y el muchacho subiría ágilmente la corta escalera de piedra, que llevaba al segundo piso, donde vivía en una estancia amplia, cuadrada, con las paredes recubiertas de madera, calentada en invierno por una chimenea de leños. El Christ's College en aquellos días tenía la reputación de ser el más apropiado para la gente aficionada a los caballos, cosa en que encajaba el joven Darwin perfectamente, ya que le gustaba montar y cazar sin medida y en su cuarto solía prac­ticar el tiro al blanco disparando de espaldas con ayuda de un espejo; si organizaba una pequeña fiesta, hacía que uno de sus camaradas levantara un candelabro con las velas encendidas y las iba apagando, una tras otra, con cartuchos cargados sola­mente con pólvora. Se bebía también bastante en aquellas fies­tas de camaradas; Darwin era miembro del Glutton Club y las veladas acababan generalmente con un poco de música y una partida de vingt-et-un.
El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead publicadp en Revista de Occidente. Agosto de 1970

22 de noviembre

  Deirdre frunció el entrecejo. —No al «Traiga y Compre» de Nochebuena —dijo—. Fue al anterior… al de la Fiesta de la Cosecha. —La Fiesta de...