10 diciembre 2007

La juventud dorada, muchachos y muchachas, se convierte en polvo...

“De modo que me fusilarán”, pensaba Rubashov, mientras seguía con un parpadeo el movimiento del dedo gordo del pie, que sobresalía verticalmente en el extremo del camastro. Se sentía tibio, seguro y muy fatigado; y no se habría opuesto a tener que ir así, con esa somnolencia, hacia la muerte, si sólo lo dejaban permanecer acostado bajo la frazada caliente.
“De manera que te fusilarán”, se decía a sí mismo. Al mover lentamente los dedos del pie dentro del calcetín, recordó un verso en el que se comparaban los pies de Cristo con una corza blanca dentro de un matorral. Limpió los lentes en la manga con el gesto familiar a sus amigos. En el calor de la cama se sentía casi perfectamente feliz, y no temía más que una cosa: tener que levantarse y moverse. “De modo que serás destruido”, se dijo a sí mismo a media voz, y encendió otro cigarrillo, aunque no le quedaban más que tres. Los primeros cigarrillos le causaban a veces en el estómago vacío una ligera sensación de embriaguez; se encontraba ya en ese peculiar estado de excitación que le era tan familiar como consecuencia de sus anteriores experiencias en la proximidad de la muerte. Se daba cuenta, al mismo tiempo, que ese estado era censurable y, desde cierto punto de vista, inadmisible, pero en aquel momento no sentía inclinación alguna a colocarse en ese punto de vista. En lugar de ello, se dedicaba a observar el movimiento de sus dedos dentro del calcetín, y sonreía. Una cálida ola de simpatía por su propio cuerpo, que de ordinario no le producía atracción alguna, lo invadía, y el sentimiento de su propia aniquilación lo llenaba de una autopiedad deliciosa.
“La vieja guardia ha muerto -se decía a sí mismo-; somos los últimos y vamos a ser destruídos”. “La juventud dorada, muchachos y muchachas, se convierte en polvo, igual que los deshollinadores”. Procuraba recordar la melodía de la canción, pero sólo la letra acudíale a la memoria. “La vieja guardia ha muerto”, se repetía, y trataba de recordar sus caras, pero únicamente unas pocas acudían al recuerdo. Del primer presidente de la Internacional, que había sido ejecutado como traidor, sólo podía recordar un trozo de su chaleco a cuadros, estirado por un vientre abultado. Nunca llevaba tiradores, sino un cinturón de cuero. El segundo primer ministro del Estado Revolucionario, también ejecutado, se mordía las uñas en los momentos de peligro... “La historia te rehabilitará”, pensaba Rubashov, sin particular convicción. ¿Qué sabe la historia de comerse las uñas? Seguía fumando y pensando en los muertos, y en las humillaciones que habían precedido a su muerte. Pero, a pesar de eso, no podía llegar a odiar al Número Uno como debiera. Con frecuencia miraba el grabado en colores que colgaba sobre su cama, y procuraba excitar el odio contra la persona allí representada, a la que habían dado muchos nombres, de los cuales solamente había prevalecido el de Número Uno. El horror que emanaba de él consistía, sobre todo, en la posibilidad de que tuviese razón, y de que todos aquellos a quienes había mandado ejecutar tuviesen que admitir, ya con la bala que había de matarlos tocándoles la nuca, que su condena era justa. No existía ninguna certidumbre; únicamente la apelación a ese oráculo burlón llamado Historia, que daba su sentencia cuando el apelante se ha convertido en polvo.
Rubashov tenía la impresión de que lo estaban espiando a través de la mirilla, y, aun sin mirar, se daba cuenta de que una pupila pegada al agujero estaba atisbando la celda; a los pocos momentos la llave rechinó en la pesada cerradura, tardando algún tiempo en abrirse la puerta. El carcelero, un viejo en zapatillas, se asomó:
-¿Por qué no se ha levantado? -preguntó.
-Estoy enfermo -dijo Rubashov.
-¿Qué le pasa? El doctor no lo puede ver antes de mañana.
-Dolor de muelas -dijo Rubashov.
-Conque dolor de muelas, ¿eh? -repuso el carcelero, y salió rápidamente, cerrando la puerta con violencia.

De Arthur Koestler en EL CERO Y EL INFINITO

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