24 diciembre 2007

La Garganta del Río Lobos

A veces al viajero se le va el santo al cielo y deja de decir cosas de trascendencia como, verbigracia, que caminar por los campos de nuestra geografía requiere un gran silencio y que se impone patear a solas sen­deros y veredas, palparse a uno mismo sobre el ancho mundo y comprender, digerir en el alma, la gran verdad del poeta de Castilla:
quien habla sólo espera
hablar con Dios un día...

Así, pues, el caminante, escarcela y bota vinera al hombro y cubierto el pie con humilde calzado esparteño, se propone seguir su trajín viajero por las altas tie­rras de la penillanura soriana, haciendo acopio de voluntad y vencida para siempre la oposición entre con­trarios, para salir del Burgo de Osma, ciudad en la que, de buena gana, se eternizaría el peregrino.
El rompesuelas se pregunta de nuevo para sus aden­tros si nos dará el buen Dios, en su gloria, la paz de las plazas recoletas de los pueblos de Castilla, que inundan el alma de amor y la perfuman de soledad compartida. En buena ortodoxia, Dios nos debe dar tal e infinita­mente más. Burgo de Osma, San Esteban de Gormaz, Berlanga y Roa, ambas de Duero...
Uno sale de la plaza del Burgo y se dirige al bivio principal de carreteras, una de las cuales lleva a la capital soriana o a Segovia, según como se tire, si a derecha o a izquierda, y la otra, de mejor ver por más estrecha y arbolada, a San Lorenzo de Yagüe, siguiendo el curso del río Ucero, aguas arriba.
Lugares de Barcebalejo y Valdeluque y el casar amplio y esponjado, que toma el nombre de su río -Ucero- con su castillo de almena y torre alicaídos y de traza arruinada...
En Ucero, junto al estanco, se encuentra la taberna de Andrés, buen pescador truchero de caña y cebo arti­ficial, tal y como mandan la ley de Dios y la Benemérita atrapar la trucha avispada, más sabia y escurridiza que un intelectual de izquierdas. Andrés o, simplemente, «el Drés», que por tal se le conoce, ofrece al caminante bebida y refrigerio, frescor en el ambiente de su tasca, conversación de lances de caña y de carrete y, si se tercia, propone disipar langores con un julepe, acti­vidad que el tabernero ejerce con la maestría y el gra­cejo de un dios pagano. (Metido ya en mitologías, el andarín aclara con regusto que las mozas del pueblo de Ucero caminan como exigía Virgilio de las diosas, las cuales por su modo de andar se os darán a conocer, y, en efecto, comprueba que las vírgenes y no vírgenes de Ucero ascienden por las callejas pindias y desiguales de su pueblo, como lo haría Afrodita Afaia por las laderas del Olimpo. El caminante, tras leer lo que antecede piensa que, cuando se pone a escritor, le salen frases tan redondas que, por fortuna a la fuerza han de deslizarse cuesta abajo en la memoria del que lee hasta rebotar y perderse en el olvido.)
Una vez se encuentra el viajero puesto en el pueblo de Ucero, es preciso seguir carretera adelante, dejando a la derecha el fluir caudaloso del río, a cuya margen la Dirección General de Caza y Pesca Fluvial ha instalado una piscifactoría truchera, en la que es posible ver pin­tonas de todos los tamaños, desde el alevín, inaparente y frágil, a la trucheja ya mediada o en plenitud de vida y reproducción. Uno, más bien producto del asfalto ciu­dadano, se queda boquimemo ante faenas como ésta del cultivo de la trucha, que en esencia en nada se dis­tingue del de la remolacha o el de la col y piensa lo penoso que resulta el no poder cambiarse, definitiva­mente, a la vida del camino y de la trocha para ver y aprender lo que el hombre y la naturaleza pueden rea­lizar con sólo proponérselo, mano a mano y en cordial armonía.
Tras refrigerarse, pues, en la taberna de Andrés y visitar la piscifactoría, el caminante llega a la puente donde el caudal del río Lobos penetra en el Ucero, lugar en el que hay que prescindir ya de andar con desahogo y ligereza de pierna. Rebasada la puente resulta imperativo tomar el caminejo que tira hacia la izquierda para trastocar la corriente del Ucero por la del Lobos, rica en ova y en culebrines inofensivos, mientras discurre entre altos murallones de roca cal­cárea, cavernosa y como picada de viruelas, que va estrechándose hasta hacer de la inmensidad del cielo azul, rabioso, un corredorcillo de apenas un par de metros de amplitud sobre la cabeza del vagabundo.
La garganta del río Lobos es amena y a la vez asus­tante y la flor honesta de la manzanilla, la dorada matricaria, la inmaculada jara, el retamón y el brezo, dificultan el lento caminar, en especial, cuando uno arriba a la zona en la que el río se ensancha de barriga, prolífico como una embarazada y muestra su amplio cañón pétreo, en forma de anfiteatro antiguo. A uno de sus lados, el caminante distingue una pared tan vertical como uno de los sindicatos pasados a mejor vida, abun­dosa en covachas, grutas y cavernas de erosión, donde anidan los grajos y las cornejas y, en sus últimas alturas, las águilas reales, pues el desfiladero del Lobos es, quizá, uno de los escasos viveros naturales de rapaces nobles que nos quedan en el país, en el que también abundan halcones y quebrantahuesos.
En las cuevas inferiores de la pared izquierda, aguas arriba, la gruta principal, accesible a cualquier trajinero de cachaba, tenga la edad que tenga, anidan a miles las grajadas familiares y con ellas se divierten los mozos de Ucero, puesto que acuden al inmenso nidal una vez cada año, por San Juan, el Bautista, prenden candela con ramajes y leños en una de las entradas del covacho y logran el perseguido fin de que grajos y grajas, grandes, chicos e medianos, como diría el rey don Alfonso X, asustados por los lametones de las llamas y ahogados por las fumaratas del fuego, se den al pelde por la salida que vomita al río, donde el mocerío les espera con estacas y los abaten a palo limpio.
No hay año en que, por tan sencillo proceder, no caigan unos miles de grajos, ave que padece de mala prensa, al parecer, con unánime universalidad, como se ve y comprueba en el Copperfield, de Dickens, o en La Montaña Mágica, de Mann, o en los inacabables nove­lones del conde León Tolstoi. Sea como sea, el grajo sólo sirve para poner un tinte de negror en el paisaje y si los mozos de Ucero se divierten partiéndolos a palos, que Dios les bendiga el entretenimiento, que a actividades mucho más crueles podrían darse tal y como pinta este aventado mundo.
Frente a esta pared de salientes y entrantes, a orilla derecha del río, se alza la traza enamoradora de la ermita de San Bartolomé, una de las piezas mejor con­servadas del románico castellano, con datación del XII, bien raíz que fue de los Templarios y que hoy se abre al culto con ocasión de la romería anual que los comar­canos dedican al patrón de sus tierras. La iglesia posee mayestática humildad y su conservación, por desvelo del señor cura párroco y del Ayuntamiento de Ucero, es perfecta, con su portalón abocinado de cuatro arquivoltas, rosetones en ambos extremos del crucero y ábside grácil y volatinero, con decoración a tacos o aje­drezada, poco común en el románico de las Castillas. En su interior, se venera a San Bartolomé, ante cuya imagen se postran viejos, viejas, mozos y mozas, mujeres y hombres bien o mal casados, para implorar los unos la bendición del santo y los otros -imagina el vagabundo- el rápido advenimiento del beatífico estado civil de la viudedad.
Tres enormes olmas rodean la ermita, a las que el caminante no les echa menos de cuatrocientos años, con troncos de diámetro superior a los tres metros cada, ramas ricas en follaje que describen sobre el suelo un abanico de riquísima sombra, en la que el peregrino halla refugio en los días del estío y que además sirve de presunto escondrijo a los ojos de Dios para enamorados bobalicones —que los hay—, que tras marchar de paseo por el Lobos, poco a poco, se van enfebreciendo hasta verse salidos debajo de las olmas, en donde suelen dejarse inocencias y virgos abundantes.
El caminante se tumba en soledad y sin el pensa­miento puesto en molicie alguna, al sombrajo galano de una de las olmas, se adormila y luego, para despabi­larse, se desnuda y se mete corito en la aparente charca que forma el río, que no es tal remanso de aguas, sino más bien embudo de peligrosas corrientes subterráneas. El viajero pierde el pie, de buenas a primeras, y comienza a agitarse de brazos como un molino loco, mientras percibe que enfila de cabeza la pared de enfrente, como si el farallón imantase su cuerpo y por pura casualidad, se salva de mal, gracias a la asidera de una raíz sumergida que le preserva de mayores riesgos.
El caminante logra salir del agua con pies y manos deshollados de japorcar como los cerdos por el lecho del río y se tumba al sol, se seca y se viste; comprueba que el baño no le ha liberado del sopor del mediodía y se propone echar la siesta del carnero que precede al yantar, que no en vano vive el home para haver mante­nencia a preservar la especie y, si en el caso del viajero no es posible lo segundo, que se dé al menos por bien dada y cumplida la primera conseja del Arcipreste, Dios nos lo haya convertido en santo, mal que pesara ello a don Marcelino Menéndez y Pelayo, porque el señor Juan Roiz de «descreído e inmoral», nada de nada.
A la sombra de la segunda olma, a la derecha, como quien mira a la entrada de la ermita, el caminante se adormila, mientras observa a través de los ramajes, el vuelo majestuoso de las águilas, bañándose en el azul del cielo, cosa que, según otro poeta, hace Dios con habitualidad y divertimiento, y así, en mitad de gran silencio que permite palparse el alma, el caminante habla, en efecto, con Dios -ambos en el azul del cielo-, porque el buen Dios está de trapecista en el viento que orea al río Lobos, impregnándolo todo en un travieso alarde de panteísmo radical.
en "Viaje por la frontera del Duero" de Jorge Ferrer-Vidal

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