25 noviembre 2022

Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox (continuación)

 Ver aquel día al mozo de cuerda con carga tan extraña y quedar excitada al momento la curiosidad del señor Ramón todo fue uno.
—A ver —le dijo al mozo—, ¿qué es lo que llevas ahí?
—¿Sé yo acaso lo que puede haber dentro? —repuso el otro—. Esto —y señaló el bulto de forma estrambótica envuelto en periódicos— creo que es un bicho disecado, y lo otro debe de ser una jaula, porque se notan los alambres; pero léveme o demo si sé lo que tiene dentro.
El señor Ramón desenfundó el bulto envuelto en periódicos y apareció ante su vista una gruesa avutarda disecada, de color pardusco, sostenida por sus patas en una sólida tabla de caoba.
El portero quedó estático y sonriente en presencia del ave, que le miraba con sus cándidos ojos de cristal; pero cuando vio en la garra del pajarraco un letrero colgado en donde se leía con letras rojas: Avis tarda, volvieron otra vez las oleadas de pensamientos a sumergir su porteril cerebro en el caos.
Ya vista y bien observada la obesa y simpática avutarda, el señor Ramón pasó a examinar el otro bulto cubierto con una arpillera. Se notaban a través del burdo lienzo los alambres de una jaula; mas ¿por qué estaba tapada de aquel modo?
Seguramente en su interior había alguna cosa de gran interés.
El señor Ramón examinó el envoltorio por todas partes. Estaba tan bien cosida la tela, que no se observaba en ella el menor resquicio por donde pudiera averiguarse lo que había dentro.
El portero, después de vacilar un rato, entró en su garita, desapareció en ella y volvió al poco rato con un cortaplumas.
—No vendrá el amo, ¿eh? —preguntó al mozo.
Este, por toda contestación, elevó sus hombros con ademán de indiferencia.
—Vamos a ver lo que hay dentro —murmuró el señor Ramón; y para tranquilizar la conciencia del mozo añadió—: Luego lo volvemos a coser. No tengas cuidado.
El portero cortó unas puntadas, descosió otras, practicó una abertura en el lienzo; pero al dilatarla se encontró con que el agujero hecho caía sobre él suelo de la jaula, que era de madera. Incomodado con esto, no se anduvo en chiquitas; rasgó la tela de un lado y de otro, hasta dejar al descubierto un lado de la jaula, precisamente aquel en el cual estaba la puerta.
—¿Qué demonio hay aquí? —se dijo el señor Ramón.
No se veía dentro más que un ovillo negruzco como un puño de grande nada más.
La curiosidad del portero, como podrá suponerse, no estaba satisfecha. El hombre abrió la puertecilla de la jaula y metió la mano por el agujero. Notó al principio una cosa que se deslizaba entre sus dedos; luego sintió que le mordían. Dio un grito y retiró el brazo velozmente, y al sacarlo vio con espanto arrollada en la mano una culebra que le pareció monstruosa.
De miedo ni aun pudo gritar siquiera; lívido, con la energía del terror, desenroscó el animalucho de su brazo, y poseído del mayor pánico, con los pocos pelos de su cabeza de punta, huyó escaleras arriba sin atreverse a mirar hacia atrás.
Mientras tanto, la culebra, una culebrilla de esas pequeñas llamadas de Esculapio, incomodada con los malos tratos recibidos tan inmerecidamente, había pedido protección a la avutarda y junto a ella se enroscaba en el suelo y levantaba la cabeza bufando, con su lenguecilla bífida fuera de la boca.
Al mozo de cuerda le hizo tanta gracia la fuga del señor Ramón, que se deshizo en carcajadas estrepitosas, torciéndose y agarrándose a la boca del estómago con las dos manos; ya moderada su risa, salió del portal, cogió un pedazo de ladrillo de en medio de la calle y entró con intención de matar a la culebra; pero al ver al portero en lo alto de la escalera agarrado a la barandilla, temblando y lleno de terror, volvióle a acometer la risa; y en el primer intento, al dejar caer el ladrillo sobre el suelo, no acertó a aplastar la cabeza del animalucho, como quería.
El señor Ramón, ante aquella hilaridad mortificante, se estremeció.
¡Su dignidad estaba por los suelos! ¿Qué hubieran dicho los porteros del barrio, el prendero de la esquina, el memorialista de enfrente, las criadas de la vecindad, para las cuales era casi un oráculo, al verle expuesto a aquellas risas indecorosas? ¡Él, antiguo vicepresidente de la Sociedad de porteros de Madrid!
¡Sí, su dignidad estaba por los suelos!
Mientras el señor Ramón hacía estas reflexiones, el mozo de cuerda, ya sosegado y corrigiendo la puntería, iba a machacar la cabeza del ofidio cuando apareció de pronto en el portal un nuevo personaje. Venía envuelto en un abrigo de color de aceituna, con vetas mugrientas, adornado con dos filas de botones grandes y amarillos.
El recién venido era de baja estatura, algo rechoncho, de nariz dificultosa y barba rojiza en punta; llevaba en la cabeza un sombrero hongo color café, con gasa de luto y alas planas; pantalones a cuadros amarillentos, pellica raída en el cuello, un paraguas grueso en la mano derecha, y en la izquierda un paquete de libros.
Tras él marchaba un perrillo de largas y ensortijadas lanas, blanco y negro, a quien no se le veían los ojos; un pequeño monstruo informe, sin apariencia de animal, que daba la sensación, como diría un modernista, de una toquilla arrollada que tuviera la ocurrencia de ser automóvil.
El señor de la pellica raída entró en el portal, vio lo que pasaba y, como quien ejecuta un acto por acción refleja, levantó el paraguas en el aire inmediatamente.
—Pedazo de imbécil —le dijo al mozo—, ¿quién te manda a ti abrir esa jaula?
—Si no he sido yo. Ha sido el portero —replicó el mozo.
—¿Dónde está ese portero?
—Mírele usted… Allá.
—¿Y por qué le has dejado hacer su capricho a esa vieja momia? —gritó el señor, irritado y señalando con la punta del paraguas al aludido.
—¡Oh! ¡Vieja momia! ¡Qué de dicterios! ¡Qué de vituperios! —murmuró el señor Ramón en voz baja, y pasó por su mente el martirologio de todos los santos.
—Mire usted —repuso el mozo de cuerda rascándose la cabeza—, yo, la verdad, creí que sería alguna culobra que se había metido en la jaula a comerse el pájaro. ¡Cómo las culobras suelen comerse a los pájaros!

Scolyminae

Valdemoro, en los baldíos despues de una noche de tormenta

24 noviembre 2022

Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox

 ENTRÓ el mozo de cuerda por la calle de Hita, se detuvo en la de Tudescos, frente a un estrecho portal contiguo a una prendería, y dejó en la acera su carga para descansar un momento. Traía en la mano izquierda un bulto extraño, de forma estrambótica, envuelto en papel de periódicos, y en la derecha una caja cuadrada no muy grande, recubierta con tela de sacos. Limpióse después el mozo el sudor de su frente con la blusa, metió los dos bultos en el portal, encendió un fósforo, que aplicó a la colilla que se deshacía entre sus labios, y quedó sumido en hondas meditaciones.
En el fondo del portal había un camaranchón de madera pintado de azul, con un ventanillo, por cuyos cristales verdosos se veían cortinas blancas, en sus tiempos adornadas con leones lampantes bordados en rojo. A un lado de la ventana se leía en un cartel este letrero: Verdaderos palillos de enebro, y colgando del mismo clavo que el cartel un paquetito amarillo.
Pocos momentos después de presentarse el mozo de cuerda en el portal se abrió la ventana del camaranchón y apareció en ella una cabeza de viejo cubierta con un gorrito negro, torcido graciosamente hacia un lado; después de la cabeza se presentó en la ventana una bufanda, luego un chaleco de Bayona, y el señor Ramón el portero —nuestros lectores quizá hayan comprendido que aquella cabeza, aquella bufanda y aquel chaleco de Bayona eran nada menos que del portero—, después de apartar de su lado una bandeja llena de palillos, preguntó al mozo de cuerda:
—Eh… Tú… ¿Cuándo viene el amo?
—No lo sé… Diome estas cosas…
—Pero ¿no tiene muebles ese tío? Porque hasta ahora no ha traído más que cajas y frascos y cacharros de cristal; pero de muebles, cero.
—No sé —repuso el mozo—. Díjome el amo que ya quedaban pocas cosas por trasladar.
—¡Pocas cosas! ¡Pero si no ha traído ni un trasto todavía! ¡Pues tiene sombra! —el señor Ramón se levantó de su asiento, abrió la puerta de su covacha y salió al portal.
Era un hombrecillo rechoncho, afeitado cuidadosamente, con un aspecto de cura, profesor de baile o cómico bien alimentado.
Andaba a pasitos cortos, taconeando fuerte; se levantaba sobre la punta de los pies cuando decía algo importante, y para rematar sus frases se dejaba caer sobre los talones, como indicando así que este movimiento dependía más que del peso de su cuerpo del peso de su argumentación.
El nuevo inquilino empezaba a preocupar al portero; no se había presentado a él, no tenía muebles.
—¿Quién es este hombre? —se dijo el señor Ramón a sí mismo con diversas entonaciones, y añadió—: Habrá que vigilarle. ¡No vaya a resultar uno de esos personajes misteriosos como los de las historias de los folletines!
Para darse cuenta o tomar al menos algún indicio de quién podía ser el nuevo y extraño inquilino, días antes el portero había abierto cautelosamente, sin que nadie lo viera, la buhardilla número 3 con la llave que el mozo de cuerda encargado de la mudanza le entregaba al marcharse, y había hecho largas y severas investigaciones oculares. Vio primeramente en el interior de unas cajas carretes de alambre recubiertos de seda verde, aquí frascos, allá pedazos de carbón y de cinc, en un rincón un pajarraco disecado, en otro, varias ruedas; un maremágnum…
—Esto es el caos —se dijo el señor Ramón—, esto es el caos.
Y pasaron por su portentoso cerebro historias de anarquistas, de fabricantes de explosivos, de dinamiteros, de siniestros bandidos, de monederos falsos. Toda una procesión de seres terribles y majestuosos desfiló por su mente.
En un álbum el portero encontró un retrato que le llamó la atención. Era de un hombre de edad indefinible, calvo, aunque no del todo, porque tenía un tupé como una llama que le saliera de la parte alta de la frente. La cara de este hombre mal barbado, de nariz torcida y de ojos profundos y pequeños, era extraña de veras: tan pronto parecía sonreír como estar mirando con tristeza.
En el margen del retrato se leían estas líneas escritas con tinta roja:
SYLVESTRIS PARADOXUS
del
Orden de los Primates
—Primates; ¿qué orden será esta? —se preguntó el portero—. ¿Qué clase de frailes serían los primates? El señor Ramón siguió leyendo:
CARACTERES ANTROPOLÓGICOS
Pelo, rojizo.
Barba, ídem.
Ojos, castaños.
Pulsaciones, 82.
Respiraciones, 18 por minuto.
Talla, 1,51.
Braquicefalia manifiesta.
Ángulo facial, goniómetro de Broca, 80,02.
Individuo esencialmente paradoxal.
—¡Braquicefalia manifiesta! ¡Goniómetro de Broca! Un misterioso y tremendo sentido debían de tener estas palabras. ¿Quién sería el hombre calvo y extraño del retrato? ¿El nuevo inquilino quizá?
El señor Ramón quedó, según su decir, completamente sumergido en el caos. Bajó las escaleras absorto, preocupado, en actitud pensativa. De vez en cuando, como las encrespadas y furibundas olas que baten con empuje vigoroso las peñas de la bravía costa, chocaban en su cerebro estas preguntas turbadoras de tan noble espíritu: ¿Dé quién era aquella cabeza? ¿De quién era aquella inscripción?…
¡Oh terribles misterios de la vida!

Pío Baroja

Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox

La vida fantastica - 1

Cardos y cápsulas de amapolas

Valdemoro, en los baldíos despues de una noche de tormenta

23 noviembre 2022

El narrador de cuentos

 El narrador de cuentos

Era una tarde calurosa, y por tanto hacía bochorno en el vagón de tren, y la siguiente parada sería en Templecombe, a casi una hora de distancia. Los ocupantes del vagón eran una niña pequeña, y otra niña más pequeña aún, y un niño pequeño. Una tía que pertenecía a los niños estaba sentada en un rincón, y en el rincón más alejado de enfrente tenía su sitio un soltero ajeno al grupo, pero las niñas y el niño acaparaban con energía todo el compartimento. Tanto la tía como los niños eran proclives a una charla de carácter limitado y persistente, que hacía recordar las atenciones de una mosca inasequible al desánimo. La mayor parte de las observaciones de la tía parecían empezar con «No», y casi todas las observaciones de los niños con «¿Por qué?». El soltero callaba.
—No, Cyril, no —exclamó la tía cuando el niño comenzó a aporrear los cojines del asiento formando una nube de polvo a cada golpe—. Ven a mirar por la ventanilla —añadió.
El niño se acercó a la ventanilla a regañadientes.
—¿Por qué se llevan a esas ovejas de ese prado? —preguntó.
—Supongo que las conducen a otro prado en el que habrá más hierba —dijo la tía de modo poco firme.
—Pero si hay muchísima hierba en ese prado —protestó el chico—; ahí no hay más que hierba. Tía, hay muchísima hierba en ese prado.
—Quizá la hierba del otro prado es mejor —sugirió neciamente la tía.
—¿Por qué es mejor? —fue la rápida, inevitable pregunta.
—¡Oh, mira las vacas! —exclamó la tía. Casi todos los prados por los que atravesaban las vías tenían vacas o bueyes, pero lo dijo como si reclamara el interés del niño por una rareza.
—¿Por qué la hierba del otro prado es mejor? —insistió Cyril.
En el semblante del soltero, el ceño fruncido se iba profundizando. Era un hombre rígido y nada comprensivo, resolvió en su fuero interno la tía. Se veía totalmente incapacitada para llegar a una conclusión satisfactoria sobre la hierba del otro prado.
La niña más pequeña ideó una distracción y empezó a recitar «En el camino a Mandalay». Sólo se sabía el primer verso, pero utilizaba sus limitados conocimientos al máximo. Repetía el verso una y otra vez, con voz soñadora, pero decidida y muy audible; el soltero pensó que era como si alguien se hubiera apostado con la niña que no lograría repetir ese verso en voz alta dos mil veces sin parar. Quienquiera que la desafió, iba a perder la apuesta seguramente.
—Venid aquí, os voy a contar un cuento —dijo la tía cuando el soltero la hubo mirado dos veces a ella y una a la cuerda de alarma.
Los niños acudieron apáticamente al rincón del compartimento donde se sentaba la tía. Estaba claro que su reputación como narradora de cuentos no tenía un lugar alto en su estimación.
En voz baja y confidencial, interrumpida a cada instante por las preguntas ruidosas y malhumoradas de sus oyentes, la tía empezó un cuento pacato y lamentablemente desprovisto de interés acerca de una niña pequeña que era buena y se hacía amiga de todo el mundo debido a su bondad, y al final era salvada frente a un toro furioso por varios defensores que admiraban su integridad moral.
—¿No la habrían salvado si no hubiera sido buena? —inquirió la mayor de las niñas.
Era justo la misma pregunta que el soltero hubiese querido hacer.
—Bueno, sí —admitió la tía dubitativamente—, pero creo que, si no la hubieran apreciado tanto, no habrían corrido tan aprisa a salvarla.
—Es el cuento más estúpido que he oído jamás —dijo la mayor de las niñas con absoluta convicción.
—Yo dejé de escucharlo al principio, de lo estúpido que era —dijo Cyril.
La niña más pequeña no hizo ningún comentario específico sobre el cuento, aunque desde hacía ya un buen rato había reanudado en forma de susurro la repetición de su verso favorito.
—Según parece, no le acompaña el éxito como narradora de cuentos —dijo repentinamente el soltero desde su rincón.
La tía, en instantánea defensa, se encrespó ante el inesperado ataque.
—Es muy difícil contar cuentos que los niños puedan entender y valorar a la vez —dijo, muy tiesa.
—No estoy de acuerdo con usted —dijo el soltero.
—Entonces, tal vez a usted no le importaría contarles un cuento —fue la réplica de la tía.
—Cuéntenos un cuento —pidió la mayor de las niñas.
—Érase una vez —empezó el soltero— una niña pequeña que se llamaba Bertha y era extraordinariamente buena.
El interés de los niños, que había subido por instantes, empezó enseguida a vacilar; todos los cuentos parecían ser espantosamente iguales, sin importar quién los contase.
—Hacía lo que le mandaban, decía siempre la verdad, no se ensuciaba los vestidos, tomaba arroz con leche como si fuera tarta de mermelada, se aprendía las lecciones a la perfección y tenía buenos modales.
—¿Era guapa? —preguntó la mayor de las niñas.
—No tanto como cualquiera de vosotros —dijo el soltero—, pero era horriblemente buena.
Hubo una ola de reacción a favor del cuento; la palabra horrible enlazada con buena era una primicia que se recomendaba por sí sola. Parecía introducir un eco de verdad que se hallaba ausente en las narraciones de la tía sobre la vida infantil.
—Era tan buena —prosiguió el soltero— que ganó varias medallas por su bondad, y las lucía siempre prendidas del vestido. Había una medalla a la obediencia, otra medalla a la puntualidad y una tercera al buen comportamiento. Eran grandes medallas de metal, y tintineaban unas contra otras cuando paseaba. Ningún niño más de su ciudad había conseguido tantas medallas, por lo que todos sabían que debía ser una niña superbuena.
—Horriblemente buena —recordó Cyril.
—Todo el mundo hablaba de su bondad, y el príncipe del país acabó enterándose, y dijo que como ella era tan buena, le permitiría una vez a la semana pasearse por su jardín, que estaba justo en las cercanías de la ciudad. Era un hermoso parque, y los niños no podían entrar nunca a él, así que fue un gran honor para Bertha que le permitieran ir allí.
—¿Había ovejas en el parque? —preguntó Cyril.
—No —dijo el soltero—, no había ovejas.
—¿Por qué no había ovejas? —fue la inevitable pregunta, surgida de aquella respuesta.
La tía se permitió una sonrisa que casi podría describirse como una mueca burlona.
—No había ovejas en el parque —dijo el soltero— porque la madre del príncipe había visto una vez en un sueño que a su hijo lo mataría una de estas dos cosas: una oveja o un reloj que le cayera encima. Por esa razón, el príncipe jamás tenía ovejas en su parque ni relojes en su palacio.
La tía contuvo una boqueada de admiración.
—Y al príncipe ¿qué lo mató, una oveja o un reloj?
—Sigue vivo, así que no podemos saber si el sueño se hará realidad —dijo el soltero, sin inmutarse—; de todas formas, aunque en el parque no hubiera ovejas, sí que había muchos cerditos correteando por todo el lugar.
—¿De qué color eran?
—Negros con la cabeza blanca, blancos con motas negras, negros del todo, grises con manchas blancas y algunos eran blancos completamente.
El narrador de cuentos hizo una pausa para dejar que se hundiera en la imaginación de los niños una idea conjunta de los tesoros del parque; luego prosiguió:
—Bertha sintió bastante tristeza al descubrir que no había flores en el parque. Había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que no arrancaría ninguna de las flores del amable príncipe, y estaba decidida a cumplir su promesa, y desde luego se sintió como una tonta al descubrir que no había flores que arrancar.
—¿Por qué no había flores?
—Porque los cerdos se las habían comido todas —dijo el soltero de inmediato—. Los jardineros le advirtieron al príncipe que no se pueden tener cerdos y además flores, así que decidió tener cerdos en vez de flores.
Hubo un murmullo de aprobación por la excelsa decisión del príncipe; la mayoría de la gente hubiera elegido la otra opción.
—El parque tenía muchas más cosas encantadoras. Había estanques con peces dorados y azules y verdes, y árboles con hermosos papagayos que decían cosas inteligentes de improviso, y colibríes que canturreaban las melodías populares de moda. Bertha se paseó por todos lados y disfrutó mucho, y se dijo: «Si no hubiera sido tan extraordinariamente buena, no me habrían permitido entrar en este bello parque y disfrutar de todo lo que contiene y se puede ver», y sus tres medallas tintinearon unas contra otras mientras paseaba, y la ayudaron a recordarle lo buena que era de verdad. Justo entonces, un enorme lobo entró a rondar por el parque, a ver si capturaba para la cena un gordo cerdito.
—¿De qué color era el lobo? —preguntaron los niños en un instantáneo arranque de interés.
—Todo color de barro, con una lengua negra y ojos pálidos y grises que brillaban con indecible ferocidad. Lo primero que vio en el parque fue a Bertha; su delantal estaba tan inmaculadamente blanco y limpio que se distinguía a gran distancia. Bertha también vio al lobo, y observó que se movía sigilosamente en su dirección, y empezó a desear que jamás le hubieran permitido a ella entrar en aquel parque. Echó a correr con todas sus fuerzas, y el lobo la persiguió a grandes saltos y brincos. Ella consiguió alcanzar una maleza de arbustos de mirto y se ocultó en uno de los arbustos más espesos. El lobo llegó olfateando entre las ramas, con su lengua negra colgándole de la boca y los ojos pálidos y grises resplandeciendo de rabia. Bertha estaba terriblemente asustada, y se dijo: «De no haber sido tan extraordinariamente buena, ahora estaría a salvo en la ciudad». Sin embargo, el aroma del mirto era tan fuerte que el lobo no lograba averiguar mediante el olfato dónde se escondía Bertha, y los arbustos eran tan espesos que igual podía estarse merodeando alrededor mucho tiempo sin encontrarla, así que pensó que lo mejor sería marcharse y cazar un cerdito en su lugar. Bertha temblaba muchísimo por tener al lobo rondando y husmeando tan cerca, y, mientras temblaba, la medalla a la obediencia tintineó contra las medallas a la buena conducta y a la puntualidad. El lobo se marchaba ya cuando oyó el tintineo de las medallas, y se detuvo a escuchar; tintinearon de nuevo en un arbusto muy próximo a él. Se lanzó al arbusto, con los ojos pálidos y grises brillando de ferocidad y triunfo, sacó a Bertha a rastras y la devoró hasta el último bocado. Sólo quedaron de ella sus zapatos, algunos trozos del vestido y las tres medallas por ser buena.
—¿Y murió algún cerdito?
—No, todos se libraron.
—El cuento empezó mal —dijo la niña más pequeña—, pero ha tenido un final precioso.
—Es el cuento más bonito que he escuchado jamás —dijo la mayor de las niñas con enorme decisión.
—Es el único cuento bonito que he escuchado jamás —dijo Cyril.
Una opinión disidente vino de la tía.
—¡Qué cuento tan inapropiado para contárselo a unos niños pequeños! Ha socavado usted el efecto de años de cuidadosa enseñanza.
—Por lo menos —dijo el soltero recogiendo sus pertenencias para salir del vagón— los mantuve tranquilos durante diez minutos, que es más de lo que usted fue capaz de conseguir.
«¡Infeliz mujer!», observó para sí mientras caminaba por el andén de la estación de Templecombe; «¡durante los próximos seis meses, más o menos, esos niños la acometerán en público reclamando un cuento inapropiado!».
Saki
Alpiste para codornices

Nacido en la Birmania colonial e hijo de un alto funcionario del Imperio Británico, Saki —pseudónimo que escogió Héctor Hugh Munro (1870-1916)— fue un personaje singular, demasiado inteligente y desplazado para los círculos de la alta sociedad inglesa en que se movió a lo largo de su vida.
Sus cuentos, considerados a menudo piezas maestras, están teñidos por una mirada inteligente, mordaz y a veces incluso macabra que se posa sobre las situaciones y los personajes convencionales, surtiendo como efecto un humor absurdo, ácido y, muy a menudo, negro. Los relatos reunidos en esta selección, sin duda entre los mejores salidos de su pluma, esconden bajo su apariencia liviana cargas de profundidad que retratan de forma corrosiva la hipocresía y las gruesas contradicciones del comportamiento humano.

Scolyminae

Valdemoro, en los baldíos despues de una noche de tormenta

22 noviembre 2022

Eterna Mortalidad

 La mayoría de los lectores —dice el manuscrito del señor Pattieson— habrán contemplado con regocijo el alegre alboroto que acompaña la salida de una pequeña escuela en una calurosa tarde de verano. La vitalidad de los niños, reprimida con tanta dificultad durante las tediosas horas de disciplina, parece estallar en ese momento en gritos, canciones y juegos, mientras los pequeños pilluelos se agrupan en el patio y organizan los partidos de la tarde. Mas existe otra persona que siente el mismo alivio que ellos al finalizar las clases, cuyos sentimientos no resultan tan evidentes para el ojo del espectador ni despiertan en él tanta simpatía. Me refiero al maestro, quien, aturdido por el bullicio y acalorado por la escasa ventilación del aula, ha pasado toda la jornada (él solo frente a una multitud hostil) controlando las disputas, estimulando su indiferencia, luchando por iluminar la ignorancia y mitigar la obstinación; sus facultades intelectuales se han visto confundidas tras escuchar la misma estúpida lección más de cien veces a coro, alterada únicamente por las innumerables equivocaciones de los recitadores. Incluso las flores del genio clásico, que tanto satisfacen a su gusto solitario, han ido degradándose en su imaginación, al traer consigo el recuerdo de lágrimas, errores y castigos; de tal modo que las Églogas de Virgilio y las Odas de Horacio están inseparablemente unidas a la imagen huraña y a la monótona recitación de algún colegial lloroso. Y si añadimos a todo este sufrimiento una constitución física delicada y un espíritu que no se contenta con tiranizar a los niños, el lector podrá fácilmente imaginar el consuelo que un paseo solitario —en el aire fresco de un agradable atardecer de verano— dispensa a una cabeza dolorida y a unos nervios descompuestos tras numerosas horas dedicadas a la ingrata tarea de enseñar.

En mi caso, esas caminatas vespertinas han sido las horas más felices de una vida desgraciada; y si algún amable lector desea continuar leyendo estas reflexiones, quisiera hacerle saber que sólo acudían a mi pensamiento cuando el descanso del duro trabajo y del griterío, unido a la visión de un apacible paisaje, predisponían mi ánimo para escribir.


Mi lugar predilecto en esas horas de dorado ocio es la orilla de un riachuelo que, serpenteando a través de «un solitario valle de verdes helechos», pasa por delante de la escuela de Gandercleugh. Durante el primer cuarto de milla, quizá me vea obligado a interrumpir mis meditaciones para devolver el saludo que me dedican, gorra en mano, algunos de esos alumnos rezagados que tratan de pescar truchas u otros pececillos en el pequeño arroyo, o de encontrar juncos y flores silvestres junto a sus orillas. Sin embargo, al ponerse el sol, los jóvenes pescadores no prosiguen sus excursiones más allá de la distancia mencionada. Y la causa de ello es que, ascendiendo por el estrecho valle, en una hondonada que al parecer alguien excavó en la ladera de una escarpada loma cubierta de brezos, existe un cementerio abandonado al que los asustados pequeños temen acercarse en cuanto anochece. Para mí, sin embargo, el lugar tiene un encanto indescriptible. Durante mucho tiempo, ha sido el principal destino de mis paseos y, si mi amable patrón no olvida su promesa, será también (y no creo que falte mucho para ello) el lugar donde descansen mis huesos tras su peregrinaje mortal.

 

Walter Scott

Eterna Mortalidad

 

Título original: The Tale of Old Mortality

Walter Scott, 1816

Traducción: Marta Salís

 

 

En la Escocia de 1679, enfrentada entre partidarios del rey Carlos II y seguidores de la secta puritana de los covenanters, el asesinato de un arzobispo desata los hilos de una guerra civil largamente incubada. En medio de los dos bandos, Henry Morton de Milnewood, un joven intrépido y entusiasta que «al no sentirse vinculado a ninguna de las facciones que dividían el país, pasaba por frívolo, insensible e indiferente a la religión o al patriotismo», y sin embargo enemigo tenaz tanto del fanatismo como de la tiranía, se encuentra inmerso en un terrible conflicto de lealtades: por un lado, sus orígenes y tradiciones le señalan como heredero de la causa de los covenanters; por otro, su amor y sus sentimientos le inclinan hacia la joven Edith Bellenden, miembro de la aristocracia realista. Siempre en la cuerda floja, siempre entre dos mundos irreconciliables, Henry Morton intentará encontrar, en medio de las luchas y los odios más exacerbados, la dignidad de la razón, el equilibrio y la moderación.

Eterna Mortalidad (1816), para muchos la mejor novela de Walter Scott, es una crónica viva y patética de la problemática ubicuidad del valor: de cómo la inquebrantable entrega a una causa y el sistemático rechazo a la traición pueden estar presentes a ambos lados de una contienda que, pese a todo, es cruel e inhumana. Con una compleja perspectiva histórica y una extrema destreza épica, Scott trazó en esta novela uno de los más ricos y poderosos retratos del heroísmo romántico, en su «coraje» pero también en su «obstinación».

Enriketa ve un fantasma