La mayoría de los lectores —dice el manuscrito del señor Pattieson— habrán contemplado con regocijo el alegre alboroto que acompaña la salida de una pequeña escuela en una calurosa tarde de verano. La vitalidad de los niños, reprimida con tanta dificultad durante las tediosas horas de disciplina, parece estallar en ese momento en gritos, canciones y juegos, mientras los pequeños pilluelos se agrupan en el patio y organizan los partidos de la tarde. Mas existe otra persona que siente el mismo alivio que ellos al finalizar las clases, cuyos sentimientos no resultan tan evidentes para el ojo del espectador ni despiertan en él tanta simpatía. Me refiero al maestro, quien, aturdido por el bullicio y acalorado por la escasa ventilación del aula, ha pasado toda la jornada (él solo frente a una multitud hostil) controlando las disputas, estimulando su indiferencia, luchando por iluminar la ignorancia y mitigar la obstinación; sus facultades intelectuales se han visto confundidas tras escuchar la misma estúpida lección más de cien veces a coro, alterada únicamente por las innumerables equivocaciones de los recitadores. Incluso las flores del genio clásico, que tanto satisfacen a su gusto solitario, han ido degradándose en su imaginación, al traer consigo el recuerdo de lágrimas, errores y castigos; de tal modo que las Églogas de Virgilio y las Odas de Horacio están inseparablemente unidas a la imagen huraña y a la monótona recitación de algún colegial lloroso. Y si añadimos a todo este sufrimiento una constitución física delicada y un espíritu que no se contenta con tiranizar a los niños, el lector podrá fácilmente imaginar el consuelo que un paseo solitario —en el aire fresco de un agradable atardecer de verano— dispensa a una cabeza dolorida y a unos nervios descompuestos tras numerosas horas dedicadas a la ingrata tarea de enseñar.
En mi caso, esas caminatas vespertinas han sido
las horas más felices de una vida desgraciada; y si algún amable lector desea
continuar leyendo estas reflexiones, quisiera hacerle saber que sólo acudían a
mi pensamiento cuando el descanso del duro trabajo y del griterío, unido a la
visión de un apacible paisaje, predisponían mi ánimo para escribir.
Mi lugar predilecto en esas horas de dorado ocio
es la orilla de un riachuelo que, serpenteando a través de «un solitario valle
de verdes helechos», pasa por delante de la escuela de Gandercleugh. Durante el
primer cuarto de milla, quizá me vea obligado a interrumpir mis meditaciones
para devolver el saludo que me dedican, gorra en mano, algunos de esos alumnos
rezagados que tratan de pescar truchas u otros pececillos en el pequeño arroyo,
o de encontrar juncos y flores silvestres junto a sus orillas. Sin embargo, al
ponerse el sol, los jóvenes pescadores no prosiguen sus excursiones más allá de
la distancia mencionada. Y la causa de ello es que, ascendiendo por el estrecho
valle, en una hondonada que al parecer alguien excavó en la ladera de una
escarpada loma cubierta de brezos, existe un cementerio abandonado al que los
asustados pequeños temen acercarse en cuanto anochece. Para mí, sin embargo, el
lugar tiene un encanto indescriptible. Durante mucho tiempo, ha sido el
principal destino de mis paseos y, si mi amable patrón no olvida su promesa,
será también (y no creo que falte mucho para ello) el lugar donde descansen mis
huesos tras su peregrinaje mortal.
Walter Scott
Eterna Mortalidad
Título original: The Tale of Old Mortality
Walter Scott, 1816
Traducción: Marta Salís
En la Escocia de 1679, enfrentada entre partidarios del rey Carlos II
y seguidores de la secta puritana de los covenanters, el asesinato de un
arzobispo desata los hilos de una guerra civil largamente incubada. En medio de
los dos bandos, Henry Morton de Milnewood, un joven intrépido y entusiasta que
«al no sentirse vinculado a ninguna de las facciones que dividían el país,
pasaba por frívolo, insensible e indiferente a la religión o al patriotismo», y
sin embargo enemigo tenaz tanto del fanatismo como de la tiranía, se encuentra
inmerso en un terrible conflicto de lealtades: por un lado, sus orígenes y
tradiciones le señalan como heredero de la causa de los covenanters; por
otro, su amor y sus sentimientos le inclinan hacia la joven Edith Bellenden,
miembro de la aristocracia realista. Siempre en la cuerda floja, siempre entre
dos mundos irreconciliables, Henry Morton intentará encontrar, en medio de las
luchas y los odios más exacerbados, la dignidad de la razón, el equilibrio y la
moderación.
Eterna Mortalidad (1816), para muchos la mejor novela de Walter Scott,
es una crónica viva y patética de la problemática ubicuidad del valor: de cómo
la inquebrantable entrega a una causa y el sistemático rechazo a la traición
pueden estar presentes a ambos lados de una contienda que, pese a todo, es
cruel e inhumana. Con una compleja perspectiva histórica y una extrema destreza
épica, Scott trazó en esta novela uno de los más ricos y poderosos retratos del
heroísmo romántico, en su «coraje» pero también en su «obstinación».