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22 noviembre 2022

Eterna Mortalidad

 La mayoría de los lectores —dice el manuscrito del señor Pattieson— habrán contemplado con regocijo el alegre alboroto que acompaña la salida de una pequeña escuela en una calurosa tarde de verano. La vitalidad de los niños, reprimida con tanta dificultad durante las tediosas horas de disciplina, parece estallar en ese momento en gritos, canciones y juegos, mientras los pequeños pilluelos se agrupan en el patio y organizan los partidos de la tarde. Mas existe otra persona que siente el mismo alivio que ellos al finalizar las clases, cuyos sentimientos no resultan tan evidentes para el ojo del espectador ni despiertan en él tanta simpatía. Me refiero al maestro, quien, aturdido por el bullicio y acalorado por la escasa ventilación del aula, ha pasado toda la jornada (él solo frente a una multitud hostil) controlando las disputas, estimulando su indiferencia, luchando por iluminar la ignorancia y mitigar la obstinación; sus facultades intelectuales se han visto confundidas tras escuchar la misma estúpida lección más de cien veces a coro, alterada únicamente por las innumerables equivocaciones de los recitadores. Incluso las flores del genio clásico, que tanto satisfacen a su gusto solitario, han ido degradándose en su imaginación, al traer consigo el recuerdo de lágrimas, errores y castigos; de tal modo que las Églogas de Virgilio y las Odas de Horacio están inseparablemente unidas a la imagen huraña y a la monótona recitación de algún colegial lloroso. Y si añadimos a todo este sufrimiento una constitución física delicada y un espíritu que no se contenta con tiranizar a los niños, el lector podrá fácilmente imaginar el consuelo que un paseo solitario —en el aire fresco de un agradable atardecer de verano— dispensa a una cabeza dolorida y a unos nervios descompuestos tras numerosas horas dedicadas a la ingrata tarea de enseñar.

En mi caso, esas caminatas vespertinas han sido las horas más felices de una vida desgraciada; y si algún amable lector desea continuar leyendo estas reflexiones, quisiera hacerle saber que sólo acudían a mi pensamiento cuando el descanso del duro trabajo y del griterío, unido a la visión de un apacible paisaje, predisponían mi ánimo para escribir.


Mi lugar predilecto en esas horas de dorado ocio es la orilla de un riachuelo que, serpenteando a través de «un solitario valle de verdes helechos», pasa por delante de la escuela de Gandercleugh. Durante el primer cuarto de milla, quizá me vea obligado a interrumpir mis meditaciones para devolver el saludo que me dedican, gorra en mano, algunos de esos alumnos rezagados que tratan de pescar truchas u otros pececillos en el pequeño arroyo, o de encontrar juncos y flores silvestres junto a sus orillas. Sin embargo, al ponerse el sol, los jóvenes pescadores no prosiguen sus excursiones más allá de la distancia mencionada. Y la causa de ello es que, ascendiendo por el estrecho valle, en una hondonada que al parecer alguien excavó en la ladera de una escarpada loma cubierta de brezos, existe un cementerio abandonado al que los asustados pequeños temen acercarse en cuanto anochece. Para mí, sin embargo, el lugar tiene un encanto indescriptible. Durante mucho tiempo, ha sido el principal destino de mis paseos y, si mi amable patrón no olvida su promesa, será también (y no creo que falte mucho para ello) el lugar donde descansen mis huesos tras su peregrinaje mortal.

 

Walter Scott

Eterna Mortalidad

 

Título original: The Tale of Old Mortality

Walter Scott, 1816

Traducción: Marta Salís

 

 

En la Escocia de 1679, enfrentada entre partidarios del rey Carlos II y seguidores de la secta puritana de los covenanters, el asesinato de un arzobispo desata los hilos de una guerra civil largamente incubada. En medio de los dos bandos, Henry Morton de Milnewood, un joven intrépido y entusiasta que «al no sentirse vinculado a ninguna de las facciones que dividían el país, pasaba por frívolo, insensible e indiferente a la religión o al patriotismo», y sin embargo enemigo tenaz tanto del fanatismo como de la tiranía, se encuentra inmerso en un terrible conflicto de lealtades: por un lado, sus orígenes y tradiciones le señalan como heredero de la causa de los covenanters; por otro, su amor y sus sentimientos le inclinan hacia la joven Edith Bellenden, miembro de la aristocracia realista. Siempre en la cuerda floja, siempre entre dos mundos irreconciliables, Henry Morton intentará encontrar, en medio de las luchas y los odios más exacerbados, la dignidad de la razón, el equilibrio y la moderación.

Eterna Mortalidad (1816), para muchos la mejor novela de Walter Scott, es una crónica viva y patética de la problemática ubicuidad del valor: de cómo la inquebrantable entrega a una causa y el sistemático rechazo a la traición pueden estar presentes a ambos lados de una contienda que, pese a todo, es cruel e inhumana. Con una compleja perspectiva histórica y una extrema destreza épica, Scott trazó en esta novela uno de los más ricos y poderosos retratos del heroísmo romántico, en su «coraje» pero también en su «obstinación».

09 junio 2022

De Walter Scott: El anticuario

Llame a un coche y permita que al coche lo llamen,
y que el hombre que lo llamó sea quien lo llame;
y que cuando lo llame, no llame sino
a un coche. ¡Coche! ¡Coche! ¡Oh, Dios, un coche!
Chrononhotonthologos

Aquella espléndida mañana de verano, a finales del siglo XVIII, un joven de aspecto gentil viajaba rumbo a Escocia nororiental; había adquirido un billete para uno de esos carruajes públicos que recorren la ruta entre Edimburgo y Queensferry, desde donde, como su propio nombre indica, y como bien saben todos mis lectores del norte, parte un ferry que cruza el estuario de Forth. Era un carruaje con cabida para seis pasajeros de corpulencia media, además de los polizones que el conductor podía recoger por el camino y que importunaban a aquellos que tenían plaza legalmente. Una anciana señora de rasgos angulosos expedía los billetes que daban derecho a un asiento en este incómodo vehículo. Llevaba los anteojos apoyados en una finísima nariz y vivía en una laigh shop, es decir, una especie de covachuela que comunicaba directamente con High Street a través de una estrecha y empinada escalera; allí vendía cinta, hilo, agujas, madejas de estambre, tejido de lino grueso y todo tipo de mercancías femeninas a quien mostrase valor y habilidad para descender a las profundidades de su morada sin darse de bruces o tropezar con alguno de los innumerables productos apilados a ambos lados de la bajada que indicaban la profesión de comerciante.

El programa manuscrito, colgado del tablón, anunciaba que la diligencia de Queensferry, o Hawes Fly, partiría a las doce en punto del martes, 15 de julio de 17…, garantizando así que los viajeros cruzarían el estuario de Forth durante la pleamar. Letra muerta, pues aunque sonaron las campanas de Saint Giles y repicaron las de Tron, ningún coche se presentó en el lugar acordado. Era cierto que solo se habían vendido dos billetes, y probablemente la señora de la mansión subterránea tuviera cierto acuerdo con su automedonte, que podría, en estos casos, contar con cierto margen para llenar los asientos vacantes; o el citado automedonte podría haber tenido que asistir a un funeral y haberse retrasado al tener que quitar los adornos fúnebres del vehículo; quizá se estuviera tomando un traguito de más con su amigo el mozo de cuadras; el caso es que no aparecía por ninguna parte.

Al joven caballero, que empezaba a sentir cierta impaciencia, se le unió un compañero en aquella insignificante miseria de la vida humana: la persona que había adquirido la otra plaza. Es fácil distinguir a un viajero de los demás ciudadanos. Las botas, el abrigo grande, el paraguas, el fardo en las manos, el sombrero que le cubre la frente resuelta, el paso firme y decidido, las respuestas parcas a los tranquilos saludos de sus conocidos son las señas que permiten al avezado viajero en correo o diligencia distinguir, de lejos, al compañero de un futuro viaje según se acerca al lugar del encuentro. Es entonces cuando, con sabiduría mundana, el primero en llegar se apresura a asegurarse el mejor asiento del coche y a hacer los arreglos más convenientes para su equipaje antes de que le alcance su competidor. Nuestro joven, dotado de poca prudencia, por no decir ninguna, y habiendo perdido además la prioridad de elección por culpa de la ausencia del carruaje, se entretuvo especulando sobre la ocupación y personalidad del individuo que acababa de llegar a la cochera.

Era un hombre de buen aspecto, de unos sesenta años, quizá mayor, pero su complexión fuerte y su paso firme indicaban que la edad no había minado su fuerza ni su salud. Tenía un semblante de auténtica casta escocesa, muy marcado, con rasgos algo duros y mirada astuta y penetrante y una expresión habituada a la gravedad, curtida, no obstante, por cierto humor irónico. Llevaba una peluca bien colocada y empolvada, coronada por un sombrero de ala ancha que le daba un aire profesional. Podría tratarse de un pastor, pero su aspecto era más el de un hombre de mundo que el de quien suele formar parte de la Iglesia de Escocia, y su primer exabrupto despejó cualquier duda.

Llegó a paso apresurado, lanzó una mirada alarmada al reloj de la iglesia, después al lugar donde debía estar el coche y exclamó:

—¡Por todos los diablos! ¡Al final llego tarde!

08 septiembre 2008

Donald MacLeish

A ello debe añadirse que Donald conocía bien sus deberes concretos en el país que con tanta frecuencia atravesaba. Podía prever el día en que «se mataría» el cordero en Tyndrum o Glenuilt, de manera que el extranjero tuviera oportunidad de alimentarse como un cristiano, y sabía en qué kilómetro se encontraba el último pueblo donde se podía obtener pan de trigo, lo cual era un consuelo para quienes estaban poco acostumbrados a la Tierra de las Tortas.

Conocía los caminos como la palma de su mano y podía informar con precisión de centímetros sobre qué lado de cualquier puente de las Tierras Altas era transitable y qué lado era peligroso. En resumen, Donald MacLeish no era solamente nuestro guía fiel y nuestro dispuesto sirviente, sino también un amigo humilde y atento. Y aunque he conocido al casi clásico cicerone italiano, al hablador valet de place francés e, incluso, al arriero español, que se envanece de comer maíz y cuyo honor no puede ponerse en duda sin peligro, no creo haber tenido nunca un guía tan sensato e inteligente.

"La viuda de las montañas" Walter Scott

22 de noviembre

  Deirdre frunció el entrecejo. —No al «Traiga y Compre» de Nochebuena —dijo—. Fue al anterior… al de la Fiesta de la Cosecha. —La Fiesta de...