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11 enero 2023

TRECE LINEAS (más o menos). 1 de 365

 Mi tía bajará dentro de un momento, Sr. Nuttel – dijo una niña de 15 años muy dueña de si-.  Mientras tanto le tocará conformarse conmigo.

Framton Nuttel se esforzó por decir algo que halagara apropiadamente a la sobrina presente sin descartar de modo desconsiderado a la tía por venir.  Personalmente dudaba más que nunca de que esas visitas formales a una serie de personas completamente extrañas sirvieran mayor cosa para ayudar a la cura de nervios que, según se suponía, estaba siguiendo.

- Yo sé qué va a pasar – le dijo su hermana cuando él se estaba preparando para emigrar a ese retiro rural -; te vas a enterrar allá abajo sin hablar con un ser viviente, y con el atontamiento vas a tener los nervios peor que nunca.  Te voy a dar cartas de presentación para todas las personas que conozco allá.  Algunas hasta donde me acuerdo, eran muy agradables.

Framton se preguntaba si la Sra. Sappleton, a quien le traía una de las cartas de presentación, entraría en el departamento de las agradables.

- ¿Conoce mucha gente de por aquí? – le preguntó la sobrina cuando le pareció que ya habían tenido suficiente comunicación silenciosa.

CUENTOS INDISCRETOS. Saki = (Hector Hugh Munro) 1870 – 1916

[TRECE LINEAS (más o menos)]

23 noviembre 2022

El narrador de cuentos

 El narrador de cuentos

Era una tarde calurosa, y por tanto hacía bochorno en el vagón de tren, y la siguiente parada sería en Templecombe, a casi una hora de distancia. Los ocupantes del vagón eran una niña pequeña, y otra niña más pequeña aún, y un niño pequeño. Una tía que pertenecía a los niños estaba sentada en un rincón, y en el rincón más alejado de enfrente tenía su sitio un soltero ajeno al grupo, pero las niñas y el niño acaparaban con energía todo el compartimento. Tanto la tía como los niños eran proclives a una charla de carácter limitado y persistente, que hacía recordar las atenciones de una mosca inasequible al desánimo. La mayor parte de las observaciones de la tía parecían empezar con «No», y casi todas las observaciones de los niños con «¿Por qué?». El soltero callaba.
—No, Cyril, no —exclamó la tía cuando el niño comenzó a aporrear los cojines del asiento formando una nube de polvo a cada golpe—. Ven a mirar por la ventanilla —añadió.
El niño se acercó a la ventanilla a regañadientes.
—¿Por qué se llevan a esas ovejas de ese prado? —preguntó.
—Supongo que las conducen a otro prado en el que habrá más hierba —dijo la tía de modo poco firme.
—Pero si hay muchísima hierba en ese prado —protestó el chico—; ahí no hay más que hierba. Tía, hay muchísima hierba en ese prado.
—Quizá la hierba del otro prado es mejor —sugirió neciamente la tía.
—¿Por qué es mejor? —fue la rápida, inevitable pregunta.
—¡Oh, mira las vacas! —exclamó la tía. Casi todos los prados por los que atravesaban las vías tenían vacas o bueyes, pero lo dijo como si reclamara el interés del niño por una rareza.
—¿Por qué la hierba del otro prado es mejor? —insistió Cyril.
En el semblante del soltero, el ceño fruncido se iba profundizando. Era un hombre rígido y nada comprensivo, resolvió en su fuero interno la tía. Se veía totalmente incapacitada para llegar a una conclusión satisfactoria sobre la hierba del otro prado.
La niña más pequeña ideó una distracción y empezó a recitar «En el camino a Mandalay». Sólo se sabía el primer verso, pero utilizaba sus limitados conocimientos al máximo. Repetía el verso una y otra vez, con voz soñadora, pero decidida y muy audible; el soltero pensó que era como si alguien se hubiera apostado con la niña que no lograría repetir ese verso en voz alta dos mil veces sin parar. Quienquiera que la desafió, iba a perder la apuesta seguramente.
—Venid aquí, os voy a contar un cuento —dijo la tía cuando el soltero la hubo mirado dos veces a ella y una a la cuerda de alarma.
Los niños acudieron apáticamente al rincón del compartimento donde se sentaba la tía. Estaba claro que su reputación como narradora de cuentos no tenía un lugar alto en su estimación.
En voz baja y confidencial, interrumpida a cada instante por las preguntas ruidosas y malhumoradas de sus oyentes, la tía empezó un cuento pacato y lamentablemente desprovisto de interés acerca de una niña pequeña que era buena y se hacía amiga de todo el mundo debido a su bondad, y al final era salvada frente a un toro furioso por varios defensores que admiraban su integridad moral.
—¿No la habrían salvado si no hubiera sido buena? —inquirió la mayor de las niñas.
Era justo la misma pregunta que el soltero hubiese querido hacer.
—Bueno, sí —admitió la tía dubitativamente—, pero creo que, si no la hubieran apreciado tanto, no habrían corrido tan aprisa a salvarla.
—Es el cuento más estúpido que he oído jamás —dijo la mayor de las niñas con absoluta convicción.
—Yo dejé de escucharlo al principio, de lo estúpido que era —dijo Cyril.
La niña más pequeña no hizo ningún comentario específico sobre el cuento, aunque desde hacía ya un buen rato había reanudado en forma de susurro la repetición de su verso favorito.
—Según parece, no le acompaña el éxito como narradora de cuentos —dijo repentinamente el soltero desde su rincón.
La tía, en instantánea defensa, se encrespó ante el inesperado ataque.
—Es muy difícil contar cuentos que los niños puedan entender y valorar a la vez —dijo, muy tiesa.
—No estoy de acuerdo con usted —dijo el soltero.
—Entonces, tal vez a usted no le importaría contarles un cuento —fue la réplica de la tía.
—Cuéntenos un cuento —pidió la mayor de las niñas.
—Érase una vez —empezó el soltero— una niña pequeña que se llamaba Bertha y era extraordinariamente buena.
El interés de los niños, que había subido por instantes, empezó enseguida a vacilar; todos los cuentos parecían ser espantosamente iguales, sin importar quién los contase.
—Hacía lo que le mandaban, decía siempre la verdad, no se ensuciaba los vestidos, tomaba arroz con leche como si fuera tarta de mermelada, se aprendía las lecciones a la perfección y tenía buenos modales.
—¿Era guapa? —preguntó la mayor de las niñas.
—No tanto como cualquiera de vosotros —dijo el soltero—, pero era horriblemente buena.
Hubo una ola de reacción a favor del cuento; la palabra horrible enlazada con buena era una primicia que se recomendaba por sí sola. Parecía introducir un eco de verdad que se hallaba ausente en las narraciones de la tía sobre la vida infantil.
—Era tan buena —prosiguió el soltero— que ganó varias medallas por su bondad, y las lucía siempre prendidas del vestido. Había una medalla a la obediencia, otra medalla a la puntualidad y una tercera al buen comportamiento. Eran grandes medallas de metal, y tintineaban unas contra otras cuando paseaba. Ningún niño más de su ciudad había conseguido tantas medallas, por lo que todos sabían que debía ser una niña superbuena.
—Horriblemente buena —recordó Cyril.
—Todo el mundo hablaba de su bondad, y el príncipe del país acabó enterándose, y dijo que como ella era tan buena, le permitiría una vez a la semana pasearse por su jardín, que estaba justo en las cercanías de la ciudad. Era un hermoso parque, y los niños no podían entrar nunca a él, así que fue un gran honor para Bertha que le permitieran ir allí.
—¿Había ovejas en el parque? —preguntó Cyril.
—No —dijo el soltero—, no había ovejas.
—¿Por qué no había ovejas? —fue la inevitable pregunta, surgida de aquella respuesta.
La tía se permitió una sonrisa que casi podría describirse como una mueca burlona.
—No había ovejas en el parque —dijo el soltero— porque la madre del príncipe había visto una vez en un sueño que a su hijo lo mataría una de estas dos cosas: una oveja o un reloj que le cayera encima. Por esa razón, el príncipe jamás tenía ovejas en su parque ni relojes en su palacio.
La tía contuvo una boqueada de admiración.
—Y al príncipe ¿qué lo mató, una oveja o un reloj?
—Sigue vivo, así que no podemos saber si el sueño se hará realidad —dijo el soltero, sin inmutarse—; de todas formas, aunque en el parque no hubiera ovejas, sí que había muchos cerditos correteando por todo el lugar.
—¿De qué color eran?
—Negros con la cabeza blanca, blancos con motas negras, negros del todo, grises con manchas blancas y algunos eran blancos completamente.
El narrador de cuentos hizo una pausa para dejar que se hundiera en la imaginación de los niños una idea conjunta de los tesoros del parque; luego prosiguió:
—Bertha sintió bastante tristeza al descubrir que no había flores en el parque. Había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que no arrancaría ninguna de las flores del amable príncipe, y estaba decidida a cumplir su promesa, y desde luego se sintió como una tonta al descubrir que no había flores que arrancar.
—¿Por qué no había flores?
—Porque los cerdos se las habían comido todas —dijo el soltero de inmediato—. Los jardineros le advirtieron al príncipe que no se pueden tener cerdos y además flores, así que decidió tener cerdos en vez de flores.
Hubo un murmullo de aprobación por la excelsa decisión del príncipe; la mayoría de la gente hubiera elegido la otra opción.
—El parque tenía muchas más cosas encantadoras. Había estanques con peces dorados y azules y verdes, y árboles con hermosos papagayos que decían cosas inteligentes de improviso, y colibríes que canturreaban las melodías populares de moda. Bertha se paseó por todos lados y disfrutó mucho, y se dijo: «Si no hubiera sido tan extraordinariamente buena, no me habrían permitido entrar en este bello parque y disfrutar de todo lo que contiene y se puede ver», y sus tres medallas tintinearon unas contra otras mientras paseaba, y la ayudaron a recordarle lo buena que era de verdad. Justo entonces, un enorme lobo entró a rondar por el parque, a ver si capturaba para la cena un gordo cerdito.
—¿De qué color era el lobo? —preguntaron los niños en un instantáneo arranque de interés.
—Todo color de barro, con una lengua negra y ojos pálidos y grises que brillaban con indecible ferocidad. Lo primero que vio en el parque fue a Bertha; su delantal estaba tan inmaculadamente blanco y limpio que se distinguía a gran distancia. Bertha también vio al lobo, y observó que se movía sigilosamente en su dirección, y empezó a desear que jamás le hubieran permitido a ella entrar en aquel parque. Echó a correr con todas sus fuerzas, y el lobo la persiguió a grandes saltos y brincos. Ella consiguió alcanzar una maleza de arbustos de mirto y se ocultó en uno de los arbustos más espesos. El lobo llegó olfateando entre las ramas, con su lengua negra colgándole de la boca y los ojos pálidos y grises resplandeciendo de rabia. Bertha estaba terriblemente asustada, y se dijo: «De no haber sido tan extraordinariamente buena, ahora estaría a salvo en la ciudad». Sin embargo, el aroma del mirto era tan fuerte que el lobo no lograba averiguar mediante el olfato dónde se escondía Bertha, y los arbustos eran tan espesos que igual podía estarse merodeando alrededor mucho tiempo sin encontrarla, así que pensó que lo mejor sería marcharse y cazar un cerdito en su lugar. Bertha temblaba muchísimo por tener al lobo rondando y husmeando tan cerca, y, mientras temblaba, la medalla a la obediencia tintineó contra las medallas a la buena conducta y a la puntualidad. El lobo se marchaba ya cuando oyó el tintineo de las medallas, y se detuvo a escuchar; tintinearon de nuevo en un arbusto muy próximo a él. Se lanzó al arbusto, con los ojos pálidos y grises brillando de ferocidad y triunfo, sacó a Bertha a rastras y la devoró hasta el último bocado. Sólo quedaron de ella sus zapatos, algunos trozos del vestido y las tres medallas por ser buena.
—¿Y murió algún cerdito?
—No, todos se libraron.
—El cuento empezó mal —dijo la niña más pequeña—, pero ha tenido un final precioso.
—Es el cuento más bonito que he escuchado jamás —dijo la mayor de las niñas con enorme decisión.
—Es el único cuento bonito que he escuchado jamás —dijo Cyril.
Una opinión disidente vino de la tía.
—¡Qué cuento tan inapropiado para contárselo a unos niños pequeños! Ha socavado usted el efecto de años de cuidadosa enseñanza.
—Por lo menos —dijo el soltero recogiendo sus pertenencias para salir del vagón— los mantuve tranquilos durante diez minutos, que es más de lo que usted fue capaz de conseguir.
«¡Infeliz mujer!», observó para sí mientras caminaba por el andén de la estación de Templecombe; «¡durante los próximos seis meses, más o menos, esos niños la acometerán en público reclamando un cuento inapropiado!».
Saki
Alpiste para codornices

Nacido en la Birmania colonial e hijo de un alto funcionario del Imperio Británico, Saki —pseudónimo que escogió Héctor Hugh Munro (1870-1916)— fue un personaje singular, demasiado inteligente y desplazado para los círculos de la alta sociedad inglesa en que se movió a lo largo de su vida.
Sus cuentos, considerados a menudo piezas maestras, están teñidos por una mirada inteligente, mordaz y a veces incluso macabra que se posa sobre las situaciones y los personajes convencionales, surtiendo como efecto un humor absurdo, ácido y, muy a menudo, negro. Los relatos reunidos en esta selección, sin duda entre los mejores salidos de su pluma, esconden bajo su apariencia liviana cargas de profundidad que retratan de forma corrosiva la hipocresía y las gruesas contradicciones del comportamiento humano.

30 noviembre 2010

Un cuento de Saki

“La benefactora y el gato satisfecho” por Saki
Jocantha Bessbury andaba en plan de sentirse feliz, serena y bondadosa. El mundo en que vivía era un lugar ameno, y ese día mostraba una de sus facetas más amenas. Gregory había logrado venir a casa para almorzar de prisa y fumarse un pitillo en el acogedor cuartito de descanso; el almuerzo había estado bueno y aún quedaba tiempo para hacerles justicia al café y al tabaco. Ambos eran excelentes a su modo; y Gregory era, a su modo, un marido excelente. Jocantha se sentía más bien tentada a sospechar que como esposa era encantadora, y sospechaba de sobra que tenía una modista de primera.
-No creo que en todo el barrio de Chelsea pueda encontrarse una persona más contenta -observó Jocantha, aludiendo a sí misma-, con la excepción quizás de Attab -prosiguió, echando una mirada al gran gato atigrado que descansaba muy a sus anchas en la esquina del diván-. Míralo ahí, soñando y ronroneando, estirando las patas de vez en cuando en un rapto de mullido bienestar. Parece la mismísima encarnación de todo lo que es suave y sedoso y aterciopelado, sin un ángulo brusco en su postura, todo un visionario cuya filosofía es la de soñar y dejar soñar; y luego, cuando cae la tarde, sale al jardín con un destello rojo en la mirada y atrapa algún gorrión desprevenido.
-Teniendo en cuenta que cada pareja de gorriones empolla diez o más crías al año, mientras sus fuentes de alimentación permanecen estacionarias, está muy bien que a los Attabs de la comunidad se les ocurra pasar una tarde entretenida -dijo Gregory.
Habiéndose aliviado de este sabio comentario, encendió otro cigarrillo, se despidió de Jocantha con cariño juguetón y partió al ancho mundo.
-Recuerda: esta noche cenamos un poquito temprano, porque después iremos al teatro -alcanzó a gritarle ella.
Ya a solas, Jocantha continuó el proceso de contemplar su vida con ojos plácidos e introspectivos. Si no tenía todo lo que quería en este mundo, por lo menos estaba muy contenta con lo que había conseguido. Estaba muy satisfecha, por ejemplo, con el cuartito de descanso, que de algún modo lograba ser acogedor, primoroso y costoso al mismo tiempo. Las porcelanas eran piezas raras y bellas, los esmaltes chinos adquirían maravillosos tintes a la luz del hogar, las cortinas y alfombras seducían la vista a través de suntuosas armonías de color. En aquel cuarto se podía atender con toda propiedad a un embajador o un arzobispo, pero también allí sería posible recortar láminas para un álbum, sin por ello temer que la basura ofendiese a los lares del sitio. Y tal como ocurría con el cuartito de descanso, igual pasaba con el resto de la casa; y tal como con la casa, igual con las demás esferas de la vida de Jocantha. En verdad tenía razones para ser una de las mujeres más contentas de Chelsea.
De este humor de efervescente satisfacción con su suerte pasó a la fase de sentir una lástima generosa por los miles de seres a su alrededor cuyas vidas y situaciones eran aburridas, vulgares, áridas y vacías. Las empleadas, las vendedoras... en fin: la clase que carece tanto de la libertad despreocupada de los pobres como de la ociosa libertad de los ricos, estaba especialmente en la mira de su conmiseración. Daba pena pensar que había jóvenes que tras una larga jornada de trabajo tenían que pasarla solas en sus fríos y deprimentes dormitorios porque no tenían con qué pagar una taza de café y un sándwich en un restaurante, y mucho menos un chelín para la galería de un teatro. El tema todavía rondaba en la cabeza de Jocantha cuando salió a pasar la tarde en una excursión de compras por antojo. Sería muy grato, se decía, si pudiera hacer algo, dejándose llevar por el impulso, para arrojar siquiera un destello de placer e interés sobre la vida de una o dos trabajadoras de corazón anhelante y bolsillos vacíos. Aquello acrecentaría en gran medida del disfrute de la función teatral de esa noche. Resolvió conseguir dos billetes de segundo piso para una obra popular, entrar a un salón de té barato y regalárselos a la primera pareja interesante de trabajadoras con quienes pudiera entablar una conversación casual. Podía explicar las cosas arguyendo que ella no estaría en condiciones de utilizar los billetes y no quería dejarlos perder; y que, por otro lado, no deseaba tomarse la molestia de devolverlos. Tras meditarlo más, decidió que lo mejor sería conseguir un solo billete y dárselo a alguna muchacha de aspecto solitario que encontrara sentada ante una comida frugal. A lo mejor la muchacha trababa conocimiento con su vecino de butaca y así echaba los cimientos de una amistad duradera.
Movida por este fuerte impulso de hada madrina, Jocantha entró a una agencia de billetes y seleccionó con infinito esmero un puesto de gallinero para El pavón amarillo, una obra de teatro que por esos días despertaba numerosas críticas y discusiones. Partió después en busca del salón de té y la aventura filantrópica, más o menos a la misma hora en que Attab se escabullía en el jardín con la mente afinada para la caza de gorriones. En un rincón de un saloncito anónimo encontró una mesa libre, en donde se instaló rápidamente, motivada por el hecho de que en la mesa contigua había una joven de facciones bastante ordinarias, mirada apática y cansada y un aire general de resignada soledad. Su vestido era de mala calidad, pero aspiraba a estar a la moda. Tenía un bonito pelo y un cutis más bien feo. Estaba terminando una modesta comida de té con panecillos, y no difería mucho de las miles de jóvenes que en ese preciso momento terminaban, empezaban o seguían tomando el té en los salones de Londres. Las posibilidades estaban muy a favor de la suposición de que jamás hubiera visto El pavón amarillo. Evidentemente, proporcionaba excelente material para el primer ensayo de Jocantha como benefactora por azar.
Jocantha pidió té y un panecillo y luego dirigió una mirada amistosa a su vecina, con el propósito de llamarle la atención. Justo en ese momento la cara de la muchacha se iluminó de placer, sus ojos chispearon, se sonrojaron sus mejillas y estuvo a punto de lucir bonita. Un hombre joven, a quien saludó con un cariñoso "¡Hola, Bertie!", vino hasta su mesa y tomó asiento frente a ella. Jocantha miró con ojos penetrantes al recién llegado. Tenía cara de ser unos años más joven que ella misma y era mucho más guapo que Gregory; de hecho, bastante más guapo que cualquiera de los jóvenes de su grupo de amigos. Conjeturó que sería un cortés dependiente de algún almacén de ventas al por mayor, que se las apañaba para subsistir y divertirse con un salario diminuto y que dispondría de unas vacaciones de dos semanas al año. Era consciente, por supuesto, de ser bien parecido, pero con la cohibición propia de los anglosajones y no con la flagrante complacencia del latino o semita. Era obvio que mantenía estrechas relaciones de amistad con la muchacha con quien conversaba. Probablemente derivaban hacia un compromiso formal. Jocantha se imaginó el hogar del muchacho, en una esfera muy reducida, con una madre latosa que a todas horas quería saber cómo y dónde pasaba él las noches. A su debido tiempo cambiaría aquella pesada esclavitud por un hogar propio, regido por la falta crónica de libras, chelines y peniques y la escasez de casi todas las cosas que hacen la vida cómoda y atractiva. Jocantha se sintió en extremo apiadada de él. Se preguntó si habría visto El pavón amarillo; las posibilidades estaban muy a favor de la suposición de que no lo hubiera visto. La muchacha había terminado el té y dentro de poco regresaría al trabajo. Cuando el joven estuviera solo, a Jocantha le sería muy fácil decirle: "Mi marido tiene otros planes para mí esta noche. ¿Le interesaría hacer uso de este billete, para que no se pierda?". Y después podía volver allí una tarde a tomar el té y, si se lo topaba, preguntarle cómo le había parecido la función. Si era un joven agradable y mejoraba con el trato, podía darle más billetes de teatro y tal vez invitarlo un domingo a tomar el té en Chelsea. Jocantha decidió que sí mejoraría con el trato, que le iba a simpatizar a Gregory y que el asunto del hada madrina iba a resultar más entretenido de lo que había previsto en un comienzo. El muchacho era claramente presentable: sabía peinarse, posiblemente por aptitud imitativa; sabía qué color de corbata le sentaba, por intuición quizás; y era exactamente del tipo que atraía a Jocantha, por accidente, desde luego. En fin, se sintió bastante complacida cuando la chica miró el reloj y dio un cálido pero apresurado adiós a su compañero. Bertie se despidió con la cabeza, bebió el té de un buchado y procedió a sacar del bolsillo del sobretodo un libro que llevaba por título Cipayo y sahib, relato de la gran rebelión.
Las leyes de etiqueta de un salón de té prohíben que uno ofrezca billetes de teatro a un desconocido sin haber antes llamado su atención. Resulta todavía más conveniente si uno puede hacer que le pase una azucarera, habiendo previamente disimulado el hecho de que uno tiene una azucarera repleta en la propia mesa. Esto no es difícil de lograr, pues por lo general la carta del menú es casi del tamaño de la mesa y uno puede pararla. Jocantha puso manos a la obra con optimismo: se enredó con la camarera en una larga y más bien estridente discusión sobre supuestos defectos de un panecillo impecable; hizo ruidosas y lastimeras averiguaciones sobre el servicio de metro a un suburbio inconcebiblemente apartado; le habló con brillante insinceridad al gatito del local, y como último recurso tumbó una jarrita de leche y renegó con gran finura. En suma, llamó mucho la atención, pero ni por un instante la del muchacho bellamente peinado, que estaba a miles de kilómetros de distancia, en las calcinadas llanuras del Indostán, entre casitas de campo abandonadas, bazares hormigueantes y cuarteles amotinados, escuchando un latir de tambores y lejanas descargas de mosquetes.
Jocantha regresó a su casa en Chelsea, que por primera vez se le hizo insulsa y recargada. Traía la amarga convicción de que Gregory iba a resultar aburrido durante la cena y que después la obra de teatro sería una estupidez. Mirándolo todo, su estado de ánimo mostraba una marcada divergencia con la ronroneante placidez de Attab, que otra vez estaba arrollado en su esquina del diván, respirando una inmensa paz por cada curva de su cuerpo.
Claro que él sí había atrapado su gorrión.
FIN

22 de noviembre

  Deirdre frunció el entrecejo. —No al «Traiga y Compre» de Nochebuena —dijo—. Fue al anterior… al de la Fiesta de la Cosecha. —La Fiesta de...